Una plegaria por Occidente

Durante los últimos cinco siglos Occidente ha sido el eje modelador de la historia. Una cultura y un poder que crearon el espectro de la modernidad. Aquella matriz hoy encuentra su ocaso: el desarrollo ya no es exclusivo ni confiable, la hegemonía se disuelve y el progreso se desvanece. En medio de la metamorfosis, un rezo apenas audible surge desde la incredulidad y la nostalgia: un susurro que convoca a pensar un legado.

por Tomás Di Pietro Paolo

El mundo atraviesa una bruta metamorfosis. Nos encontramos ante el umbral de una nueva era. No se trata de un proceso ordenado ni tampoco una revolución sangrienta. Es una hibridación que avanza por fases. Un desorden que no es caos, sino una Gran Transición.

La globalización sacó a millones de asiáticos de la pobreza en un puñado de años, al tiempo que Occidente sufría cierres fabriles, caída del poder adquisitivo de capas medias y bajas, y aumento del desempleo

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¿Qué nombramos cuando decimos Occidente?

El término nació en la Grecia clásica para designar lo “propio” frente a lo “otro”: lo helénico frente al vasto poder persa. Más que un espacio geográfico, era un horizonte cultural de pensamiento crítico, debate público y un ideal de ciudadanía que se oponía al “despotismo oriental”.

Con el Imperio romano, occidens —el ocaso del sol— adquirió un peso literal frente a oriens, el amanecer. Roma pretendió ser el puente entre ambos mundos, pero la ruptura definitiva entre su mitad latina y la bizantina cristalizó una frontera simbólica. Entonces Occidente se asumió como el depositario auténtico de la ley, la república y también de la separación entre el poder político y el espiritual, en contraste con un oriente ligado a la ortodoxia y al cesaropapismo.

A partir del siglo XV, en la Era de los Descubrimientos, el concepto experimentó un salto decisivo: de etiqueta comparativa, se convirtió en matriz cultural y política desde la cual Europa comenzó a autoafirmarse y proyectarse al mundo. No sólo exportaba dioses, ejércitos y misioneros, sino también su método, y nuevos ideales humanistas. Fue allí cuando empezó a gestarse la ambición universalista de una “civilización occidental”, fundamentada en la racionalidad científica, el reconocimiento del individuo como sujeto de derechos y la fe en el progreso como motor de la Historia. La Ilustración —embrión del progresismo— incorporó connotaciones liberales mediante las ideas de libertad e igualdad.

El siglo XX dio a Occidente su mano de barniz geopolítica definitiva. Las dos guerras mundiales y la Guerra Fría remodelaron el mapa: Estados Unidos asumió el centro de gravedad del poder occidental, y la Europa capitalista se reconstruyó bajo el paraguas del Plan Marshall. Se consolidó la idea de correlación Occidente-democracia liberal-economía de mercado-desarrollo.

Sin embargo, el mundo desarrollado no es consecuencia de la democracia liberal, sino producto del poder. Los países hoy considerados desarrollados —entre 50 y 75 según criterios—, con altos niveles de ingreso per cápita, infraestructura avanzada, expectativa de vida prolongada, sistemas tecnológicos de vanguardia y regímenes políticos estables, alcanzaron ese estatus no gracias a su sistema de gobierno, sino por su capacidad de imponer orden y ejercer su voluntad más allá de sus fronteras.

La potencia hegemónica original, el Reino Unido, fue el primer país en lograr el desarrollo industrial, marcando un hito histórico con la producción mecanizada, la urbanización y el auge de la burguesía. Este salto no habría sido posible sin un sostenido ejercicio del poder estatal y económico: control estratégico del carbón y el hierro, impulso a las innovaciones por una élite emprendedora apoyada en redes financieras y jurídicas, y una agresiva expansión colonial que abasteció materias primas, capital y mercados. El Estado británico incentivó la industria con políticas favorables, patentó inventos clave, protegió intereses ultramarinos y canalizó inversiones masivas en infraestructuras y armamento. La industrialización inglesa fue, ante todo, una hazaña de concentración y ejercicio del poder, desde Manchester hasta Calcuta.

Este proceso reafirmó la primacía occidental desde una perspectiva económica y tecnológica, configurando un modelo de progreso basado en innovación, acumulación de capital y poder político asociado a la industrialización. Así, Occidente pasó de ser núcleo cultural y política a epicentro del desarrollo global, influyendo en las dinámicas económicas y sociales del mundo moderno.

