Vance y la nueva tecnoutopía católica norteamericana

J.D. Vance representa la síntesis entre retorno a los valores tradicionales y antiestatistas de la Confederación y la aceleración tecnológica neorreaccionaria que puede inyectar dimensión utópica al trumpismo.

por Diego Vecino

La descripción que hace Baudrillard de los Estados Unidos como una “sociedad primitiva” sin “territorio ancestral” de sentido histórico acumulado nos trae en seguida a la mente esa foto espectacular de Edward Burtynsky de una ruta en Pennsylvania en el que, en un espacio de apenas 1 kilómetro, un ecosistema de carteles luminosos y franquicias han emergido como hongos, formando un paisaje artificial y extraterrestre. La imagen fue tomada en el cruce de carreteras del pequeño pueblo de Breezewood, paradójicamente una posta en un tradicional camino precolombino establecido por los aborígenes antes de la llegada de los europeos, luego reutilizado por los colonos ingleses en su camino desde la costa este hacia el interior del continente, y más tarde asfaltado, expandido y bautizado Lincoln Highway. Sin embargo, toda la obra de Burtynsky se trata sobre capturar la artificialidad de los Estados Unidos, las marcas en donde su sentido civilizatorio se expande como una bacteria enferma por un territorio continental convirtiéndolo en un tejido sintético: represas, gasoductos, pozos de petróleo, pistas de Nascar, etc.

  Hay algo absurdo y maravilloso en la sociedad norteamericana. Quienes hayan visitado sus ciudades -incluso las no muy turísticas- saben que todo está encendido todo el tiempo: las luces de las oficinas en los edificios, durante el día y la noche; los aires acondiciones o la calefacción en las habitaciones de los hoteles, aunque estén vacías, o especialmente si están vacías; los televisores en las tiendas comerciales y en las casas (Baudrillard dice que “es fácil imaginarse esos televisores todavía encendidos, parpadeando a la nada, después del holocausto nuclear”), las marquesinas en los restaurantes y las convenience stores, etc. Es el lujo descerebrado de una civilización rica, y quizás también las marcas de una civilización que está demasiado asustada como para apagar las luces y enfrentarse a la noche primitiva de la misma manera en que los cazadores de antaño temían a la oscuridad. Es realmente hermoso y admirable la fascinación que tiene este pueblo con el artificio, con la energía, con el espacio.

En cualquier caso, la matriz metafísica de los norteamericanos es sin dudas la tecno-aceleración. Para muchos autores europeos fascinados con esto -ya mencioné a Baudrillard, pero también Ballard o Deleuze escribieron sobre el tema- los Estados Unidos son el anfitrión de un hongo intestinal ancestral y el epicentro del deseo maquínico eterno, una entidad hueca y depresiva, cognitivamente apenas funcional, como una especie de zombie infectado. Esta imagen fue especialmente popular en los años ‘80, cuando el reaganismo convirtió al país en una plataforma de autismo colectivo -mujeres haciendo gimnasia frente a su pantalla, individuos almorzando solos en el capó de sus autos, asesinos seriales que mataban siguiendo patrones matemáticos, autopistas infinitas que trazaban caminos circulares y no llevaban a ningún lado- pero persiste hasta el día de hoy. Con el tiempo la velocidad autoerógena dio nacimiento al Leviatán tecnocrático que aplastó el espíritu trascendente de su pueblo. Lo que Varoufakis llama el Minotauro, o lo que Tobias Huber llama America Corp: un motor de optimización que convierte el suelo en Zonas Económicas Especiales para ser gestionadas algorítmicamente por hojas de cálculo y fuerzas de mercado.

Frente a este escenario muchos críticos e intelectuales festejaron, esperanzados. Creyeron ver en la elección del 2024 el deseado freno al expansionismo de la tecnocracia. Un retorno triunfal del mito trascendente del suelo tras décadas de estar aplastado bajo la bota de la burocracia global eficiente, sensata, lógica y cruel de la gobernanza globalista y los derechos humanos. Una nación que ahogaría en la sangre burbujeante de su pueblo alzado en armas los fantasmas de silicona del complejo tecnológico-financiero. Una Norteamérica-Prusia.

Lamento decirles que esto es una ilusión.

Por si tuviésemos que recordarlo una vez más, Trump es otra cosa. Un billionario, neoyorkino, protestante y holandés, cuyo estilo escénico desorbitado y obsceno esconde apenas que él mismo es ya una figura melancólica y de transición, más asediado por sus limitaciones que esperanzado por sus promesas. Un fetiche de boludos, en fin, y no la reliquia que el viejo moralismo conservador reclama, dado que no hay ya en el mundo nada para conservar. Todo es hacia adelante, nada es hacia el pasado. Nos espera en el futuro la decadencia o la hegemonía. Alexander Dugin lo entiende perfecto cuando caracteriza al “trumpo-futurismo” como “valores tradicionales norteamericanos + colonización de Marte”. Es decir, colonización de Marte más una especie de evocación posmoderna de valores supuestamente tradicionales pero que en realidad no pueden ser realmente tradicionales porque tienen que servirnos para colonizar Marte, así que necesariamente van a ser otra cosa.

