¿Quién planifica las ciudades argentinas?
En un país donde las ciudades crecen más por inercia que por diseño, la planificación urbana argentina intenta renacer entre la escasez y la improvisación. Municipios que se animan a planificar, provincias que ensayan coordinación y un Estado nacional que se retira del tablero componen un mapa fragmentado, donde los equipos técnicos se forman, se disuelven y vuelven a empezar. En este panorama de recursos flacos y ambiciones modestas, Federico Poore se pregunta quién —si alguien— está pensando el futuro urbano del país, y qué hace falta para que planificar deje de ser un lujo y sea una verdadera política pública.
por Federico Poore
Tras décadas de vaivenes, la planificación urbana en Argentina atraviesa un tibio intento de reconstrucción. Varios gobiernos locales, tradicionalmente dependientes de los impulsos nacionales, comienzan a asumir un rol más activo. Algunos municipios, incluso, se animan a desarrollar planes urbanos integrales y a adoptar herramientas de gestión del suelo como fuente de financiamiento local, algo impensado apenas una generación atrás.
Pero esta incipiente profesionalización convive con estructuras frágiles, falta de oficinas especializadas y escasa memoria institucional. ¿Qué avanzó y qué falta en este escenario de capacidades estatales debilitadas donde “no hay plata”? ¿Cuándo se supone que este país va a tener buenas leyes de uso del suelo?
Tras décadas de vaivenes, la planificación urbana en Argentina atraviesa un tibio intento de reconstrucción.

Del plan al proyecto
En Argentina, el planeamiento urbano tradicional se consolidó a mediados del siglo XX como herramienta al servicio del modelo económico desarrollista. De acuerdo con el urbanista Eduardo Reese, este esquema de planificación basado en la construcción de grandes obras públicas entró en crisis en la década del setenta, atacado desde el mundo intelectual (con críticas provenientes de la sociología urbana de inspiración francesa y de los impulsores de la “teoría de la dependencia”) y afectado por el colapso del mercado petrolero. La dictadura, además, clausuró estos debates por un buen tiempo.
Con el regreso de la democracia, la ambición comenzó a languidecer. “Se cuestiona al Plan como herramienta válida y se propugna el predominio de la herramienta del proyecto (autónomo, sin vinculación con los planes y de actitud 'posmoderna') como dispositivo adecuado para desencadenar procesos de transformación territorial”, explica Reese. En los noventa, el clima de época alienta la retirada del Estado de las funciones de planificación y el mercado se consolida como el principal asignador de las prioridades.
En palabras de Carlos de Mattos, las políticas urbanas pasaron “de la planificación a la gobernanza”. La preocupación central ya no era el desarrollo industrial, el bienestar social y la reducción de las desigualdades sociales, sino el crecimiento económico y la competitividad. Las autoridades estatales comenzaban a adoptar un papel “descentralizado, supervisor, neutral y subsidiario”.
La crisis de 2001 marcó un punto de inflexión en esta tendencia y llevó a la reaparición del rol del Estado en la planificación territorial. Primero, a nivel local, con municipios asumiendo -casi por obligación- el rol de gestionar la emergencia. Luego, a nivel nacional, donde el gobierno de Néstor Kirchner utilizó la política habitacional como un engranaje para la recuperación económica. Los gobiernos locales, en particular, comenzaron a desplegar una planificación más situada, con metodologías de diagnóstico comunitario y talleres territoriales, un cruce entre las tareas de planificación y de gestión que suman consideraciones ambientales e integran -al menos discursivamente- la cuestión de la participación ciudadana.
La mancha urbana
Pero el territorio también hizo lo propio. El crecimiento económico de la “década ganada” no se tradujo en una infraestructura adecuada tendiente hacia el desarrollo armónico de la ciudad formal. Por el contrario, se multiplicaron los asentamientos informales y los barrios cerrados, y la expansión desordenada de la mancha urbana.