El desarrollo se extendió primero —y de manera parcial— sobre las colonias británicas, muchas veces bajo sistemas extractivos y profundamente desiguales. Posteriormente, otras potencias europeas, junto con sus vecinos cercanos y Estados Unidos, consolidaron economías robustas articuladas sobre ventajas comparativas. Finalmente, algunos países —los llamados “invitados estratégicos”, como Japón, Corea del Sur o Israel— fueron incorporados al club de los desarrollados mediante ayuda externa, transferencia tecnológica intensiva y alineamientos geopolíticos promovidos durante la Guerra Fría.

La Unión Soviética supo ofrecer una vía alternativa de modernización: planificación central, inversión masiva en industria pesada y movilización estatal de recursos que, en pocas décadas, convirtieron a un país agrario en potencia industrial y científica. Pero ese impulso descansó sobre crecimiento extensivo —más insumos, no mejor productividad—, precios administrados que distorsionaban las decisiones, empresas de ‘presupuesto blando’ –no orientadas a rentabilidad– y una fuerte militarización del gasto que desplazó bienes de consumo y tecnologías civiles. Al llegar la revolución microelectrónica y la competencia global, la URSS no logró traducir su escala en innovación ni eficiencia: la perestroika abrió grietas sin construir nuevos mecanismos de coordinación. Su derrumbe en 1991 no fue un accidente ideológico, sino el desenlace económico de un modelo que confundió movilizar recursos con generar productividad sostenible.

Ante “el fin de la historia”, Occidente interpretó que el desarrollo era su patrimonio exclusivo.

 Ante “el fin de la historia”, Occidente interpretó que el desarrollo era su patrimonio exclusivo, sostenido por consumo masivo, Estado de bienestar y democracia como marca registrada. La categoría se fue diversificando: Occidente político —las democracias maduras—, Occidente económico —replicado globalmente a través de los modelos de mercado—, Occidente cultural, el ideal euroatlántico.

De mito fundacional a identidad expansiva, de frontera en guerra a ideal de expectativas, de profundamente cristiano a secular y ateo. 

Entonces llegó un nuevo tipo de desarrollo por fuera de sus esferas de influencia: el de China, Singapur y los tigres asiáticos, ocurrido en los últimos cuarenta años como consecuencia de la hiperglobalización–paradójicamente creada y liderada por Occidente para ampliar su influencia política y económica en todo el planeta. La globalización integró a estos países en cadenas globales de valor, transferencia tecnológica e inversión extranjera. Los países asiáticos, especialmente en el Este y Sudeste, usaron la globalización como herramienta para acumular capital, tecnología y habilidades productivas, expandiendo sus sectores industriales y exportadores, configurando un poder económico acelerado, y manteniendo un control político autoritario que garantizara estabilidad para su desarrollo. Su pragmatismo aplicado con disciplina y planificación central produjo resultados sin precedentes en el desarrollo material y tecnológico. 

La globalización sacó a millones de asiáticos de la pobreza en un puñado de años, al tiempo que Occidente sufría cierres fabriles, caída del poder adquisitivo de capas medias y bajas, y aumento del desempleo, reflejando un desplazamiento en el equilibrio económico global. El desarrollo no solo dejó de ser un juguete exclusivo, sino que se desaceleró en Occidente. Sin trabajo ni ahorros no hay promesa de mejora. Cuando la capacidad adquisitiva languidece, llega la deslegitimación del sistema, de la casta, de la política, de los medios, en definitiva, de los pilares que lo sostienen. El neoliberalismo, la globalización y el progresismo son culpables porque no prolongaron el progreso. Si “equipo que gana no se toca”, equipo que pierde debe ser destruido.

Escribió Emil Cioran hace más de 80 años que “el progreso es el mito que anima el corazón de Occidente. En los momentos en los que la ilusión de progreso se debilita en nosotros, surge incontenible el horror de la sangre y dolor que llamamos Historia Universal”. Europa, matriz originaria, arrastra el agotamiento de su propio relato triunfal. Tras siglos de esplendor, expansión y reformas, la posguerra consolidó la unión continental en una cima que prometía eternidad. Sin embargo, se fue desangrando en la pérdida de competitividad, la caída de la innovación, la crisis demográfica, el envejecimiento y las fracturas internas que limitaron su capacidad de adaptación. Habituada a administrar glorias pasadas y enamorada de sí misma, no supo leer las señales de cambio que traía consigo la globalización, la emergencia asiática y las nuevas tecnologías. Su modelo comenzó a oxidarse bajo el peso de regulaciones, consensos tibios y una acción política supeditada al temor por el declive. 

