¿Qué hacer con el autoritarismo ruso?
El autoritarismo ruso, sea zarista, soviético o putinista, no es un atavismo ni una determinación cultural inevitable sino que se explica por condiciones históricas. En el caso de Rusia hoy, las condiciones de la transición rusa al capitalismo configuró una forma de gobierno autoritario que converge con el posfascismo global.
por Martín Baña
Los años formativos de la Unión Soviética coincidieron con el desarrollo de una importante crisis europea y con la mencionada crisis económica que tuvo su epicentro en los Estados Unidos y afectó al resto del mundo. En ese contexto, el margen de maniobra con el que contó la dirigencia soviética para reforzar su integración económica quedó limitado y, a pesar de sus logros, nunca pudo alcanzar a potencias como los Estados Unidos ni a algunos países europeos. En la medida en que ese objetivo seguía pendiente, y dado que la coyuntura presagiaba nuevos conflictos bélicos de envergadura, el autoritarismo apareció como una solución política efectiva y duradera. Como concluye el historiador Oscar Sanchez-Sibony, en gran parte el subdesarrollo soviético terminó por limitar las opciones políticas para ese país.
Ahora bien, lo visto no significa que a lo largo de la historia de ese gobierno no haya habido alternativas –como el propio movimiento de los soviets al inicio de la revolución– o que, una vez consolidado como sistema, no haya habido resistencias y oposiciones –al respecto, prestan testimonio el movimiento disidente o las diferentes huelgas obreras que se desplegaron por todo el territorio–. Sin embargo, está claro que el poder autoritario del Partido Comunista se impuso por sobre cualquier otra opción. Nuevamente, debemos buscar sus razones no tanto en una supuesta herencia asiática o cierto gen ruso, sino en la combinación de diversos factores entre los que se destacan el predominio de la cultura política de un partido nacido en la clandestinidad para luchar contra el despotismo y, a la par, el continuo impacto de los vaivenes del sistema mundial.
¿Qué hacer con el autoritarismo ruso?
El proceso de reformas profundas iniciado en 1985 por Mijaíl Gorbachov, conocido a escala global como perestroika, hizo un intento por avanzar genuinamente hacia la reconstrucción democrática de la sociedad, reflotando los viejos principios de 1917. Sin embargo, esa experiencia finalizó de golpe con la disolución de la Unión Soviética en 1991. En nuestro presente, poco más de treinta años desde ese momento, el país se ve otra vez bajo el influjo de un poder que lejos está de parecerse a una democracia (por el contrario, es más afín a lo que podríamos considerar abiertamente como una dictadura).
Desde 2012, y sobre todo con el inicio de la invasión de Ucrania en 2022, el gobierno ruso intensificó las persecuciones y, eventualmente, los asesinatos de periodistas y políticos opositores, la represión y la cancelación de la protesta social, la censura en medios de comuni- cación y redes sociales, la manipulación y el fraude en las elecciones, entre muchos otros elementos que, al tiempo que refuerzan el poder del presidente, limitan la participación política de la población hasta casi anularla. ¿Deberíamos rendirnos, pues, ante la evidencia de que no hay mejor gobierno para Rusia que zares despóticos y líderes autoritarios?
Como venimos sosteniendo, para encontrar la explicación tenemos que apartarnos de tesis esencialistas y reduccionistas. Si bien las estructuras sedimentadas del pasado colaboran en ese sentido, la evolución dictatorial del actual gobierno de Rusia también está muy conectada con los modos en los cuales la élite rusa absorbió el capitalismo tardío y con las tendencias políticas globales de inicios del siglo XXI.
La evolución dictatorial del actual gobierno de Rusia está conectada con los modos en los cuales la élite rusa absorbió el capitalismo tardío y con las tendencias políticas globales de inicios del siglo XXI
Desde el reingreso del capitalismo en la década de 1990, el gobierno tomó medidas concretas para debilitar a las corrientes democráticas presentes en el país. El primer presidente de la Rusia postsoviética, Borís Yeltsin y la nueva clase dominante emergida del saqueo de lo que había quedado de la URSS no quisieron que el destino del incipiente y frágil capitalismo ruso quedara librado a la suerte de las mayorías, ya que las transformaciones económicas y sociales eran cada vez más impopulares. La aplicación de las nuevas medidas estuvo acompañada por un refuerzo del Poder Ejecutivo, que llegó al extremo cuando en octubre de 1993 Yeltsin interrumpió la vigencia de la Constitución, abolió la Duma (Parlamento) y reprimió a todos aquellos que salieron a defender a esta última. La nueva Constitución aprobada en diciembre de ese año terminaría por reforzar aún más el poder del presidente ya que, entre otras cosas, lo habilitaba a disolver la Duma. Cuenta Naomi Klein que Yeltsin se consideraba un monarca y que se había aficionado a llamarse “Borís I”. A partir de entonces, “Rusia cayó bajo un régimen de gobierno dictatorial libre de obstáculos”. Resulta paradójico que aquel a quien se había considerado el “padre de la democracia rusa” –así lo calificó Vladímir Putin en el día de su funeral– utilizara todos los recursos disponibles para boicotearla y disolverla.
