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Estados Unidos bajo la dirección de Donald Trump se repliega del mundo. Pero ¿cuál es el origen de este movimiento geopolítico, pero también cultural, de escala planetaria? Como explica el autor de este artículo, para entender la actual situación epocal, vale la pena volver al día más largo del siglo: al 11 de septiembre de 2001.
por Tomás Borovinsky
“El miedo y yo somos como gemelos”, escribió Thomas Hobbes en un poema autobiográfico escrito en latín al borde de la muerte. Hobbes nació cuando la Armada Invencible española amenazaba con invadir las costas inglesas y vivió tiempos de guerras civiles. El miedo puede ser un gran ordenador político. En particular: el miedo a la muerte violenta. No somos tan distintos los unos a los otros y por eso mismo, en mayor o menor medida, con ayuda o con suerte, cualquiera puede tumbar a cualquiera. Por eso un grupo de terroristas puede, cúter en mano, humillar a la máxima potencia humana de la historia.
El amanecer del 11 de septiembre de 2001, todavía el espíritu del tiempo, el Zeitgeist, previo al segundo avión era en cierta medida el de la unipolaridad americana. Era el clima marcado por Francis Fukuyama y su artículo “¿El fin de la historia?”

Los hechos
Tras los atentados de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 vino la campaña militar y política. Aunque comenzó con la invasión de Afganistán en octubre de ese mismo año, pronto se expandió a Irak en 2003 y a otros países mediante operaciones especiales, además bombardeos selectivos y luego ataques con drones. Este conflicto global, que se prolongó durante más de dos décadas, no solo transformó la política internacional y la seguridad global, sino que dejó un saldo humano devastador.
Según estimaciones del Costs of War Project, impulsado por el Instituto Watson de la Universidad de Brown, el número total de muertes directas asociadas a la guerra contra el terrorismo asciende a aproximadamente 940.000 personas hasta el año 2023. Esta cifra incluye tanto combatientes (soldados estadounidenses, fuerzas aliadas, insurgentes y fuerzas locales) como civiles muertos en enfrentamientos, atentados o bombardeos.
En el caso de Afganistán, se estima que murieron aproximadamente 175.000 combatientes desde el inicio del conflicto en 2001 hasta la retirada final de las tropas estadounidenses en 2021. A ello se suman entre 46.000 y 69.000 civiles afganos muertos por causas directamente vinculadas a la violencia armada. En total, se calcula que la guerra en Afganistán dejó más de 243.000 muertes directas.
La guerra en Irak generó un número aún mayor de víctimas. Se calcula que fallecieron más de 180.000 combatientes y entre 200.000 y 300.000 civiles, aunque algunas fuentes elevan esta cifra aún más. De este modo, el conflicto en Irak habría provocado entre 400.000 y 500.000 muertes directas, convirtiéndolo en uno de los episodios más mortíferos de la guerra contra el terrorismo.
Además de estos dos teatros principales, Estados Unidos también llevó a cabo operaciones militares en países como Pakistán, Yemen, Siria, Libia y Somalia. Estas intervenciones, en su mayoría realizadas mediante drones o fuerzas especiales, han causado la muerte de al menos 200.000 personas adicionales, muchas de ellas civiles.
A este balance debe añadirse el impacto de las muertes indirectas, que no aparecen en los registros oficiales de bajas, pero son una consecuencia directa del conflicto. Estas incluyen personas fallecidas debido al colapso de los sistemas de salud, la escasez de agua potable y alimentos, la destrucción de infraestructura básica y el deterioro generalizado de las condiciones de vida. Si bien más difíciles de cuantificar, estas muertes podrían elevar significativamente el número total de víctimas.
El conflicto también provocó una de las mayores crisis de desplazamiento del siglo XXI. Se estima que más de 38 millones de personas han sido desplazadas de manera forzada a causa de estas guerras, ya sea como refugiados que cruzaron las fronteras internacionales o como desplazados internos dentro de sus propios países.
Además, el costo económico para Estados Unidos ha sido inmenso. Se calcula que el gasto total asociado a la guerra contra el terrorismo supera los 8 billones de dólares. Esta cifra incluye los costos de las operaciones militares, la atención médica y pensiones para veteranos, el pago de intereses de la deuda y la ayuda financiera a gobiernos aliados.
Entre el fin de la historia y el choque de civilizaciones
El amanecer del 11 de septiembre de 2001, todavía el espíritu del tiempo, el Zeitgeist, previo al segundo avión era en cierta medida el de la unipolaridad americana. Era el clima marcado por Francis Fukuyama y su artículo “¿El fin de la historia?” (1989), convertido en libro poco después (1992). Libro de época. Bestseller. Más comentado que leído en la posteridad, también. Los textos son importantes por su apuesta a perdurar y/o como indicadores de un tiempo. Así funciona el Fukuyama del fin de la historia.
