En el siguiente orden: hay que ser opa para vivir en sociedad sin sentirse electrizado por la injusticia de que unos pocos tengan mucho, y muchísimos tengan muy poco; hay que hacerse el sota para no avivarse; hay que ser boludo para transportar los discursos que la niegan; y, por último, hay que ser turro para ser aquel que los sostenga con el propósito de agradar a los patrones.
Lo que más sale sobre esta injusticia indisimulable es que no todos somos iguales, que no todos le ponen el mismo interés a estudiar, a trabajar, a innovar, y que eso va a separando las aguas: una engaña pichanga para ecualizar la violencia que está implícita. Incluso las terapias, sin que sea éste su propósito expuesto o secreto, encubren la lucha de clases al poner en el sujeto la ilusión de dar el zarpazo que lo salve.
La situación de clase implica aceptar algo que no está determinado por la biología sino por la propiedad, la historia, la relación de fuerzas, y esta circunstancia, turbia, en lo personal me pone a la defensiva porque yo no quiero caer más abajo; aunque también a la ofensiva porque quiero tener más de lo que tengo; en cierto modo, la cuestión me infantiliza, me crea una ansiedad por exceso de opciones malas, desear ser rico y no poder, tratar de no caer y no estar seguro de poder lograrlo. Me siento una víctima más, y la más importante: porque soy yo. Me hace odiar, un sentimiento que preferiría lejos, pero la realidad te lo acerca permanentemente.
Tuve la suerte de conocer la escuela pública argentina interclase, me tocó el Mariano Acosta, Balvanera, el barrio de Hipólito Yrigoyen, así como también conocí la calle Lavalle interclase, la peatonal de los cines donde se formaban mareas humanas los sábados a la noche. Con mis compañeros, algunos hijos de encargados de edificio, otros de poderosos importadores de juguetes, estábamos muy unificados por la lengua porque nuestros padres, pobres, medianos y ricos, estaban parejamente educados y, además, todos, tenían un televisor, no dos, no tres. No había distinción tecnológica entre las puntas sociales del aula. Podíamos hasta coincidir en la guardia del Hospital Durand. Las diferencias más notorias estaban en los metros cuadrados y en el viaje a Europa de unos que sí y de otros que sólo escuchábamos las anécdotas cuando nos pasaban los carretes de diapositivas que testimoniaban el paseo. En el transporte escolar que hilaba las zonas ricas de Caballito, la calle Beauchef, con las zonas más de mitad de tabla, la calle Bogotá, escuché por primera vez que existía algo llamado Les Luthiers, un consumo alto que hacía la familia de un compañero, cuyos padres, además, viajaban solos a las Cataratas. El decía; fueron a coger. En cuarto grado. Yo escuchaba los discos de Katunga.
Cuando se constituyen las primeras impresiones, yo veía la riqueza en esos pequeños detalles, padres en un concierto, hijos que podían pedirse una segunda Coca en una pizzería o dejarla por la mitad. Desde entonces, aprendí a amortiguar mi envidia, a hacer que no me importe. Pero tengo claro que, en caso de una guerra civil declarada contra el dólar atrasado voy a terminar asaltando sus casas. Mientras tanto, convivo. La mayoría de los ricos tienen lo que no han ganado más que por lotería social y viven vidas que todos deberíamos vivir. Así son las cosas.
Sé que muchos de ellos no la pasan bien, especialmente cuando aún no han heredado. Deben ocultar que lo son, pelean precios como si no fueran ricos, pagan a la romana junto a hijos del pueblo para no ofender o para que estos no abusen de ellos. Pobres, pero yo tampoco la paso tan bien. Me pregunto todos los días cuánto más tengo que trabajar, cuánto más tengo que esforzarme en escribir artículos o enseñar para que me toque la mía. Me entristece no poder más de lo que puedo. Si me hubieran enseñado a trabajar más productivamente cuanto mejor trabajaría, presidente. Creo que mis progresos materiales en relación a mi educación e inteligencia debieron haber sido más significativos.