"Todos sabemos lo que hay que hacer, lo difícil es hacerlo y después ganar las elecciones”, desnudó la cobardía de la clase dirigente europea Jean-Claude Juncker, expresidente de la Comisión Europea. Pero como dijo William Lyon Mackenzie King, exprimer ministro canadiense, es lo que evitamos, más que lo que hacemos, la verdadera herencia de un gobierno. Las élites europeas no evitaron la caída. Ahora, Europa parece querer despertar de su sueño, pretender renovar su base industrial, adaptarse a los desafíos tecnológicos y energéticos, y atender a una sociedad que perdió su norte. Pero es demasiado tarde. Cada día que pasa su rol en el tablero global es más irrelevante. Los hijos ya no viven mejor que sus padres. Sin expectativas de mejora no hay Occidente posible.

Su degradación quedó reflejada en su sistema político. La democracia liberal –instrumento narrativo para construir poder más que garantía de justicia– devino en burocracia oligárquica. Las élites controlan el Estado mientras la participación ciudadana es un mero ritual electoral que sostiene la ilusión de poder compartido. La democracia, lejos de asegurar bienestar, preserva el status quo y erosiona legitimidad y respuesta social.

Los quinientos años de modernidad, la criatura occidental que transiciona, acarician el final del proceso. Son la historia de una cultura que nace en ruptura con el cristianismo, aunque irremediablemente sus categorías siguen siendo cristianas.

El siglo XX fue el siglo de la manipulación masiva y la desnaturalización del poder legítimo. “No importa quién gobierne; todo sabe igual”. Eso solo fue sostenible con esperanza, hoy extinta. El siglo XXI será el de la optimización: la inteligencia artificial hace obsoletos muchos mecanismos democráticos tradicionales. La gestión eficiente de recursos y decisiones exige estructuras más centralizadas y ágiles que la fragmentada democracia liberal no garantiza. Emergen así propuestas para transformar la pervertida democracia occidental en una emulación del resultadismo empresario: poderes absolutos sin contrapesos, y a exhibir resultados. Si el líder falla, que se le corte la cabeza. La prioridad es la eficiencia y el control directo por sobre la legitimidad pluralista.

En este punto cabe recordar a Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente, quien distinguió hace 100 años entre cultura y civilización. La cultura, etapa creativa y espiritual profunda —lo que ocurrió entre los siglos XV y XIX en Occidente—, da paso a la civilización, burocrática, técnica y desalmada. El siglo XX occidental toca techo cultural. Ahora todo es post: postmodernidad, postglobalización, postoccidental. Ya ni nomenclatura nueva queda. Todo indica un final.

Occidente nació mirando el horizonte, convencido de que su sol nunca se pondría: creyó iluminar y ordenar el mundo según sus códigos, avanzando de frontera en frontera, de murallas griegas al acero británico, de la república latina al sueño democrático. Pero mientras moldeaba el mundo a su imagen, también sembraba sus paradojas. La flexibilidad y racionalidad cultural que impulsaron su expansión también aceleraron el desapego de los grandes relatos. Progreso mató relato. Una vez probado ese camino, no hay retorno. 

Este proceso liberador encierra también su veneno: falta de sentido y trascendencia, erosión de lo colectivo. La cultura hipermoderna —todo es hiper porque todo está aumentado y acelerado— se abraza al hedonismo, consumismo y crisis de valores profundos. La erosión del sentido se traduce en vacío existencial, desarraigo y búsqueda constante de satisfacción inmediata pero sin rumbo duradero. La exaltación de lo joven y novedoso, motor del cambio, alimenta la insatisfacción.

Aun así, lo que llamamos decadencia de Occidente no es colapso repentino sino culminación de un ciclo hegemónico. El mundo postoccidental no es contra Occidente, sino un mundo desde Occidente, a partir de él, el resultado de un agotamiento y transformación profunda de su modelo. El orden multipolar, multicultural, e hipertecnológico emergente, nace en la crisis occidental pero también en su legado más poderoso: el conocimiento científico –que si bien no es netamente occidental, es hijo de la modernidad occidental. La cooperación científica global es la gran red invisible que integra lo fragmentado, uniendo mediante la obsesión por el conocimiento y la sed de conquista del futuro. Esta globalización vía conocimiento, digitalización y tecnología es la contribución histórica más relevante de Occidente para la unificación de la especie. 

Los quinientos años de modernidad, la criatura occidental que transiciona, acarician el final del proceso. Son la historia de una cultura que nace en ruptura con el cristianismo, aunque irremediablemente sus categorías siguen siendo cristianas. Marxistas, liberales, libertarios, peronistas: aunque cada vez más ateos, todos los occidentales seguimos siendo cristianos. Y sumidos en la incredulidad, seguimos rezando —aunque más no sea como instinto de supervivencia— una plegaria por Occidente.

Los hijos ya no viven mejor que sus padres. Sin expectativas de mejora no hay Occidente posible.