Las luchas de clases en el siglo XXI
Un mapa de las clases sociales y sus estrategias bajo el capitalismo 4.0
En un artículo publicado por la New Left Review en el año 2000, Slavoj Žižek señalaba que «mientras que la tolerancia multicultural se convierte en el lema de las nuevas y privilegiadas clases “simbólicas”, la extrema derecha procura dirigirse y movilizar a lo que queda de la “clase obrera” en nuestras sociedades occidentales». Escrito al calor del ascenso electoral de la derecha de aquellos años (Jörg Haider, Pat Buchanan, Jean-Marie Le Pen), el texto de Žižek adelanta un tema que se irá haciendo más evidente con el correr del siglo: la desconexión entre la izquierda y la clase trabajadora, bien aprovechada por las «derechas populistas» para captar a ese electorado en disponibilidad. Pero también expresa un problema que ya estaba maduro para principios de siglo: la dificultad para definir clases sociales luego de las transformaciones neoliberales del capitalismo. Aún desde el marxismo, Žižek no puede evitar encomillar a la «clase obrera» y contraponerla a unas novedosas e imprecisas (y también encomilladas) «clases simbólicas», que parecen remitir tanto al «capital cultural» de Pierre Bourdieu como a la «clase creativa» que Richard Florida acuñará en 2002. Una extraña convivencia sociológica de lo sólido y lo que se desvanece en el aire.
A veinticinco años de aquél artículo, el capitalismo encara una nueva ronda de transformaciones y el mapa social parece aún más confuso: la riqueza se concentra pero la digitalidad esparce capital, la automatización amenaza con desplazar trabajadores y la informalidad disuelve los bordes del mercado de trabajo. Sin embargo, nada de eso debería disuadirnos de intentar trazar ese mapa, al menos tentativamente.
Podemos definir provisoriamente a las clases sociales como cada uno de los estratos en que se dividen las personas de acuerdo a sus condiciones de existencia: pertenecemos a la misma clase de personas que viven más o menos como nosotros. Llegados a este punto, empiezan las discusiones sobre el criterio para definir esas «condiciones de existencia»: el nivel de consumo, educativo o cultural; la profesión o la posición en el mercado de trabajo; la propiedad o no de capital, de poder o de ambos. El sociólogo Eric Olin Wright las integró en una especie de embudo analítico que va de mayor a menor, y describió sus estrategias (o luchas de clase) como si fueran un juego:
1) En un nivel macro, funciona el criterio marxista de grandes clases sociales divididas por la propiedad y la explotación o dominación subsecuente. En este nivel, las luchas son por definir el tipo de juego a jugar: capitalismo o revolución.
2) En un nivel intermedio, funciona el criterio weberiano de clases definidas por situaciones de mercado y status, puntualmente, la posibilidad de cerrar el acceso de esa clase con diferentes medios (títulos profesionales, sexismo, racismo, etc). Aquí los conflictos pasan por definir las reglas de un juego que, en sí, no está en discusión: el capitalismo. Es lo que hacen el sindicalismo y otros grupos de presión reformistas.
3) Por último, hay microclases definidas por el tipo de empleo y las atribuciones personales de los individuos que la componen (educación, experticia, etc). Aquí el juego se limita a movimientos en torno a un juego cuyas reglas son reconocidas por todos: la lucha por las condiciones de vida.
Yendo de arriba hacia abajo, podemos usar el esquema de Wright para ver qué clases y qué luchas nos deja el capitalismo 4.0 que va emergiendo.
Nivel 1: Explotación del capital por el capital
El enfoque macro funciona mejor desde arriba. Pareciera que el marxismo tiene más que decir sobre el capital que sobre el trabajo, herencia quizás de un Marx obsesionado con la burguesía y apenas conectado con la clase trabajadora. Este fragmento de Mackenzie Wark resume la principal deriva del capital en los últimos 25 años:
Hoy en día, gran parte de la producción primaria y manufacturera parece estar controlada por flujos rápidos y algoritmos complejos cuya existencia concreta se encuentra en una forma terciaria: la de la información.