O quizás no tanto. En efecto, la relación entre el capitalismo y la democracia no es tan lineal ni directa como parece. Ni siquiera es necesaria. Por el contrario, el capitalismo se benefició muchas veces de regímenes dictatoriales y de sistemas esclavistas. Los ejemplos no escasean, a lo largo de la historia. Un sistema político como la democracia puede resultar problemático, sobre todo si lo que se quiere es instalar un programa neoliberal de destrucción de la industria y con impacto negativo en las condiciones de vida de las mayorías. Lo supo Chile en 1973 y también la Argentina a partir de 1976. En Rusia, la manera en la que se produjo el reingreso del capitalismo alentó formas de ejercicio del poder que, por un lado, garantizaran la acumulación y la fuga del capital de los miembros de la nueva clase dominante rusa y, por el otro, aseguraran la dominación social sin ningún tipo de fisuras. Así lo sintetiza el historiador Ilyá Budraitskis, “la victoria de Yeltsin y la subsecuente adopción de la nueva Constitución rusa en diciembre de 1993 crearon un sistema político fundado sobre el desequilibrio entre un poder presidencial prácticamente ilimitado y un Parlamento débil”. Capitalismo (periférico o semiperiférico) y democracia no necesariamente matchean y el caso ruso contemporáneo,, como sostiene el politólogo Grigori Golosov, es un notable ejemplo de que “la característica específica del autoritarismo moderno es que un número inusualmente elevado de regímenes autoritarios se disfrazan de democracias liberales”.
Llegado al poder en 2000 como un protegido del propio Yeltsin, Vladímir Putin no hizo más que continuar y robustecer esa tendencia. Es cierto que no todos sus mandatos presidenciales se caracterizaron por una extrema concentración del poder, por la censura del discurso público y la represión de la protesta social. Sin embargo, al iniciar su tercer período presidencial en 2012 y, sobre todo, luego de la invasión a Ucrania en 2022, Putin comenzó a virar hacia esas prácticas de maneras nunca vistas en la Rusia postsoviética. A la vez, su discurso ensayó un giro nacionalista que iba a tono con la idea de reforzar el rol de Estado en el nivel interno y de reposicionar el país en el nivel global. También resurgieron valores conservadores como la defensa de la familia tradicional y la homofobia. El poder ruso, nuevamente, se volvía autoritario ante una población en su mayoría signada por la apatía respecto de los asuntos públicos como consecuencia de la expansión del consumo y la desmovilización política generadas por la bonanza económica de la década de 2000.
En paralelo, hubo proyectos políticos que intentaron despertar a las mayorías rusas y proponerse como una alternativa liberal democrática o socialista, pero sus intentos fueron desactivados de plano por el Kremlin. Por ejemplo, el mayor político opositor a Putin, Alexey Navalny, fue enjuiciado y recluido en 2021, y encontrado muerto en una cárcel de máxima seguridad en febrero de 2024. Su esposa –Yulia Navalnaya– y sus colaboradores denunciaron que se trató de un asesinato por parte del Estado. A su vez, el Movimiento Socialista Ruso, una organización que durante una década había sostenido un combate sistemático contra la dictadura y luchado por los derechos de los trabajadores, fue virtualmente prohibido al ser declarado como “agente extranjero” –categoría legal que limita notablemente el accionar cotidiano de personas y grupos así encasillados– en abril de ese mismo año.
Al iniciar su tercera presidencia en 2012 y, sobre todo, luego de la invasión a Ucrania en 2022, Putin comenzó a virar hacia esas la concentración del poder, la censura y la represión de maneras nunca vistas en la Rusia postsoviética.
Las más de dos décadas de Putin en el poder y la deriva observada a partir del inicio de la guerra con Ucrania condujeron a múltiples explicaciones sobre cómo caracterizar a su gobierno. Si el zarismo fue un despotismo y la experiencia soviética derivó en un autoritarismo, ¿cómo debemos entender al putinismo tardío? ¿Estamos ante un “zarismo renovado”, una rehabilitación de los métodos empleados en la Unión Soviética o un fenómeno por completo nuevo?
En un artículo publicado en 2022, Ilyá Budraitskis proponía entender al putinismo directamente como un fascismo. Para ese historiador,
la guerra inició la transformación del régimen ruso en una forma cualitativamente nueva. […] La articulación de una atmósfera de miedo con la agresión imperialista, como también la completa identificación de la voluntad de la nación con las decisiones del líder autoritario, ha llevado a que de unos meses a esta parte muchos –desde mi punto de vista, de manera acertada– recuerden el fenómeno del fascismo.
La recuperación que propone Budraitskis no tiene que ser entendida como un insumo conceptual binario heredado de la Guerra Fría (“fascismo putinista” versus “mundo libre occidental”) ni como una analogía histórica especulativa, tampoco como una suerte de excusa para “exotizar a Rusia” y plantearla como un caso excepcional. Por el contrario, esa caracterización del putinismo como una nueva forma de fascismo es útil para entender mejor las tensiones históricas que existen entre el capitalismo y la democracia. El fascismo histórico había surgido como reacción de las élites dominantes en torno a la Gran Depresión, frente a sus consecuencias y su amenaza contra el orden capitalista, lo cual había llevado a extremar los rasgos fundamentales de la sociedad de mercado –como la atomización de los individuos y la pérdida de su autonomía– para salvar a esa sociedad.