La matriz metafísica de los norteamericanos es sin dudas la tecno-aceleración. Frente a ello muchos críticos e intelectuales creyeron ver en la elección del 2024 el deseado freno al expansionismo de la tecnocracia. Lamento decirles que esto es una ilusión.

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El aura increíble que envuelve a Trump nos indica que la profecía norteamericana, la gran promesa mágica de esa utopía en la tierra que combinara bienestar material eterno con poder global inagotable ha fracasado. Como todos sabemos, uno hoy en día se encuentra frente a la enorme dificultad de distinguir el proceso de su simulación. Por ejemplo, uno se puede meter en las redes sociales y confundirlas con la vida real. Trump, con sus golpes en la mesa por twitter hacia a los BRICS que amenazan con minar definitivamente el declinante y frágil poder residual del dólar es el síntoma de esta indecibilidad: ¿es todavía poderoso Estados Unidos o simplemente está simulando el poder?

Hay algo que todavía puede hacer Trump sin embargo, un gesto de poder real. Decidir el futuro, la sucesión del partido republicano -el único partido real que existe en la política norteamericana- y con él darle forma al destino de los Estados Unidos. Y esa persona es J. D. Vance. 

El mito de la democracia agoniza en las montañas de Jackson, Kentucky

Hace exactamente diez años el estado de Ohio era deep blue. Las casi vacías playas de estacionamiento en las inmediaciones de las pocas fábricas que quedaban en pie junto a las oficinas de los sindicatos indicaban que los demócratas estaban a cargo. Pero en 2016 Trump dio vuelta el estado y trajo una nueva ola de votantes al partido republicano. El cambio estuvo concentrado en los pueblos sindicalizados de lo que se conoce como el valle de Mahoning, en la zona norte, y en las ciudades industriales del sur, en el límite estatal con Kentucky y Virginia, que habían recibido una intensa inmigración de hillbillies durante los ‘40 y los ‘50. 

Jane Timken, que había sido una de las personas fuertes del GOP en el estado antes de la llegada de Vance, declaró hace algunos años que “en los bolsones de Ohio donde la epidemia de opioides pegó fuerte el vuelco en los votantes fue tan rotundo y tan de repente que pareció un acto de magia”. La mayor sorpresa, sin embargo, fue que los nuevos votantes se mantuvieron fieles y muy radicalizados. En 2020 Trump mantuvo una diferencia de ocho puntos en el estado contra Biden, y la nueva masa de votantes republicanos desarrollaron un perfil explícitamente anti-Washington y anti-elite. Es decir, muy pro-Trump. Para 2024 Ohio ya era ruby red.

Hillbilly Elegy salió en 2016 y en seguida capturó y catalizó ese switch en el sentimiento colectivo de una de las regiones más postergadas y castigadas por las políticas neoliberales del ciclo vengativo de Obama. Sin embargo, Vance se pasó todo ese año dilucidando en la televisión por qué Trump había ganado y por qué él no lo había visto venir, a pesar de que su libro lo explicaba casi a la perfección y de que el grupo político con el que entonces se identificaba, los aparatosos “Reformicons” -una coalición distendida que operaba dentro del amplio movimiento conservador- había estado empujado al partido republicano a hacer el tipo de giro populista que el trumpismo encarnaba de forma natural (pro clase trabajadora, culturalmente anti woke, aislacionista en política internacional y pro tariffs). Pero en ese momento Trump le parecía a Vance una especie de versión demasiado distorsionada y pervertida de todo eso. Durante la campaña presidencial dijo que era insoportable, frívolo, mentiroso, “un fraude absoluto”, etc. Todavía no la veía.

Pero como dije, el libro de Vance explicaba de forma perfecta por qué había ganado Trump. En sus páginas el hoy vicepresidente narraba su propia historia en tono de autobiografía social, desde su nacimiento en el seno de una familia reclutada y trasplantada por la acerera más grande del país, Armco, desde la zona rural de los apalaches de Kentucky hacia Middletown, Ohio; su infancia turbia y caótica, creciendo al cuidado de una madre adicta a los opioides, promiscua y siempre al borde de quedar en la calle, y su redención final, escapando apenas al destino trágico que parecía ya escrito para él -drogadicto, criminal, pastor evangélico- gracias al apoyo de su abuela ultra basada y al cuerpo de Marines. 

Originalmente el libro fue leído tanto por liberales como por conservadores con alta simpatía y como una especie de token que confirmaba todos los prejuicios y errores del bando político enemigo. Sin embargo, la historia que narraba Vance no tenía un sentido meramente testimonial o evocativo sino que se planteaba como una de esas actualizaciones obsesivas y cíclicas que cada tanto aparecen en la literatura americana sobre el trauma persistente de cómo la crisis del New Deal y el desmantelamiento de la sociedad industrial astilló el sueño americano, desgarró el tejido social y dejó a toda una generación pedaleando en el aire mientras sus padres miraban en silencio y sus hijos se acomodaban como podían jugando Game Boy y tratando de no caer en la adicción a la heroína -desde Pastoral Americana hasta Forest Gump. En este sentido, Vance pretendió escribir -a través de la mirada empática de la cultura hillbilly y de su diáspora continental, de la melancólica idealización de sus valores conservadores y de esa especie de liberalismo cimarrón de clan que se expresa en la sospecha permanente frente al Estado- no una autobiografía sino un programa y una plataforma política personal, un diagnóstico respecto de los motivos profundos de la decadencia institucional, social y cultural de su tiempo y una propuesta de salida.