Las fuerzas de producción que instrumentalizan la información se extienden hasta el proceso de producción, ya sea en forma de robótica industrial o de la vigilancia detallada y constante del trabajo vivo. Se extienden hasta las redes globales de medición y control que funcionan en tiempo real. Estas redes de información subsumen en su red no solo a la materia orgánica e inorgánica y la energía, sino también al ser humano como «usuario», que se convierte en productor de información incluso cuando no trabaja.
En suma, el desarrollo de la digitalidad generó una «tercera forma de relación», capaz de explotar al trabajo y al capital a la vez. Por un lado, este proceso forma parte del desarrollo del capitalismo, en particular, del desarrollo del software desde la posguerra. A partir de los años 70 el proceso productivo comenzó a «informatizarse» progresivamente (primero, la microelectrónica; luego, la robotización; más tarde, la internet industrial; hoy, el deep learning). Surgió así un nuevo tipo de mercancía digital, libre e infinitamente replicable. Es decir, ínclitamente anticapitalista. Para recuperar el control sobre los flujos de valor, las empresas desarrollaron una infraestructura digital que privatiza y concentra los datos, y permite nuevas y eficientes formas de control sobre el trabajo y la creatividad humana. A los titulares de esa infraestructura digital, Wark los llama «clase vectorialista», por su poder para redirigir la circulación de la información y desde ahí explotar como usuarios tanto a los trabajadores como a los capitalistas, que dependen de esas plataformas digitales para hacer negocios.
Por otro lado, y a pesar de que este proceso fue impulsado por el desarrollo capitalista, Wark entiende que una economía dominada por la clase vectorial ya no es capitalista. Anticipa así a la «hipótesis tecnofeudal», según la cual la relación que tienen las plataformas digitales con sus usuarios es más parecida a la de un señor feudal que extrae rentas de sus siervos que a la de un capitalista que extrae ganancias de sus obreros, debido a su concentración de poder y al hecho de prescindir del mercado. Se podría objetar que el capitalismo no se define por su dependencia del mercado (todo lo contrario), sino por la acumulación de capital. Y la concentración es parte de su lógica. De modo que esto sigue siendo capitalismo, y la «clase vectorialista» es parte de la clase capitalista.
Se puede hablar de una elite vectorial del capitalismo capaz de capaz de explotar al trabajo y al capital a la vez extrayendo rentas del control de la información, la energía y el suelo.

Con todo, la idea de una clase vectorialista que domina al resto del capital ayuda a entender a la nueva clase capitalista. O no tan nueva. A principios del siglo XX se hablaba del «capital financiero» con un vector de liquidez que controlaba al capital industrial y agrario. Incluso para Wark el proceso de vectorialización del capitalismo comienza con la crisis de los años 70, cuando la financiarización, el offshoring y la tercerización les permitieron a las grandes empresas esquivar la caída de los beneficios redirigiendo flujos de riqueza a nivel global. George Caffentzis, por su parte, dice que después de 1969 el capitalismo pasó de explotar a obreros en la fábrica (tarea que se había vuelto difícil tanto en Córdoba como en Turín) a explotar a toda una sociedad dentro y fuera de la empresa (al obrero, al ama de casa, al informal y a la empresa misma) mediante la deuda privada y el control de los servicios energéticos. Es decir, el control vectorial del crédito y la energía permiten explotar a la sociedad entera con la tarjeta de crédito y las boletas de luz y gas. Varios urbanistas (Molloch y Logan, Brenner, Peck, Topalov, etc) señalan que, también a partir de los años 70, la privatización del desarrollo urbano permitió extraer una renta por la valorización permanente del suelo. De manera que todos los habitantes de un espacio mercantilizado hoy son inquilinos de facto de una élite de latifundistas urbanos. Mike Davis apunta que en el siglo XXI la propiedad urbana está tan o más concentrada que la rural: la mitad de la superficie urbana del Sudeste Asiático, por ejemplo, está en manos del 5% de los propietarios. El peso del alquiler se hace tan gravoso en algunas ciudades que hay economistas pensando en computar a la mera propiedad de la vivienda como una renta en sí, por el ahorro de alquiler.