Las contradicciones creadas por la actual crisis del capitalismo tardío resultan curiosamente similares. Dentro de este nuevo contexto, la ubicación de Rusia en el sistema mundial y los rasgos autoritarios instalados desde la década de 1990 favorecieron la tendencia a destruir las instituciones políticas y fragmentar a la sociedad desde arriba. Este proceso se potenció a partir de la invasión a Ucrania como una forma de hacer frente a la conflictividad interna, que había mostrado su potencial en las marchas de enero de 2021, las mayores en términos de convocatoria en décadas. En ese sentido, Putin finalmente habría transformado su régimen político en un fascismo para intentar imponer orden en un sistema en crisis al tiempo que la élite cerraba filas alrededor de su figura para reforzar su posición de clase y evitar pérdidas mayores.
Para seguir indagando este proceso, podemos convocar las opiniones de tres observadores. Según sostiene Claudio Ingerflom, las estructuras históricas sedimentadas se repiten y, en esa reiteración, pueden producirse fenómenos inéditos. En esa misma dirección, el enfoque de la filósofa y psicoanalista Cynthia Fleury constata que el fascismo es un momento histórico y además un momento psicológico; como tal, podría repetirse. Así, confluye con Enzo Traverso, quien propone el concepto posfascismo para caracterizar a los nuevos movimientos de extrema derecha –entre estos, el gobierno de Putin– cuyo radicalismo “no incluye ni un asomo de ‘revolucionario’, y su conservadurismo […] está desprovisto de la idea de futuridad que modeló de manera tan profunda a las ideologías y utopías fascistas”. Con esa concepción, el autor intenta también marcar la historicidad específica y el contenido contradictorio que de por sí tiene el término, pensado para definir un fenómeno transicional y global.
Más allá de los matices, lo importante de estos planteos es que nos ayudan a pensar el fenómeno del putinismo tardío no como un hecho aislado, sino como la manifestación, en su versión extrema, de ciertas tendencias mundiales. Como sostiene la mencionada Fleury,
sería un error creer que [el fascismo] es un fenómeno del pasado. Es posible que las experiencias psíquicas individuales de un gran número de personas confluyan y den lugar juntas a un movimiento en el que nos veamos arrastrados colectivamente. […] Nuestro tiempo es el momento de un resentimiento muy fuerte, y es un fenómeno que puede observarse en muchos lugares del planeta.
El régimen de Putin forma parte de una constelación heterogénea en la que también podrían incluirse, con sus debidas diferencias, los gobiernos pasados de Bolsonaro en Brasil y Trump en los Estados Unidos, o los actuales de Georgia Meloni en Italia, Javier Milei en la Argentina y la nueva presidencia de Trump iniciada en 2025, entre otros, aunque al menos en estos países la tradición democrática es aún fuerte para limitar el accionar autoritario. Si volvemos a Budraitskis, notamos que en un trabajo previo señalaba el carácter global de las nuevas derechas y el modo en que el conservadurismo y el autoritarismo de Putin participaban en tendencias que iban más allá del espacio nacional. Como sintetiza el historiador Ezequiel Adamovsky,
la nueva derecha radicalizada pone en riesgo una vez más los pilares de la vida civilizada. En cierto sentido, comparte con el fascismo la misma visión totalizante, solo que desplazada a la fantasía de que sea el capital –y no el Estado– el que totalice la vida social [y a] la fantasía de acabar con la política.
En suma, no existe un alma rusa de origen asiático responsable de conducir a su población una y otra vez hacia gobiernos despóticos y autoritarios. A lo largo de la historia, esa sociedad se ha demostrado capaz de oponer resistencia al poder y organizarse de una manera diferente. Sin embargo, la presión del sistema-mundo, la conexión rusa realizada desde un lugar semiperiférico y los proyectos propios de las élites dominantes hicieron que reiteradas veces el país fuera gobernado por sistemas ajenos a la democracia y más cercanos a formas autoritarias.
En ese sentido, podemos considerar al actual poder de Rusia como una forma de fascismo “porque no solo se ajusta a esa definición, sino que también procura que los movimientos de liberación del presente se den cuenta de la magnitud de la amenaza global que se cierne sobre el futuro”. Estas precisiones en la caracterización conceptual pueden aportar de manera significativa a una mejor comprensión de las realidades contemporáneas y, sobre todo, al desarrollo de estrategias más astutas y eficaces para superarlas.
No existe un alma rusa de origen asiático responsable de conducir a su población hacia gobiernos despóticos y autoritarios, sin embargo, la conexión rusa al sistema-mundo desde un lugar semiperiférico y los proyectos de las élites hicieron que el país fuera gobernado por formas autoritarias.

* Este es un fragmento del libro Rusia hoy, publicado por Siglo XXI Editores este año. Agradecemos a la editorial por el mismo.