Es como si los yankees del norte fueran esta élite urbana híper-woke que domina las costas y los sureños los mismos tipos  que estuvieron influenciando la política desde hace doscientos años. La historia norteamericana es una guerra constante entre el norte y el sur, y el lado que tomen los hillbillies es el que va a ganar.

Frente a la pregunta que sobrevuela todo el libro sobre si la responsabilidad por la decadencia de la clase obrera debe ser atribuida a una cultura enferma y disfuncional o a políticas económicas resentidas y excluyentes, Vance responde que la cultura de los Apalaches y la herencia de los escoceses-irlandeses constituye en realidad la reserva moral de la nación y la destilación más pura del alma norteamericana pero que se encuentra pervertida y patologizada por su contacto con las fuerzas entrópicas y disolventes de la sociedad moderna, capitalista y secular. En este sentido, el libro aparece como una suerte de remitologización moderna del paraíso perdido (Jackson, Kentucky es una especie de Jardín del Edén donde la violencia y la lealtad de clan se administran libres de la interferencia estatal y donde los roles tradicionales de género sobreviven a las transformaciones sociales) interceptado por la redención romántica de la Lost Cause de la Confederación, que es la manera en que se narra la guerra civil desde el lado de los vencidos, como una batalla no por la defensa de la esclavitud sino por la protección de valores aristocráticos, heroicos y justos frente al avance imparable del mundo moderno y secular, encarnado -siguiendo el momentum libertario- en la figura de un gobierno federal, burocrático y autoritario, sentado perversamente bajo el domo de Washington. Este gobierno entroniza una fuerza disolvente que, en su impulso ciego por incorporar todos los territorios y ciudadanos posibles al naciente nuevo mercado de consumo y producción capitalista, no le importa corroer los fundamentos morales y las tradiciones sociales trascendentes e históricas vinculadas a la tierra y a la sangre del pueblo sureño. En este sentido, el libro de Vance merodea una narrativa legendaria de cierto arraigo historiográfico y literario que lo acerca por momentos al Faulkner de Intruders in the dust, una novela desesperada en el que todos los niños de 14 años del sur se encuentran -al igual que el joven J. D.- obsesionados con los instantes previos a que el general George Pickett emprenda su fatal carga en el tercer día de Gettysburg sobre el centro del ejército de la Unión, punto que señala la derrota del sur y el origen mítico de la decadencia política y cultural de la norteamérica actual.

Las páginas de Hillbilly Elegy están, de hecho, minadas por pequeños y grandes gestos de simpatía y pertenencia política y cultural al universo de la Confederación tardía y superviviente. No nombraré demasiados pero sí estos dos: en el primer capítulo Vance señala que su familia está vinculada a Jim Vance, famoso miembro de los Wildcats de Devil Anse Hatfield, la banda que inicia el legendario enfrentamiento entre clanes al asesinar al ex soldado de la Unión Asa Harmon McCoy. Y luego, cuando fallece su abuelo, momento clave en el relato porque es cuando se va todo a la mierda, lo hace al ritmo de Tuesday’s Gone de Lynyrd Skynyrd. La imagen es tan perfecta que resulta difícil pensar que no está estilizada para fijar la novela dentro de los límites de la imaginación secesionista.

Por esos años de 2016, 2017 y 2018, Vance ofrecía en sus entrevistas una interpretación de la historia norteamericana como una reactualización permanente del enfrentamiento entre northern yankees y southern bourbons, algo que repitió por última vez en público en una muy buena entrevista al podcast Viva Frei en 2021, un año antes de candidatearse como senador por Ohio: “La historia norteamericana es una guerra constante entre el norte y el sur, y el lado que tomen los hillbillies es el que va a ganar”, dijo en ese momento. 

En esa misma entrevista J.D. Vance siguió explicando su visión cíclica de la historia: “Esta es la manera en que veo a la política americana hoy. Es como si los yankees del norte fueran esta élite urbana híper-woke que domina las costas. Y los sureños son los mismos tipos vieja escuela que estuvieron influenciando la política desde hace doscientos años. Y los hillbillies apoyaron durante el siglo XX al norte, pero en este último tiempo empezamos a migrar hacia el sur”. Cada nación lleva una especie de predestinación histórica que determina sus características. Para los franceses es el modelo de la burguesía de 1789 y su interminable decadencia. Para la Argentina el peronismo y cómo reprimirlo. Y para los Estados Unidos es el fantasma de Robert E. Lee dividiendo a su ejército y maniobrando frente a un enemigo superior en números que, sin embargo, le teme. Bajo la lectura de Vance la guerra civil todavía se sigue peleando entre Washington y Richmond, como la proyección ideológico-espectral del dominio frágil de la elite puritana del norte y la irreductibilidad del sur.

La leyenda confederada se sostiene en la materialidad de sus triunfos militares y el status legendario de sus generales. Sin embargo, las apelaciones -veladas y explícitas- que realiza Vance a ese extraño experimento secesionista de mediados del siglo XIX no esconden un afán poético, y muchos menos nostalgia por las instituciones decadentes que apenas sostenían su economía atrasada, sino algo más profundo: la idea de que para perfeccionar la Unión es necesario destruirla. Es decir, abandonar, de una vez por todas, el legado de Lincoln y su proyecto de país que, 150 años después, se percibe agotado, decadente y pervertido.