Llevo una vida de supervivencia y será hasta que no pueda más. Hoy no me sobra nada, pero me espanta lo pobre que podré llegar a ser en el futuro, si tengo la fortuna de llegar a viejo, porque ser un viejo sin fortuna y tener que frotar en lo que quede del PAMI para sostenerme el esqueleto capaz me lo quiera evitar.
Pienso en los gastos que me demandará el retiro, sin mejor jubilación que la mínima. Tendré que vivir de lo que haya ahorrado o de lo que aún pueda generar siendo mayor, como Gepetto. Un mayor sano, porque si me toca una pálida importante o una catástrofe cognitiva, bueno, qué va a pasar. Como si no alcanzara con soportar no ser rico y sobrellevar la culpa de no ser pobre, se abre un drama enorme al no poder estar seguro acerca de si podré sostenerme en el escalón que me toca.
Me gano la vida en materias que no son significativas para el desarrollo humano. Esto me hace sentir que en realidad no me merezco nada así que mi trabajo mental se concentra en que ese pensamiento no me lleve a cometer errores culposos como regalar cosas que todavía uso. A favor de la paz, enseño, empujo, a usar la escritura como instrumento para ajustar cuentas, ordenar ideas, y evitar, entre otras cosas, que la marca o mancha de origen se lleven todo y se pueda lucir cada participante con algo que haga al rico más interesante y al pobre menos perdedor. Escribo, también, porque aún hay lectores vivos.
En fin, de alguna manera me siento cómodo escondido en la clase media porque no debo nada a nadie, no debo explicaciones y no me falta lo básico, pero se siente un poco gris también ser parte de un amontonamiento.
La mayoría de los ricos tienen lo que no han ganado más que por lotería social y viven vidas que todos deberíamos vivir. Así son las cosas.
Aunque si fuéramos pobres hoy mismo viviríamos en provincia, me muero. Conozco el conurbano cuando lo atravieso a cien por hora por el Camino del Buen Ayre y advierto en los costados ese código morse de basurales y gente, basurales, gente y basurales. Sé que hay partidos bonaerenses donde los nombres viejos de las calles se superponen con los nuevos. Diría Carlitos Perciavalle: ¡qué horror! De ser pobre hay que laburar o penar hasta la mismísima muerte. Así que es buena idea que los pobres vengan a levantar nuestros tachos de basura para que tomemos nota todos los días de lo que tenemos y de lo que nos sobra.
People, la posición social es muy difícil de modificar. Me encontré hace algunos meses con compañeros del secundario interclase: médicos, economistas, textiles, un político del pelotón, y nadie dijo pago yo. Todos desarmamos fajitos de billetes de mil y completamos el pago en Rojo y Negro, un comedor popular en Nuñez. Todos estamos donde estábamos. Algunos incluso siguen viviendo en la casa que heredaron de los padres, con parches grotescos en los suelos que debieron levantarse para reparar cañerías. Durante la democracia la clase media se fue al descenso y es solo el tipo de cambio el que crea mojones de ilusión de que no es tan así. Pero nos quedaba el control de las instituciones, aunque sea para medrar.
La llegada del PRO al poder fue un golpazo para los de clase media porque el poder político estaba reservado para nosotros con el apoyo de los pobres que nos votaban, la unión obrero estudiantil, base social de la casta. El único atenuante para el resentimiento era que Mauricio Macri es hijo de tanos inmigrantes que simplemente cazaron la onda de cómo hacer guita en un país en expansión demográfica y material. No eran herederos de las familias que financiaron la Campaña del Desierto, los que pagaron la cuota una vez. Pero igual fue una provocación fuerte. El acuerdo social, consenso tácito del ‘83, es que para ellos teníamos reservado San Isidro, cuando Libertador se hace finita.
Quise creer, así que me costó aceptar que fue un emprendimiento de ultra ricos que tuvieron el propósito de acentuar privilegios pero sin los intermediarios de siempre. Llevaban adherida, como debajo de la panza de la ballena, una burocracia de pretenders confundidos que con su confusión confundieron a muchos más. Si bien la politización de Macri no podía excluir el interés concreto de sus socios y él en la cuestión inmobiliaria, las energías alternativas y el negocio de Tierra del Fuego, entre otros, debían brindarle a sus subalternos una narrativa que les aliviara la tensión de atender a millonarios y facilitara servirlos bajo objetivos nobles, la modernización de la Argentina, la erradicación del populismo, la pobreza cero. Con eso fueron a las elecciones y ganaron. Por supuesto, les fue mejor con los negocios que con los objetivos nobles.