Se puede hablar, en suma, de una elite vectorial del capitalismo capaz de extraer rentas del control de la información, la energía y el suelo, y de explotar incluso a fracciones del mismo capital. Si una clase dominante se define, según Wright, por a) su control sobre la vida de los demás, b) su capacidad de explotarlos mediante la dominación y la apropiación, y c) el «bienestar de la independencia inversa» (el bienestar material de los explotadores depende causalmente de la disminución material de los explotados), esta élite vectorial del capitalismo es la clase dominante del siglo XXI. Pero es una dominación inestable, que tensa los clivajes regionales, nacionales y sectoriales del propio capital. Sin la regulación adecuada, la explotación capitalista del trabajo puede alimentar revoluciones; y la explotación capitalista del capital puede alimentar guerras.
Si pasamos a definir a las «clases dominadas», ni Wark ni la hipótesis tecnofeudal tienen mucho que decir. Wark, por un lado, compara a los trabajadores con el «pink goo», una pasta de carne ultraprocesada que se usa en la industria alimenticia. Por otro lado, cifra sus esperanzas anticapitalistas en una «clase hacker» capaz de producir valor por fuera del control vectorial. Ni el desprecio derrotista hacia una masa amorfa ni la idealización ya algo anacrónica de los hackers nos van a ayudar a mapear a la clase trabajadora del siglo XXI.
Nivel 2: Las formas del trabajo
Una clase capitalista vectorial, capaz de explotar a toda la sociedad por fuera de la empresa y del mercado de trabajo, desdibuja el perfil de la «clase dominada»: en principio, somos todos usuarios de la web, las ciudades y la energía. De hecho, el neo-operaísmo de los años 2000 (heredero del operaísmo italiano, que en los 60 y 70 buscó un sujeto político en la experiencia directa del trabajo industrial) aceptó rápidamente que la fábrica ya no era el marco privilegiado de la creación de valor, ni de la explotación, ni de la subjetividad, y pasó a hablar de una «fábrica social»: las nuevas tecnologías y formas de organización permiten crear datos, conocimientos y valor casi en cualquier lugar. Y el capital, por su lado, se ve obligado a extender su capacidad vectorial para apropiarse de ese valor casi en cualquier lugar. Se configura así una red asimétrica de trabajo social ―o «prosumidores», por citar al olvidado Alvin Toffler― en la que se definen diferentes posiciones respecto a los nodos más dinámicos de esa red, con movilidades y estrategias diversas.
El héroe de este lío es el «cognitariado», otro concepto acuñado por el neo-operaísmo para referirse al conjunto de trabajadores calificados que se mueven sobre la retícula de la digitalidad. Con el giro vectorial del capitalismo, la división del trabajo asumió características «cognitivas», esto es, basadas en el uso y acceso diferencial a diferentes formas de conocimiento. Algunos economistas distinguen entre la información, los datos que generamos todos los prosumidores en el mismo acto de consumir digitalidad, y el conocimiento, una combinación de datos que permite crear algo nuevo. Si bien todos los humanos producimos e intercambiamos conocimientos, en la Modernidad ese fue un rol asignado a científicos, escritores, artistas y docentes, progresivamente proletarizados aunque en mejores condiciones que el resto de la clase trabajadora. Con la informatización de la economía, la gestión de esa escala no humana de datos requirió infraestructura y profesionales específicos. Mientras los viejos roles del escritor, el artista y el docente se degradan ante la descualificación digital, surge y crece el cognitariado, ubicado en una situación ambigua que el colectivo Commonware resume así:
El capital fijo, en el capitalismo cognitivo, es tendencialmente incorporado en el trabajo (en la forma de conocimiento, etc). Hay que señalar que esto fue siempre interpretado en su duplicidad. Por un lado, la inalienabilidad de este capital de la materia caliente y viviente de los cuerpos y de las relaciones que estos instauran, restituye al trabajo parte del poder sobre las condiciones materiales de la producción que en la separación fordista entre ciencia, técnica y trabajo estaba concentrado en el management. Por otro lado, el trabajo vivo no incorpora sólo potencia transformativa, sino también informaciones, prescripciones, esquemas operativos, disposiciones sin los cuales, simplemente, no funcionaría.