Hay dos tendencias ideológicas en tensión dentro del partido republicano. Una progresista, a la que pertenece el mismo Lincoln, que promovió un alto intervencionismo estatal en la economía interna una política exterior activa y fronteras abiertas; y otra populista, que representa casi lo opuesto.

En su libro To Make Men Free, Heather Cox Richardson argumenta que, desde su fundación, hay dos tendencias ideológicas en tensión dentro del partido republicano. Una progresista, a la que pertenece el mismo Lincoln y que es expresada en figuras como Theodore Roosevelt y Dwight Eisenhower, y otra populista, encarnada durante el siglo XX en personajes como Robert Taft, Barry Goldwater y Pat Buchanan. La primera constituyó la ortodoxia del partido desde su fundación y hasta la irrupción de Trump, y promovió un alto intervencionismo estatal en la economía interna acompañado de altos impuestos, libre mercado, una política exterior activa y fronteras abiertas. La segunda representó la heterodoxia y en general se mantuvo relativamente marginal hasta la década del ‘60, cuando el gran giro en las bases de representación de ambos partidos mayoritarios le dio al GOP su extracción fuerte en los estados del Sur. Esta línea representa casi lo opuesto: aranceles aduaneros altos, aislacionismo internacional, fronteras cerradas, bajos impuestos internos y un estado mínimo. 

El triunfo de Donald Trump y, sobre todo, el crecimiento dentro de los rangos del partido de J. D. Vance como gran político e intelectual de la causa confederada, parecería representar la estocada final al GOP histórico que sostenía el proyecto de nación fundado por Abraham Lincoln, que no es otro que el de la democracia expansiva, intervencionista, puritana y viral, el famoso government of the people, by the people, for the people cuya perversión tras un siglo y medio de lenta decadencia es lo que hoy suele llamarse como deep state: un aparato de gobierno hipertrofiado, paralizado y obstruido por capas de burócratas profesionalizados pero sin vocación trascendente.

Un patchwork de microaccionistas para la nueva Confederación de Estados de América

Después de todo, cuando en 1992 Pat Buchanan compitió en la primaria republicana dio un famoso discurso en el que dijo que “la prensa de este país está encaprichada al punto de la intoxicación con la idea de la democracia. Pero comparemos tres instituciones: IBM, el cuerpo de Marines y el gobierno en Washington DC. Solo una de las tres funciona en base a principios democráticos. Y sin embargo, ¿cuál elegirían ustedes como la institución superior?”. Y en 1962, cuando Barry Goldwater hizo campaña, sus partidarios llevaban a los actos carteles que decían “A Republic, Not a Democracy”. Con lo cual la tradición antidemocrática dentro del partido republicano tiene estúpidas, sensuales y profundas raíces que nos llevan hacia la zona más intensa del siglo XX.

J. D. Vance, sin embargo, hace algo más que simplemente refrescar esa tradición ideológica, que por sí sola existe hace décadas y fracasó varias veces. La sustancia real de su visión, y lo que la hace tan poderosa, es que inyecta en el imaginario de la Confederación -el horizonte espectral de ciertos valores tradicionales, caballerescos, aristocráticos, anti-estatales, familiares, cristianos, etc.- la energía dark MAGA. Es decir, el tipo de dinamismo aceleracionista que promete el nuevo Silicon Valley reorientado hacia el espectro conservador. Doy dos ejemplos: las recientes hazañas de Starship y Mechazilla de SpaceX, y las nuevas elegantes superficies de las interfaces generativas de IA de los proyectos de Palantir (Gotham y Metropolis) que se fusionan en una forma de magia indistinguible de la tecnología, volviendo a la utopía norteamericana una vez más una experiencia trascendente. Esta es la promesa que parece entrañar J. D. Vance en tanto profeta renovador, destinado a perfeccionar y superar al trumpismo, depurándolo de sus elementos populistas nostálgicos, reunificando la política y la tecnología en un solo horizonte utópico y devolviendo a Norteamérica su condición de objeto hypersticional -es decir, devolviéndole su capacidad de amplificarse a sí mismo a través del convencimiento y la repetición, para alcanzar finalmente proporciones históricas.

Esto es lo que anima la pulsión arrogante que alienta la expansión territorial hacia el ártico, sugerida estratégicamente por Praxis, la start-up de manipulación de terreno y construcción de ciudades inspiradas en el mito artúrico de Camelot, financiada por Peter Thiel y fundada por Dryden Brown, cuyo objetivo es intervenir Groenlandia con nuevas tecnologías de terraforming para luego utilizarlas en la domesticación climática y territorial de otros planetas. Esto también es lo que se cifra en la bandera que, distorsionando las stars and stripes como asíntotas en una superficie subatómica, Elon Musk le pega a sus cohetes astrales: el concepto renovado de Hyperamerica como primera verdadera potencia aeroespacial. 

Vance inyecta en el imaginario de la Confederación -el horizonte espectral de  valores tradicionales, aristocráticos, anti-estatales, cristianos- el tipo de dinamismo aceleracionista que promete el nuevo Silicon Valley reorientado hacia el espectro conservador.