Pero ¿cuál era el planteo de Fukuyama? Ya desarrollamos sus ideas centrales en diversos lugares y “acá mismo”. Pero recapitulemos: recuperando la lógica apocalíptica bíblica, Hegel, Marx y Kojève, Fukuyama sostiene que ya hemos alcanzado el fin de la historia y la victoria del liberalismo económico y político. A los ojos de esta filosofía la historia sería lineal e iría como una calle de dirección única: de Oriente a Occidente. “La historia debe comenzar con el imperio chino” decía Hegel en su obra sobre la filosofía de la historia. La historia tendría un principio y un final. Eso repetía el filósofo ruso-francés Alexandre Kojève, principal referencia de Fukuyama, que no piensa el final de la historia como triunfo de la democracia sino como triunfo de la modernidad, detalle no menor, en sus seminarios sobre Hegel en París entre 1933 y 1939. Una calle de dirección única a la que otros contemporáneos, como Yuk Hui, se oponen buscando fragmentar el futuro .
Pero para Kojève los acontecimientos posteriores al último acto real de la historia –es decir, la batalla de Jena en 1806– son leídos desde una lógica que hace posible entender a la Revolución China como la mera introducción del código napoleónico en China. La llegada de la modernidad. Asimismo, los soviéticos serían desde la irónica mirada de Kojève simplemente estadounidenses pobres, que en un futuro no muy lejano devendrían rusos ricos. ¿Qué hay después del final de la historia de 1806? El “alineamiento de las provincias”: rusos y chinos, latinoamericanos y africanos alcanzarán, todos, el fin de la Historia. Afganistán e Irak también.
Porque el final de la historia puede ser el Estado Prusiano de Hegel, el comunismo marxista o el triunfo de la democracia liberal de Fukuyama. Es cierto que todo esto puede sonar ridículo o exagerado. Pero, como dijo en su momento el marxista Slavoj Žižek: “Es fácil reírse de la noción de fin de la Historia de Fukuyama, pero hoy la mayoría es fukuyamista: el capitalismo liberal-democrático es aceptado como la fórmula final de la mejor sociedad posible, donde todo lo que queda es hacerlo más justo, tolerante, etc”.
Sin embargo, ya en 1993 Samuel Huntington había desafiado la tesis hegeliana de su amigo y colega Fukuyama. Huntington, quien en póstumas ediciones de su gran clásico Political orden in changing societes sería prologado por el propio Fukuyama, empezaba su artículo “¿El choque de civilizaciones?” salido en la Foreign Affairs, que luego sería un libro, directamente apuntando contra la teoría del “fin de la historia”. Decía en su artículo Huntington: “La política mundial está entrando en una nueva fase, y los intelectuales no dudan en anticipar vaticinios sobre lo que va a ocurrir en el futuro: el fin de la historia, el retorno de las tradicionales rivalidades entre Estados nacionales y el declive del Estado nacional, a causa, entre otros factores, de las conflictivas tensiones que producen el tribalismo y el globalismo. Cada una de esas visiones captura algunos aspectos de la realidad emergente. Sin embargo, todas pasan por alto un elemento crucial, e incluso decisivo, de lo que es probable que sea la política mundial en los años venideros”.
La hipótesis de Huntington era que la fuente principal de conflicto en este mundo nuevo no iba a ser ni ideológica ni económica. Y decía que “el choque de las civilizaciones dominará la política mundial. Y las líneas de fractura entre las civilizaciones serán las grandes líneas de batalla del futuro”. Si el artículo de Fukuyama fue anterior a la caída del muro de Berlín vale remarcar que el de Huntington fue una década anterior al 11-S. Pero a los ojos de muchos fue en 2001 que se definió la disputa intelectual entre estos dos grandes amigos.
La vida tiene algo de búmerang y si el principio del “fin de la historia” fue en 1806 es lógico, aunque inquietante, que algunos como Peter Sloterdijk, “el filósofo más libre de Europa”, señalen que justamente son las invasiones francesas a Egipto las que dieron el puntapié inicial para lo que iba a terminar pasando en 2001. Napoleón en Egipto: el aleteo de la mariposa que terminó en el 11S. No sería ni la primera ni la última vez que Occidente avance como un cruzado sobre Medio Oriente.
Se señala a los neocon como alumnos del esotérico Leo Strauss y quizás también lectores parciales del jurista Carl Schmitt. Pero por sobre todo el origen trotskista de muchos de ellos es fundamental para entender sus opciones políticas.