Los informáticos, diseñadores e investigadores de ciencias aplicadas a las TICs, así como cualquier «creativo» que tenga algo que aportar a alguna plataforma, están en condiciones de negociar el capital que llevan incrustado en la cabeza, al precio de dejar que ese capital sea gestionado por fuera de esa cabeza. Con el costo que eso tiene para la cabeza. Y para el resto del cuerpo. La situación de clase del cognitariado se define y redefine constantemente por su capacidad de cerrar el acceso a su experticia y de renegociar con la autoridad saltando de un freelance a otro, aprovechando las redes del mercado global. Es una lucha de clases que la mayoría del cognitariado prefiere librar disputando las reglas de un capitalismo que acepta como sistema. Pero nada es para siempre. La creciente incorporación de la digitalidad a las restricciones del proceso productivo ―una suerte de «retorno a lo material», acelerado por la desglobalización― conlleva la necesidad de aumentar la productividad del trabajo cognitivo. El cognitariado enfrenta en el siglo XXI el mismo proceso que el proletariado enfrentó en el siglo XIX: un creciente disciplinamiento y explotación bajo la amenaza de la automatización de sus tareas. En aquel momento, la propia masificación y homogenización del trabajo terminó favoreciendo la organización de sindicatos. Queda por ver qué efecto tiene ese proceso en el cognitariado. Cualquier buen lector de Historia sabe que ésta nunca se repite.
El cognitariado enfrenta en el siglo XXI el mismo proceso que el proletariado enfrentó en el siglo XIX: una creciente explotación bajo la amenaza de la automatización de sus tareas
Cualquier buen lector de Historia sabe, además, que en una misma época conviven diferentes estratos de tiempo. En la nuestra también. De hecho, la clase capitalista vectorial es posible por su coexistencia con actores del capitalismo anterior: grandes y pequeñas fábricas, servicios de todo tipo y productores agropecuarios de toda escala que, para sobrevivir como empresas, deben desarrollar estrategias en relación a esos vectores. La informatización permite reducir activos y aumentar la competitividad a costa de incrementar la dependencia respecto un vectorial, llámese Amazon Web Service, Mercado Libre o Monsanto; y los flujos financieros permiten «primero crecer y después tener ganancias» (grow first, then earn), a costa de una dependencia similar respecto a Citadel, Marc Andreessen o KASZEK.
Estas transformaciones del capital van segmentando progresivamente al mercado de trabajo, que se fragmenta entre la minoría privilegiada y decadente de los trabajadores sindicalizados, y una panoplia de nuevas formas de trabajo muy flexibles, muchas de ellas ya ni siquiera salariales (las plataformas con «colaborativas»), y que generalmente reclutan entre grupos excluidos y vulnerables (inmigrantes, jóvenes, mujeres).
Un dato de esta nueva clase trabajadora es su invisibilización: las instituciones representativas, las identidades políticas y hasta los criterios estadísticos aún no incorporan del todo su novedad, al tiempo que su práctica se va fusionando con el paisaje urbano. Esto tampoco es tan nuevo. El hombre invisible es un cuento de G.K. Chesterton publicado en 1911. En él, un millonario (fabricante de robots domésticos) es asesinado en su departamento. Ningún testigo vio entrar a nadie, aunque hay huellas en el vestíbulo. El padre Brown descubre que fue el cartero, un hombre «mentalmente invisible» para los demás: «Supongamos ―ejemplifica Brown― que una dama le dice a otra por teléfono: “¿Hay alguien contigo?”. Aunque la criada esté en la habitación, la dama contesta: “No hay nadie con nosotros” con lo que se refiere a que no hay nadie de aquellos en quien uno piensa». La invisibilidad mental del cartero y la criada en 1911, es la invisibilidad de los empleados de limpieza, los repartidores, incluso de los cartoneros en el siglo XXI. Es la fantasmagoría del trabajo emergente, que existe y subsiste de formas ocultas enfrente nuestro.
Nivel 3: La aceleración en la lucha por la vida
«Precariado» es un concepto que inventó el economista británico Guy Standing para designar a la nueva clase social de los trabajadores informales, precarizados laboralmente y marginados de las instituciones públicas de bienestar y control.
El precariado es algo distinto de la «clase obrera» o del «proletariado» (...) Se esperaba que la clase obrera suministrara un trabajo asalariado estable, aun si sus miembros estaban expuestos al desempleo (...). Mientras la norma proletaria era la habituación al trabajo estable, el precariado está habituándose al trabajo inestable.