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¿Cómo se completa entonces este escenario? En una entrevista del 18 de septiembre a Tucker Carlson, Vance declaró que una de las lecciones que Donald Trump había aprendido de sus primeros cuatro años en la presidencia es que el Estado norteamericano está compuesto por capas geológicas de burócratas sobreideologizados con capacidad de conspirar contra la voluntad del poder ejecutivo e intoxicar su funcionamiento. La única solución frente a este escenario era su identificación y neutralización: “Esto no es lo que solemos llamar ‘el balance de poder’. El balance de poder te lo da el Senado y el Poder Judicial. Esto es algo completamente distinto. Es gente que está dentro de tu gobierno, que debería responder a la voluntad del presidente y que no lo hace. Y cuando eso sucede, tenés que deshacerte de ellos y reemplazarlos con gente que te responda y que tenga tu misma visión. Si no tenés esto no tenés un verdadero gobierno democrático”. 

En nuestro país un fragmento de esta entrevista fue viralizado de forma simpática bajo el título de “doctrina gordo Dan”, aunque la realidad es que si le damos una vuelta más lo que el vicepresidente replica melancólicamente es la noción extendida entre comentaristas y periodistas pro-MAGA de que el ciclo 2016-2020 resultó errático y finalmente fracasó por la influencia negativa de la entidad lovecraftiana conocida como “deep state”, a la cual Trump subestimó y por la cual terminó sometido cognitiva y materialmente. Acá flota sobre todo el espectro de Curtis Yarvin, que resulta importante para entender el actual proyecto político de Vance y su proyección futura. 

Yarvin argumenta que la democracia se encuentra declinando desde el momento mismo de su nacimiento moderno. El motivo es que si bien en los primeros tiempos el poder de la multitud -que es el principio central de la soberanía del sistema- excedía por mucho el poder de las instituciones encargadas de formalizar y administrar ese principio de soberanía, desde los inicios la relación comenzó a invertirse y el poder capaz de ser desplegado por los espacios formales-institucionales comenzaron a superar al poder real de la multitud. De esta manera, mientras que, en la antesala de la modernidad, el pueblo pasó de ser una turba ingobernable que se cernía constantemente como amenaza frente al príncipe si éste fallaba en realizar su trabajo correctamente (bajo la forma de revueltas o revoluciones violentas) a una domesticada congregación de ciudadanos apáticos, indiferentes a la política y sexualmente castrados, las instituciones de gobierno ofuscaron su principio de responsabilidad y de identidad y desarrollaron ejércitos, agencias de inteligencia y aparatos de propaganda para prevenir y reprimir las potenciales erupciones de violencia.

En la actualidad -afirma Yarvin- la multitud salvaje e impulsiva, aquel espacio legendario donde descansa la última instancia del poder soberano, no es ya ni multitud ni es salvaje, sino apenas una mezcla de sujetos cohesionados por una vacilante identidad colectiva, más individuos que pueblo. Y como alguna vez anunciara Tocqueville, previendo este proceso: “todavía no se ha ideado ninguna estrategia o combinación de políticas sociales de gobierno para transformar a una comunidad de ciudadanos pusilánimes y débiles en un pueblo enérgico”. Por eso, aunque para Yarvin, Franklin D. Roosevelt, apoteósico ingeniero del Estado de Bienestar y triunfante vencedor sobre la Alemania nazi, haya sido el último gran monarca norteamericano, es imposible para el sistema volver a producir una figura semejante: el tiempo solo avanza hacia el futuro y las condiciones de su posibilidad se han perdido para siempre. La decadencia del sistema democrático es inevitable y lo único que podemos esperar es la energía suficiente para reemplazarlo por otro.

Sobre esta diferencia entre poder formal y poder real se monta toda la filosofía política de Yarvin: una democracia en la que la opinión pública es formalmente soberana pero carece del poder, de la energía o de la capacidad para imponer su voluntad es como una monarquía en la que el rey es formalmente soberano pero no ha cumplido todavía la mayoría de edad y se encuentra tutelado bajo un consejo de regencia que toma las decisiones por él. La diferencia es que los reyes de 8 años crecen, mientras que si la multitud que dota al sistema democrático de su sentido último ha perdido la capacidad de amenazar al gobierno con el terror es porque el poder real se aloja de forma permanente en otro lado, aunque nadie sepa dónde.

A través de estas perversiones intrínsecas al sistema es que el poder real entonces tiende a independizarse de los mecanismos formales de su ejercicio y se oculta a sí mismo para eliminar su necesidad de rendir cuentas. Es por eso que no es el pueblo ni son sus representantes los que, para Yarvin, toman ya las decisiones en una democracia occidental, moderna, liberal, etc, sino el oscuro consejo de regencia al que marketineramente llamó La Catedral. Porque si un pueblo sometido y esterilizado elige representantes, no puede más que -por la definición del principio de soberanía- transmitir esta condición de sometimiento y esterilización a quienes elige.

Detrás de la etiqueta “neorreaccionaria” pareciera emerger un concepto de democracia social capaz de recuperar la promesa del terror o la guerra social como fundamento de la soberanía y de reunir finalmente al poder real (quien toma las decisiones) y al poder formal.