De Trotsky a Bush
Otra generación de cruzados “napoleónicos” fueron aquellos que impulsaron el cambio de régimen en Medio Oriente. Los neoconservadores americanos tienen una historia previa al 11S y a George Bush hijo. Como explican gente como Alain Frachon y Daniel Vernet en La América mesiánica o el propio Francis Fukuyama en América en la encrucijada, las raíces del neconservadurismo se remonta a “un notable grupo de intelectuales mayormente judíos que asistieron al City College de Nueva York (CCNY) desde mediados de los años 30 hasta principios de los 40. Este grupo incluía Irving Kristol, Daniel Bell, Irving Howe, Seymour Lipset, Philipp Selznick, Nathan Glazer y, un poco más tarde, Daniel Patrick Moynihan”.
Se señala a los neocon como alumnos del esotérico Leo Strauss y quizás también lectores parciales del jurista Carl Schmitt. Pero por sobre todo el origen trotskista de muchos de ellos es fundamental para entender sus opciones políticas. Incluso para entender su anticomunismo liberal. El anticomunismo de la izquierda desencantada es diferente al de la derecha tradicional estadounidense. Como continúa Fukuyama, “la izquierda anticomunista simpatizaba con las metas sociales y económicas del comunismo, pero en el transcurso de los años treinta y cuarenta llegó a comprender que el socialismo real se había convertido en una monstruosidad”. De la constelación antes mencionada Kristol dio, como dice Fukuyama, el salto más largo y Howe el más corto. Y Bell, Glazer, Lipset y Moynihan se quedaron en el medio.
Otros nombres conectan a esta constelación de pensadores con la dinastía Bush. Paul Wolfowitz, por ejemplo, vicesecretario de defensa estudió con Leo Strauss y con Allan Bloom. Este último, inmortalizado en la novela-homenaje, Ravelstein, que le dedicó su amigo el Premio Nobel Saul Bellow, además había sido anteriormente discípulo de Strauss y también del antes mencionado Kojève, además de maestro del propio Fukuyama.
Strauss, para decirlo sintéticamente, sostenía que la filosofía moderna había abandonado las preguntas fundamentales sobre el bien, la justicia y la verdad, y que las había reemplazado con relativismo, historicismo y escepticismo. Strauss, como veremos al final, no deja de tener un legado en disputa.
Los neocon venían a ser contrarios a la ingeniería social hacia adentro, enfrentados de la Gran Sociedad, adversarios del relativismo de los valores, y cada vez más, promotores de la democracia liberal más allá de las fronteras de Occidente, y por eso mismo enemigos de realistas políticos como Henry Kissinger.
Pero los neocon estadounidenses no estuvieron solos. también fueron acompañados por sus, para decirlo de alguna forma, primos segundos los liberal-hawks como Christopher Hitchens, de quien ya hablamos en el número anterior de Supernova. Y también tuvieron sus ecos en el sur del mundo. Claudio Uriarte vendría a ser una de las encarnaciones más originales y brillantes en el Cono Sur. En los tres casos de origen trotskista terminaron apoyando la “cruzada por la libertad” bajo el comando de George W. Bush, constructores de nuevos regímenes políticos en Medio Oriente.
Pero una de las dimensiones más inquietantes de la filosofía del cambio de régimen en Medio Oriente es el efecto en la casa matriz. El jurista y teórico político Bruce Ackerman, quien fuera director de tesis del supremo Carlos Rosenkrantz, sostiene que hubo tres grandes crisis que erosionaron fuertemente la república norteamericana: el caso Watergate, el escándalo Irán-Contra y la “guerra contra el terror”. Porque la emergencia, que en Estados Unidos suele coincidir con diversas formas de la guerra, es la llave de la caja de herramientas del presidencialismo decisionista que sería coronado con George W. Bush pero que no se suspendería ni con Barack Obama ni mucho menos con Donald Trump.
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El veinte aniversario del 11S coincidió con la salida del ejército de Estados Unidos de Afganistán. El repliegue físico de una cruzada que simbólicamente ya había fracasado. Una aceleración apocalíptica interrumpida. En este contexto, Curtis Yarvin se preguntaba: ¿a qué se parece más esta situación de decadencia romana? ¿Al fin de la república o fin del Imperio? Demasiado pronto para opinar.
Así, desde nuestra perspectiva, podemos leer la historia política contemporánea como una serie de oleadas apocalípticas que se van sucediendo una tras otra. Desde la semilla revolucionaria francesa que expande a toda Europa el universalismo de la Revolución, pasando por el proyecto comunista que busca exportar al mundo la utopía igualitaria a cualquier costo, hasta el proyecto tecnocrático neoliberal y también el neoconservador -y liberal hawk– que quiso inventar una democracia sobre escombros a principios del siglo XXI. ¡Y sin olvidar al fundamentalismo islámico!