Esto fue así en todo el país. Un estudio de CIPPEC sobre 33 aglomerados urbanos comprobó que las ciudades argentinas estaban consumiendo mucho suelo en relación con sus propios incrementos poblacionales. Los primeros tres lustros del siglo, concluye el informe, se caracterizaron por “la expansión con bajas densidades, la segregación social y la proliferación de vacíos urbanos”, de Rosario a Mendoza, de Córdoba a Bahía Blanca.
El fenómeno fue particularmente notorio en el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA), que para 2014 había alcanzado las 193 mil hectáreas de suelo urbanizado, un 45% más que en 1989. Los datos del último censo confirman este fenómeno de densificación periférica acelerada, donde la crisis de accesibilidad a la vivienda en áreas centrales (bajos ingresos, falta de crédito hipotecario) se cruza con la consolidación del trabajo híbrido post-pandemia. Posible postal de época: una casita en un barrio cerrado de clase media en el tercer cordón del conurbano, con árboles recién plantados y una Amarok que pagó 10,5% de IVA estacionada en la puerta. A quinientos metros, un barrio informal y la parada de un colectivo municipal que pasa cada 25 minutos (si pasa).
¿En qué están los gobiernos locales?
A poco de asumir, el gobierno de Javier Milei se desentendió por completo del problema territorial. Cerró la Secretaría de Vivienda y disolvió el Fondo de Integración Socio-Urbana (FISU), dos de las políticas de la administración de Alberto Fernández que -tímidamente- habían intentado recuperar las capacidades del Estado nacional en la materia. El FISU, en particular, tenía el potencial de ser mucho más que una caja dependiente de impuestos nacionales específicos y de convertirse en un fondo revolvente destinado destinado a la urbanización de villas y asentamientos. Nada de eso queda en pie. (En la mirada de Milei, el único rol de Nación en el territorio consiste en subastar terrenos públicos bien localizados, como lo prueba la gestión de Nicolás Pakgojz, al frente de la AABE, la Agencia de Administración de Bienes del Estado). Quedan, de vuelta, los gobernadores e intendentes.
“Las capacidades técnicas en planificación urbana y territorial en Argentina son muy heterogéneas. Algunos gobiernos locales y provinciales (como Córdoba, Rosario, San Juan o Mendoza) desarrollaron equipos sólidos y experiencias valiosas. Sin embargo, en términos generales las capacidades aún son limitadas”, dice Lucila Capelli, coordinadora académica de la carrera de Ingeniería en Sustentabilidad de la Universidad de San Andrés. “El problema de fondo es que no existe una estrategia nacional ni subnacional que reconozca la importancia de fortalecer la gestión de las ciudades. No hay una política sostenida que promueva el desarrollo de capacidades locales en planificación urbana. Lo que funciona -bien o mal- en las ciudades argentinas suele ser producto de la autogestión y de esfuerzos aislados más que de una visión compartida sobre cómo queremos que crezcan.”
Ahora bien, dice Capelli, incluso imaginando un escenario donde el gobierno federal hace su parte, con un rol más activo como facilitador de buenas prácticas y financiador de proyectos estratégicos urbanos, la responsabilidad de fortalecer capacidades en los municipios y en las provincias.
“En muchos casos faltan equipos técnicos con formación específica y, sobre todo, voluntad política para profesionalizarlos. Estas áreas necesitan liderazgos técnicos con poder de decisión y respaldo político para marcar un rumbo, y eso rara vez ocurre porque el desarrollo territorial no suele ser una prioridad en la agenda pública”, sostiene.
Aún sin apoyo de Nación, esto podría traducirse en programas de formación, redes de intercambio entre municipios o marcos de planificación que sirvan como referencia común a intendentes y gobernadores.