J. D. Vance, en la entrevista citada dice: “Tenemos que recordarnos a nosotros mismos que este sistema genera que personas reales sufran. Hay norteamericanos que están muertos porque el Estado Mayor Conjunto no quiso seguir la recomendación de hacer retiro de tropas de Siria a tiempo. Hay veteranos que están muertos porque la oficina de Veterans Affairs no funciona como debería porque el presidente no es capaz aparentemente de echar al pequeño número de personas que no están haciendo su trabajo. Y la misma historia se repite una y otra vez a través de todo el gobierno americano. Tenés que tener algún tipo de mínima responsabilidad democrática de parte de la gente que está tomando estas decisiones”. Esto refleja casi en espejo el concepto de Yarvin de que “si la opinión pública no es la causa última [del poder], entonces todos los gobiernos son autocracias. La autocracia es cuando le das el poder casi absoluto a una institución arbitraria, contingente, que no tiene necesidad de rendir cuentas y que se cree espiritualmente pura e infalible”.

Paradójicamente, en la filosofía política de Yarvin, la autocracia significa monarquía u oligarquía -es decir, la ausencia de democracia real- con lo cual detrás del humo de la etiqueta “neorreaccionaria” parecería querer emerger un concepto de democracia social mucho más sutil, capaz de recuperar la promesa del terror o la guerra social como fundamento de la soberanía y de reunir finalmente en un mismo punto dentro del sistema político al poder real (quien toma las decisiones) y al poder formal (quienes los ilusos votantes creemos que toma las decisiones y por lo tanto hacemos responsable cuando las cosas van mal) para recuperar el accountability perdido en el ciclo de perversión histórica del sistema. De ahí la figura del Dictador-CEO, que no es más que la forma baitera de nombrar un príncipe soberano con una agencia no tutelada. Este modelo propuesto encuentra una afinidad casi natural con sistemas de organización territorial capaces de ofrecer gran autonomía a instancias estatales sub-nacionales cada vez más pequeñas, con capacidad de decidir la administración de la vida cotidiana en lo que realmente importa (leyes, impuestos, tasas, planes educativos, etc) al mismo tiempo en que reducen las funciones del estado federal a una condición ornamental o protocolar (diplomacia y guerra), algo que está tanto en la mente de Yarvin como de Vance como potencial antídoto para el hongo tóxico del deep state inoculado por Abraham Lincoln en la estructura estatal americana en 1865 -un camino que en Argentina auspicia la reforma impositiva de Milei, que propone la competencia a muerte entre provincias por captar contribuyentes.

En su provocativo ensayo de 2017, Patchwork, a political system for the 21st Century, en el que entretiene la fantasía de una hiperfragmentación territorial en pequeñas entidades gobernadas por accionistas en contra del ideal neoliberal de un gobierno “global”, Yarvin propone como blueprint para el nuevo orden a la Italia del siglo XIV o al Sacro Imperio Romano Germánico, en una especie de refresh tecnofeudal. En este escenario, J. D. Vance podría imaginarse a sí mismo -o nosotros podemos empezar a imaginarlo a él quizás a instancia de sus influyentes y carismáticos donantes-, como una reencarnación posible de los grandes emperadores Habsburgo del pasado. Quizás Felipe II, a quién su mejor biógrafo moderno, Geoffrey Parker, describió como un monarca intelectual, apasionado por los libros y las artes de su tiempo, pero también como un hombre capaz de combinar una intensa piedad religiosa con un fuerte impulso científico, que lo llevó a perfeccionar la tecnología militar de su época y a expandir la frontera imperial y del mundo conocido como nunca antes. Acaso el eco de un futuro posible.

Por supuesto, sería inocente pretender que cuando Yarvin propone estos modelos de gobernanza y organización política renacentista hiperfragmentada no tiene en claro -a pesar de no poder nombrarlo por motivos tácticos- que la entidad más parecida y exitosa al Sacro Imperio en el suelo americano fueron los Estados Confederados de América presididos por Jefferson Davis.

La ética apostólica romana y el espíritu del tecno-feudalismo

En julio de 2024 Vance dio un discurso ante la selecta audiencia de vampiros del National Conservatism Conference. Allí dijo que el viejo conservadurismo de expansión agresiva, intervencionismo militar y elites que sostenían políticas de fronteras abiertas para beneficiarse del trabajo barato de los inmigrantes ya había perdido su base política: “Aunque dicen que Trump es una amenaza a la democracia, Trump no es una amenaza a la democracia. La verdadera amenaza a la democracia es que los votantes americanos elijan todos los años menos inmigración y nuestros políticos sigan recompensando esa decisión con más inmigración”.