El gran filósofo inglés John Gray, especialmente en su libro Misa negra, analizó en esta línea la guerra contra el terrorismo en clave apocalíptica. Para él la guerra contra el terrorismo era sido una cruzada religiosa, una lucha del bien contra el mal conducida en nombre de una visión secular de la redención. Donde además Los neoconservadores creían que Estados Unidos tenía la misión divina de transformar el mundo. Esta creencia no era política, sino escatológica. Dice Gray que “el giro producido durante la administración Bush fue posible gracias a la excepcional religiosidad estadounidense”, cuyo resultado final no dejó de ser una “americanización de un mito apocalíptico”.
Así como dijimos, de la mano de Peter Sloterdijk, que el aleteo de la mariposa de las invasiones napoleónicas en Egipto engendró el atentado de las Torres Gemelas, también podemos decir que esa respuesta del gobierno de George Bush a los ataques parió a Donald Trump y la era contemporánea. Como dijo en este mismo medio Martín Plot “con el cambio de milenio ocurrió algo de lo que ahora se habla poco, porque Trump fue un fenómeno tan espectacular que se ha dejado de hablar de algo que yo creo que es constitutivo de nuestro presente, que es el 11 de septiembre del 2001, la guerra contra el terrorismo y la administración George Bush. Y es que el 11 de septiembre conmovió los cimientos de la sociedad norteamericana”.
Y continuaba diciendo que “A tal punto que no se puede tematizar, a tal punto que está como vaciado y silenciado pero que efectivamente llevó a que los Estados Unidos desplegasen una política internacional que primero se apoyó en las instituciones internacionales para invadir Afganistán, pero que luego desconoció completamente en la invasión de Irak. Se propuso reorganizar el Medio Oriente a través de la apuesta a un efecto dominó como consecuencia de una invasión masiva a un país con decenas de millones de habitantes. Lo que se generó fue ISIS, un Irak que es mucho más aliado de Irán de lo que era cuando se empezaba en el poder, entre otras cosas. Pero más allá de todo eso, lo que generó en Estados Unidos fue una conmoción interna.”.
El evento de las Torres Gemelas, para Thiel, enterraba toda ilusión optimista de progreso, racionalidad y democracia liberal. El orden mundial fukuyamista, globalista, quedaba “fuera de quicio”.
Una conmoción interna que aceleró el colapso del establishment político estadunidense. Republicanos que apoyaron la guerra (Bush, neocon, etc) y demócratas que o apoyaron la guerra (Clinton) o no supieron lidiar con esa guerra ya iniciada (Obama) o directamente buscaron apoyo de todos los anteriores para enfrentarse a Trump (Harris).
Por eso, para comprender este presente vale la pena volver a lo que escribió hace años un filósofo y empresario, que era visto como marginal y extravagante. El pensador libertario y creador de empresas como PayPal (socio de Elon Musk) y Palantir, así como posibilitador de otras como Facebook, Peter Thiel.
En su artículo “El momento straussiano” de 2004, Thiel decía que “el siglo XXI empezó con un bang el 11 de septiembre de 2001”. Y continúa explicando que en esas horas vertiginosas, los marcos políticos y militares del siglo XIX y XX y de la era moderna pasaron a estar en cuestión. El evento de las Torres Gemelas, para Thiel, enterraba toda ilusión optimista de progreso, racionalidad y democracia liberal. El orden mundial fukuyamista, globalista, quedaba “fuera de quicio”.
Thiel apuntaba, de la mano de su lectura de Strauss, contra una administración Bush que enfrentaba los grandes desafíos de su tiempo buscando meras soluciones técnicas o económicas olvidando, irresponsablemente, la profundidas de las grandes preguntas filosóficas, morales y hasta existenciales.
Solo unos pocos iluminados, o suertudos, pueden realmente comprender las consecuencias de los acontecimientos que les tocan contemplar en tiempo real. Más allá de todo lo que los une en una especie de ying y yang con Occidente, los terroristas que dieron su golpe triunfal del 11 de septiembre, en cierto sentido, cientos de miles de muertos después, siguen ganando. Su enemigo existencial, esto es, el universalismo occidental, ilustrado y democrático, está más débil que nunca.
El acto barbárico de Al Qaeda metió a Occidente en una trampa de tribalización espiralizada. Por eso seguimos bajo la sombra del 11 de septiembre de 2001 y su onda expansiva paradójica. Estados Unidos, bajo Donald Trump, se repliega del mundo como si hubiera perdido una guerra mundial. Es una retirada del tiempo y el espacio. Pasamos del sueño multilateralista a la impredecible lógica bilateralista. Vivimos un 1989 dark, hijo bastardo del 2001. Bienvenidos al USAExit.
Estados Unidos, bajo Donald Trump, se repliega del mundo como si hubiera perdido una guerra mundial. Es una retirada del tiempo y el espacio. Vivimos un 1989 dark, hijo bastardo del 2001. Bienvenidos al USAExit.