A poco de asumir, el gobierno de Javier Milei se desentendió por completo del problema territorial. Cerró la Secretaría de Vivienda y disolvió el FISU, dos de las políticas de la administración de Alberto Fernández que -tímidamente- habían intentado recuperar las capacidades del Estado nacional en la materia
La provincia: sí, se puede
Cecilia Latapie, especialista en planificación urbana y docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA), cita el ejemplo de la implementación, en 2020, de un programa de asistencia técnica a 50 municipios de la provincia de Buenos Aires para la formulación de planes de ordenamiento territorial.
“Este programa logró una articulación virtuosa entre tres actores principales: la Dirección de Ordenamiento Urbano y Territorial de la provincia como promotora y articuladora; los equipos de gestión municipal, que aportaron el conocimiento de las necesidades de los habitantes y del territorio; y los equipos externos de especialistas, en general provenientes de las universidades nacionales”, explica Latapie.
Como asesora en la Dirección de Planeamiento de Mercedes -una ciudad intermedia de 73 mil habitantes, con una estructura productiva basada en actividades terciarias-, Latapie acompañó el proceso que terminó con la confección del primer plan urbano de la ciudad y la actualización de su código de ordenamiento urbano.
“El programa es un caso de éxito, pero el mayor reto es el sostenimiento en el tiempo de las capacidades técnicas adquiridas en la gestión”, dice Latapie, quien además es socia fundadora de la consultora Interfaz Urbana. “La planificación urbana se concreta a mediano y largo plazo, lo que exige que el compromiso político en todas las gestiones se mantenga. Si el personal técnico formado no es sustentado en el tiempo, la capacidad ganada se desvanece con los cambios de gobierno.”
Por otra parte, dice la especialista, son pocas las veces en las que la planificación urbana y territorial recibe la jerarquía que amerita dentro del organigrama municipal. “Debería ser el eje sobre el cual se tomen muchas decisiones ya que aborda la totalidad de las actividades de la ciudad, pero no siempre se plantea de esa manera y personalmente entiendo la complejidad política que implica. Por ejemplo, a veces se construyen viviendas en lotes disponibles que quedan lejos de la ciudad consolidada y esto conlleva nuevos desafíos como la construcción de la infraestructura, el acceso con transporte público, recolección de residuos... Cuando la ciudad es planificada, este crecimiento puede ser proyectado”.
CABA: en todo estás vos
De vuelta en Buenos Aires Ciudad, una recorrida por casi cualquier barrio porteño alcanza para comprobar que “algo” diferente estuvo ocurriendo en las últimas décadas. Desde la expansión inmobiliaria en áreas puntuales (Parque Patricios, el corredor Donado-Holmberg) hasta la peatonalización del casco histórico, los corredores exclusivos para colectivos -esta suerte de falso sistema BRT conocido como Metrobús- o la red de ciclovías. Todo esto, claro, barnizado por el branding urbano (las campañas gráficas, la tipografía unificada, el color amarillo que se funde con el partido de gobierno), lo cual lleva a la pregunta de si más allá de lo que está a la vista se puede hablar, en este último tiempo, de un proceso exitoso de planificación urbana en la capital.
La respuesta es negativa y puede ilustrarse con dos objetivos fallidos del Gobierno de la Ciudad: achicar la brecha norte-sur y reconvertir del microcentro. Para lo primero, el gobierno porteño incluyó en su Código Urbanístico (CUR) una herramienta llamada capacidad constructiva adicional que “premiaba” a quienes desarrollen vivienda al sur de la avenida Rivadavia con metros cuadrados en zonas más apetecibles. Para lo segundo, se ofrecieron beneficios impositivos y alguna que otra flexibilización en el Código de Edificación para intentar convertir 10 mil oficinas en viviendas. Ninguno de estos planes produjo los resultados esperados: no hubo desarrollos de vivienda significativos en el sur y el año pasado Jorge Macri dio de baja el Plan de Transformación del Microcentro.