Algo así como un año antes de eso, cuando Trump todavía no había anunciado de nuevo su candidatura, Vance le mandó un mail a Susie Wiles -una de sus principales asesoras- avisándole que estaba listo para darle su endorsement. Había completado el giro desde el tímido never-trumpism de los inicios de su carrera mediática hasta el rabioso populismo no debido a su camaleónica avidez de poder, como muchos liberales de izquierda le señalaron injustamente, sino siguiendo la epifanía provinciana frente al descubrimiento de las estructuras sentimentales de la academia que, como buen hijo de la clase obrera, había internalizado con excesiva sobreactuación durante sus años en Yale y que operaban como un Superyó resentido y amargado, sobredeterminando su cosmovisión política: instituciones democráticas, ateísmo sarcástico, políticas de asistencia social, supremacía del capital financiero, etc. Entre 2019 y 2023 Vance atravesó lo que algunos filósofos como Alain Badiou (El Siglo, 2005) o David Shields (Reality Hunger, 2010) identificaron como una “pasión por lo Real”, una marca de la época en ciernes consistente en la búsqueda desesperada por experiencias e ideas extremas que funcionen como un antídoto frente al exasperante artificio, la apatía y la imaginación infantilizadora del castrador orden neoliberal (las franquicias de Marvel, el discurso de la victimización, el exasperante estancamiento económico, etc). Esto lo llevó -como a muchos- hacia Trump y hacia el catolicismo conservador, al cual se convirtió en 2019. Es decir, lo llevó a la verdad.

Tanto Vance como Peter Thiel son intelectuales y agitadores anticapitalistas (lo que no significa que rechacen la riqueza, sino el modo de producción), por lo tanto el nuevo movimiento conservador nos lleva al feudalismo antes que al totalitarismo de mercado.

Pero, no nos engañemos, el catolicismo de Vance, aunque ofrece una cosmovisión severa y justa para darle sentido a su vida y criar a sus hijos, cumple también una función política fundamental. Antes que simplemente ofrecer una fuga cultural intensa frente al exceso de referencias woke en la última trilogía de Star Wars, su sentido es atar todos estos elementos dispersos sobre los que venimos ensayando: la nostalgia por la Confederación como fetichismo anti-Lincolnista, la hiperdescentralización política, la guerra moral contra el deep state, el anhelo tecno-feudal, la ambición espacial, etc.

Como Musk compró Twitter por su cloud infrastructure, Vance adoptó al catolicismo por las mismas razones: su estructura jerárquica y su incontrovertible teología de dos mil años. La estructura de poder del catolicismo no solo tiene un historial de éxito y permanencia sino que deja poco espacio para la negociación y el compromiso. Es cierto que durante años el cocktail preferido de “la derecha” fue el protestantismo porque habilitaba un tipo de descentralización moral que se coordinaba muy bien con “el espíritu del capitalismo”, algo que las sectas evangélicas turbocargaron en los ‘80 y ‘90, nutriendo al credo neoliberal con un sistema ético flexible orientado al enriquecimiento personal -algo que es fácil confundir aún hoy con la forma cultural dominante del conservadurismo porque persiste en los gurúes del mejoramiento personal y las inversiones financieras. Sin embargo, la floreciente nueva ola de católicos hardcore -de la que Vance es el mejor, pero no el único en el trumpismo: desde John Ratcliffe hasta Erik Prince- señala la retracción del calvinismo como religión imperial en la necesidad de adoptar oficialmente un credo capaz de ofrecer un sistema de administración del poder y un dispositivo de gestión de la moral individual verticalista e inflexible que armonice con el emergente patchwork tecno-feudal. Como pequeña muestra, dos: los excelentes memes del movimiento trad cath online alabando la autoridad de la Iglesia pre-Concilio Vaticano II y las constantes defensas que J. D. Vance hace de la autoridad papal frente a los católicos norteamericanos, un poco rebeldes tras largas décadas de sobreexposición a la ética protestante.

Es importante entender en este punto que tanto Vance como Peter Thiel -el angel investor que financió su carrera política- son intelectuales y agitadores anticapitalistas (lo que no significa que rechacen la riqueza, sino el modo de producción), por lo tanto el nuevo movimiento conservador nos lleva al feudalismo antes que al totalitarismo de mercado, una pequeña pero significativa sutileza que es necesario entender para encontrar las coincidencias entre el leninismo melancólico de Steve Bannon y la teología de la liberación light de Francisco. De hecho, y siguiendo esta línea, presidente y vice tienden a no estar alineados en su visión económica cuando, entre otras cosas, Trump -un representante del viejo capitalismo territorial- se manifiesta a favor de la reducción de impuestos para los billonarios y en contra de los sindicatos, dos cosas que Vance -y la Iglesia Católica- rechazan.

En su libro Zero to one, una obra intelectual verdaderamente posmarxista y fundamental para entender el pensamiento ampliado de J. D. Vance, Thiel argumenta en contra del concepto de competencia capitalista, a la cual califica como una reliquia de la historia, una noción que la economía copió de la física en el siglo XIX para explicar los sistemas de equilibrio pero que muy rápido las ciencias duras y naturales terminaron descartando por obsoleta. El efecto de sacralización de la competencia como principio ordenador de los mercados adquirió gran prestigio moral cuando el mercado desplazó al Estado como tecnología espiritual y se convirtió en la ideología dominante de nuestra época: “Predicamos la competencia, promulgamos sus mandamientos -dice Thiel- y quedamos atrapados en ella”. Pero la competencia nos empobrece como sociedad, promueve el narcisismo de las pequeñas diferencias, nos hace identificar oportunidades de negocios donde en realidad no las hay y, en definitiva, favorece el conformismo al obstruir la creatividad radical en pos de destacarnos apenas un poco por encima de nuestros adversarios. La solución, en este contexto, es obturar los mercados a través de un capitalismo monopólico de alto valor, a las maneras de las empresas tecnológicas.