Mi abuela Antonia no era pobre, pero decía sute, coletivo, era socialmente bruta, terminó la primaria, conservo una cartita con reproches, que ya no me visitás, con ortografía decente. Ella me llevaba al cine Los Angeles y después al Palacio de la Papa Frita con su jubilación mínima. Así eran las cosas. Hoy mi mamá, que fue maestra y asistente social, con su jubilación mínima sólo puede imaginar el Palacio de la Papa Frita, evocarlo, como una ceremonia del pasado, su jubilación ridícula, escandalosa, la pone debajo de la línea de la pobreza.
Así que como sea yo tengo que evitarles a mis hijos seguir cayendo. Tengo menos metros cuadrados que mis padres, cambio el auto con menor frecuencia. Al menos tengo que asegurarles que puedan tener eso a la hora de armar sus propias familias. Mi táctica: proveerles herramientas que los hagan competitivos, mi estrategia que las manejen mejor y antes que sus compañeros ricos para que llegado el caso el mercado no pueda prescindir de ellos. No se trata de predeterminarles vocaciones, al contrario: sólo de que hablen muy bien, dominen la tecnología y no sean alienados por la publicidad. De manera muy cínica, sé que eso los separa automáticamente de la manada.
Si en el futuro hubiera solo un empleo cada dos personas, el que domine la tecnología, y sepa expresar lo que quiere y no compre buzones tiene más chances. La Playstation puede volverte boludo, si la usás mucho, sin medida, con un superbowl de pochoclos al lado, pero si sólo aprendés a digitar bien, si podés hablar y jugar en línea, sin ayuda de adultos, ya estás en el centimil más alto. De hecho se las compramos antes de que la pudieran desear y cuando salía el doble que ahora. En mi esquema de ingresos variables me encontré en una situación ideal y tuve que ejecutar la compra. Corrí para no perder la ventana de oportunidad y asegurarme el básico de mi transmisión de clase que es que al menos se queden donde los puse, aun cuando yo ya no esté.
Durante la democracia la clase media se fue al descenso y es solo el tipo de cambio el que crea mojones de ilusión de que no es tan así. Pero nos quedaba el control de las instituciones, aunque sea para medrar.

Termino.
Tuve un año de experiencia diaria en la miseria. Serví como alfabetizador en la villa 1.11.14. Antes de que los narcos peruanos reinaran en el Bajo Flores. La villa tenía una figura central que era el padre Rodolfo Ricciardelli, un cura del llamado tercer mundo con quien había que entenderse para que nuestro trabajo prosperara. El habilitó una saloncito contiguo a la capilla donde los alfabetizadores podíamos dar esas clases consistentes en decir mmm aa, mmm aa, ma má, hasta que la conexión de sonidos y letras dibujadas manualmente provocaran las conexiones mentales necesarias para, al fin, leer y escribir, lo cual naturalmente les cambiaba la vida porque ya podían entender los mensajes y buscar en la guía de teléfonos, revisar los cuadernos de los hijos, aprenderse las canciones de la misa, leyéndolas. En el saloncito también se hacían los velorios de los desdichados que iban muriendo, de lo que me enteré ingresando despreocupadamente a cumplir mis tareas, un día de semana, que recuerdo de sol, por el brillo en la mortaja. Me asusté, naturalmente, salí, y esa tarde la clase se dio en la casilla, con piso de tierra, de una señora que animaba otra religión parecida a la del Sai Baba, también del tercer mundo, muy bien ubicada, con vista a la avenida Perito Moreno. Esta señora era nueva en el mundo de las creencias así que estaba chocha. El padre Ricciardelli, en cambio, nos recibía con toda frialdad. La idea que me quedó era que estaba harto de ver llegar blancos a hacer su gesta marginal porque luego de algunas semanas, meses, inevitablemente se borrarían y le romperían el corazón a los pobres.