Como dice el urbanista Mauricio Corbalán, el negocio inmobiliario es la industria de la ciudad. No sorprende, pues, que el privado siga liderando el desarrollo. Según el Censo 2022, los barrios de mayor crecimiento poblacional en la última década fueron Caballito, Villa Urquiza y Almagro, y nada de ello parece haber sido el resultado de una planificación estratégica. El Estado, si bien más “presente” que en otros distritos, cumple un rol subsidiario: acompaña, facilita, emprolija.
Dino Buzzi fue director de Movilidad durante la gestión de Horacio Rodríguez Larreta y destaca, más allá de los resultados o de la orientación general, la creciente profesionalización de quienes se encargan de planificar el territorio.
“Mi experiencia en Ciudad de Buenos Aires, con todas las luces y sombras que le conocemos a la gestión del PRO, es que fue bastante modernizadora respecto de la gestión municipal en temas urbanos. También con una buena continuidad lógica de los equipos y de la formación técnica de la gente que fue entrando”, dice Buzzi, arquitecto y urbanista. “Creo que se dio un avance en el tema de especializar, de tener perfiles más diversos, de que la planificación urbana no es solo cosa de arquitectos y de ingenieros, y van apareciendo un montón de temas donde la ciudad no se quedó atrás. Después que se haya hecho con eso, es otra discusión.”
El AMBA y el acuerdo imposible
Buzzi también fue subsecretario de Proyectos Urbanos del Municipio de San Isidro, y su paso por la gestión le ofreció una mirada más global sobre los desafíos que enfrenta el AMBA, donde se cruzan tres niveles de gobierno y una maraña de planes sin coherencia entre sí.
“Claramente hay un déficit de coordinación entre las distintas capas del sistema de gobernanza. No parece haber grandes iniciativas o lecturas coordinantes, aunque sea por región. Por ejemplo, que en el norte del Gran Buenos Aires se junten todos y armen un plan: San Isidro, Vicente López, Tigre, San Fernando, cada uno con su visión pero en el fondo yendo por lo mismo. Lo de hoy es más parecido al sistema de ciudades-estado independientes de Italia, cuando estaban los Medici en una, los otros en otra. Como mucho hay coordinaciones parciales que casi ni percibís. Y no hay un marco normativo donde esta coordinación deba llevarse a cabo.”
El ex funcionario señala un problema muy de la época, en la que la frustración por la pésima situación económica en Argentina se traduce en un escenario en el que los presidentes cambian pero los intendentes siguen. “Entonces hay algo de ‘cuidar el terruño’ que termina en situaciones del estilo ‘liguemos esta obra que paga Nación’ o ‘bueno, no tendremos un gran plan pero hagamos estas obritas’. Más que un acuerdo conspirativo para dejar que el mercado sea el gran ordenador, me parece que la falta de ambición y de coordinación tiene más que ver con los usos y costumbres, con cómo se gobierna y con el presupuesto”.
Esta situación es especialmente grave para el caso de la movilidad, donde ciudades como Madrid o Berlín, pero también Bogotá, Medellín o Santiago de Chile, hace tiempo que tienen su propia autoridad metropolitana. El AMBA, encerrado en su fracaso, sigue a la espera de un ente con capacidades reales de planificación.
“La famosa red de coordinación metropolitana de transporte es la Xanadú de los transportólogos. Parece algo muy lejano hoy”, dice Buzzi. “Son cosas que siguen girando en el ámbito académico y en el periodismo especializado, pero muy pocos políticos se han expresado recientemente en cuanto a este tema, que es cotidiano y sensible, a pesar de que si lo abordás, le mejorás la vida a la gente.”
Capelli coincide pero suma una advertencia. “Existe cierta expectativa de que la creación de una agencia metropolitana resolverá por sí sola los problemas estructurales del transporte en el AMBA, como si la institución fuese suficiente para destrabar décadas de deudas pendientes. Pero el verdadero nudo es político, y está trabado por una discusión económica más profunda: quién financia el sistema, en qué proporción lo hacen el gobierno nacional, la provincia y la Ciudad, y qué nivel de subsidio es viable para mantener la sostenibilidad económica sin deteriorar el servicio”, dice.