En su artículo How I joined the resistance (2020), J. D. Vance narra cómo su epifanía católica llegó, entre otras cosas, mientras estaba leyendo el libro The Once and Future Worker, de Oren Cass, que reexamina la historia de las políticas públicas en Norteamerica y argumenta que los políticos se enfocaron demasiado en promover el consumo en contra de otros indicadores de bienestar social como la productividad, la expectativa de vida, etc, lo que llevó a un modelo de desarrollo culturalmente perverso y económicamente insostenible: si la población norteamericana muere antes que sus contrapartes en otras sociedades desarrolladas pero cada año alcanzando nuevos picos históricos de consumo quizás el foco del modelo está equivocado.

El catolicismo ofrece una matriz cultural mucho más poderosa que la del calvinismo para la nueva sociedad de pequeños estados tecno-autoritarios al recalibrar la matriz moral desde el hedonismo individualista hacia un sentido de colectividad ampliado: reunificar la comunidad espiritual para fragmentar el territorio

Frente a este escenario, el catolicismo ofrece una matriz cultural mucho más poderosa y clara que la del calvinismo para la nueva sociedad emergente de la clusterización territorial en pequeños estados tecno-autoritarios al recalibrar la matriz moral desde el hedonismo individualista hacia cierto sentido de colectividad ampliado: reunificar la comunidad espiritual para fragmentar el territorio. La definición que Vance ofrece del catolicismo es, en este sentido, perfecta y funcional y permite trazar un bello futuro posliberal, poscapitalista y posdemocrático: “obsesionados con la virtud pero conscientes del hecho de que se construye en la comunidad, piadosos con los mansos y los pobres pero sin tratarlos como las víctimas, y por sobre todas las cosas: una fe centrada alrededor de un Cristo que nos demanda la perfección incluso a pesar de que nos ama incondicionalmente y nos perdona fácilmente”

Palabras finales

J. D. Vance nunca imaginó que podía llegar a convertirse en el pick de la fórmula cuando le dio su apoyo a Trump. Su carrera política era aún demasiado corta (apenas dos años de senador) y consideraba que todavía era demasiado joven y tenía muchas cosas que pulir. Sin embargo, se dio cuenta que algo podía pasar cuando se empezaron a filtrar noticias enigmáticas desde el círculo rojo de Mar-a-Lago hacia el mes de enero, para el momento en que se estaba votando en New Hampshire. Nuestro “hillbilly royalty” -como se describió a sí mismo y a su familia en su autobiografía, por si faltasen conexiones espirituales con los Habsburgo- en seguida decidió que quería el trabajo. Un poco por ambiciones personales, otro poco porque -según lo que él mismo admitió frente a su círculo- cualquiera de las alternativas que en ese momento estaban en carpeta (Tim Scott, senador de North Carolina, o Doug Burgum, gobernador de North Dakota) hubiese significado “devolver al partido hacia el Wall Street Journal consensus”. 

Entre el grupo que hizo lobby anti-Vance estuvieron el billonario Ken Griffin, Ruper Murdoch y Lindsey Graham, todos ancianos meados que representaban al desgastado establishment republicano forzado a volverse trumpista contra su voluntad. Este último, según una crónica del New Yorker, le hizo a Trump un discurso cinematográfico a bordo del Trump Force One y de camino a la RNC en Milwaukee en el que le rogó que no eligiera a Vance como su compañero de fórmula. Por el contrario, entre los que defendían a J. D. estaban Elon Musk, Tucker Carlson, su hijo Don Jr, David Sacks y Peter Thiel. El contraste entre los dos grupos debería haber sido suficiente para decidirlo. ¿A quién le iba a pasar la antorcha Donald? ¿Hacia dónde huiría de sus ruinas? ¿Hacia el pasado o hacia el futuro? ¿Hacia los representantes del viejo y fracasado partido republicano o hacia los emergentes de la tecno-oligarquía aceleracionista que él mismo había inventado? 

Norteamérica es la versión original de la modernidad. A lo largo de su historia evadió la pregunta acerca de sus orígenes, acerca de su autenticidad mítica en el sentido de las grandes naciones europeas, destruyendo perpetuamente su verdad fundacional. Siempre hacia adelante, siempre en constante presente, siempre en fuga hacia el futuro. Sin embargo, la manera melancólica en la que el establishment político se aferró y se sigue aferrando, tras el crash financiero del 2008, al viejo orden neoliberal, marcó un momento de decadencia posible: una nación derrotada frente a la crisis de ideales enfrentados a la imposibilidad de su realización (el gobierno global, el multiculturalismo, la división de poderes, el estado de derecho, la decadencia económica administrada, la asistencia social glorificada, etc). En el gesto de Trump de elegir a Vance como su vicepresidente se nos señala, en cambio, la pulsión utópica de la nación renovada, y su voluntad de volver a dominar el mundo.

En el resto de Occidente nos mantendremos como nostálgicos idealistas, agonizando alrededor de promesas que en teoría son realizables pero que nunca nadie ha visto cumplidas (la revolución, el progreso, la igualdad, la libertad). De ahí nuestra melancolía, que confundimos con distinción intelectual. Los norteamericanos, en cambio, han producido una nueva generación capaz de decirnos que todo ya ha sido logrado, solo es cuestión de esperar. Una generación que abraza su destino latinoamericano.