En un país donde la urgencia macroeconómica devora la planificación, uno de los grandes desafíos urbanos argentinos pasa por jerarquizar los cuadros técnicos y poder sostener los equipos (y los planes) en el tiempo.
Coda
Micaela Alcalde es directora ejecutiva de la Fundación Urbe y docente de políticas urbanas en la Universidad de San Martín (UNSAM). Conoce, como pocas, los límites de la planificación urbana en Argentina y su respuesta sintetiza los problemas que enfrenta el sector.
“Muchas veces no hay memoria institucional y los cargos cambian rápidamente, lo que erosiona la continuidad de las políticas. Hay escasez de oficinas especializadas y con medición de resultados, análisis de impacto tanto en el corto, mediano o largo plazo. Pero los municipios están aceptando, cada vez más, el hecho de que son protagonistas en la definición de sus políticas de suelo y que para eso necesitan músculo”, asegura la especialista.
Al mismo tiempo, dice, hay un desconocimiento del marco normativo sumado a una serie de leyes que no responden a las necesidades reales de las ciudades y que terminan provocando impactos contrarios a los originalmente propuestos. Alcalde cita el decreto-ley 8912 de la última dictadura que rige el ordenamiento del territorio en provincia de Buenos Aires y que, por ejemplo, contiene un capítulo entero dedicado a la regulación de los clubes de campo al tiempo que ni menciona la producción de suelo o la mejora del hábitat en la ciudad informal. “Aplicada rígidamente, la 8912 premia el tamaño del lote antes que el desempeño urbano. Esto produjo un tejido disparejo, encareció el suelo bien ubicado y terminó segregando a diferentes sectores sociales dentro de la misma cuadra”, explica.
Una buena política urbana, dice, tiene que estudiar los incentivos que la regulación puede generar en el mercado, pero además incluir herramientas de movilización del suelo ocioso. Así lo entendieron municipios como Trenque Lauquen, que desde 2009 lleva adelante un exitoso modelo de contribución por mejoras (si el municipio habilita una mayor constructividad, un cambio de usos o nuevos loteos en zonas donde antes no se permitía, eso le genera al privado una obligación para con el gobierno local, por ejemplo, la cesión de un porcentaje de los terrenos obtenidos (además de las ya previstas en la ley provincial), que a su vez le permite al municipio gestionar un crecimiento ordenado del área urbanizada.
Hay más ejemplos. En 2013, la provincia de San Juan aprobó un Plan de Ordenamiento Territorial para el área metropolitana de la capital, con instrumentos que buscaban desalentar la habilitación de countries, congelar la expansión de áreas vulnerables y movilizar terrenos vacantes al interior de la ciudad. Lección para el AMBA y, sobre todo, para el primer anillo del Gran Buenos Aires, el que menos creció en población entre 2010 y 2022 al tiempo que el mayor crecimiento relativo se daba en la tercera corona, en zonas alejadas de la capital.
“Hoy los municipios del primer cordón del conurbano necesitan transformarse, y movilizar suelo para ello. De a poco comienzan a despertarse: se trata de entender que están parados sobre riqueza mal gestionada”, concluye Alcalde.
En un país donde la urgencia macroeconómica devora la planificación, uno de los grandes desafíos urbanos argentinos pasa por jerarquizar los cuadros técnicos y poder sostener los equipos (y los planes) en el tiempo. Hacen falta capacidades locales sólidas, pero también coordinación metropolitana y marcos normativos actualizados. Pero el primer paso es recuperar la ambición.
Hacen falta capacidades locales sólidas, pero también coordinación metropolitana y marcos normativos actualizados. Pero el primer paso es recuperar la ambición.