Hace rato que el Primer Mundo viene a la zaga de las transformaciones sociales. Standing descubrió en 2011 lo que ya en 1969 el argentino José Nun había llamado «masa marginal»: un conjunto de gente sobrante, un tipo de sobrepoblación característica del capitalismo maduro. O del capitalismo vectorial. A diferencia del «ejército de reserva de los desocupados», siempre listos para entrar al mercado de trabajo y contener salarios, la masa marginal está compuesta por personas que ya no son necesarias para cubrir ningún puesto y que aprendieron a vivir fuera del mercado laboral. Pueden ser disfuncionales o afuncionales, es decir, nocivos o completamente indiferentes para el capital.
Nun desarrolló el concepto de «masa marginal» pensando en el caso latinoamericano pero previendo su expansión al Primer Mundo. Cuarenta años después, Standing dio con el fenómeno. Mientras tanto, los latinoamericanos avanzaron en su comprensión. En los años 70, el peruano Aníbal Quijano llamó «polo marginal» a «un conjunto de ocupaciones establecidas en torno del uso de recursos residuales de producción». En los años 90, el brasileño Paul Singer creó el concepto «economía solidaria» para el sistema de actividades de supervivencia desarrolladas por las personas marginadas del mercado de trabajo. La marginalidad ya no era considerada un residuo sino un sistema.
La «economía solidaria» es normativa ya desde su nombre (¿cómo puede ser malo algo solidario?) y entiende al precariado a partir de dos conceptos. Uno es la «reciprocidad», el intercambio sin espíritu de lucro, ajeno tanto al mercado como al Estado. El otro es la «economía reproductiva», el conjunto de tareas de cuidado, de escala doméstica y dedicación históricamente femenina, que no generan valor pero hacen posible la creación de valor: el trabajador puede salir de su casa a trabajar porque alguien cuida a sus hijos y prepara su comida.
Esos dos conceptos alimentaron un enorme malentendido político sobre el precariado: que éste es intrínsecamente solidario y potencialmente anticapitalista. Este malentendido parte principalmente de omitir que la mayor parte de estas prácticas marginales se desarrollan en mercados informales, en donde el inevitable espíritu de lucro de cualquier mercado se combina con un entorno desregulado, cuando no ilegal, que tolera y fomenta las prácticas capitalistas más voraces. Por otra parte, los mercados informales, si bien son un fenómeno territorial, incrustado en condiciones particulares, también son una plataforma global, presente en todo el mundo, integrada plenamente a los vectores de circulación de los bienes y personas, a sus marcas (falsificadas) y a sus tecnologías. Aquí no hay nada de reciprocidad ni anticapitalismo: son capitalistas sin capital, que sobreviven moviéndose alrededor de las reglas del mercado. Aún reducidos al microemprendedurismo individualista, esas condiciones de existencia los definen como una clase social.
Se produjo un un enorme malentendido político sobre el precariado: que éste es intrínsecamente solidario y potencialmente anticapitalista
El malentendido alrededor del precariado no solo condujo a obviar, de manera paternalista, cuáles iban a ser sus valores y opciones políticas. También las consecuencias últimas de las soluciones políticas ofrecidas, las futuridades del precariado, dejan en evidencia el equívoco político de la economía solidaria. Me permito especular brevemente sobre dos de estas posibilidades futuras.
La primera posibilidad sería la expansión de la economía solidaria sobre la economía capitalista, un programa explicitado por el propio Singer. Una sustitución plena llevaría a una reducción abrupta de los recursos, dado que las prácticas económicas recíprocas no generan riqueza, solo la distribuyen. Algo cercano al decrecionismo. Una sustitución parcial llevaría a una convivencia en la que el mercado generaría valor, el Estado lo redistribuiría y la economía solidaria contendría a los crecientes excluidos en un modo de vida austero, local y comunitario, reforzando los lazos primarios, las estructuras domésticas y las formas económicas preindustriales. El espíritu de la propuesta es enteramente progresista pero comparte la vocación de retorno a las prácticas tradicionales y el particularismo con el tradicionalismo reaccionario de Alain de Benoist y Aleksandr Duguin. Eso explicaría la deriva neotradicionalista de parte del populismo progresista. Si bien los procesos sociales materiales son irreversibles y es imposible reponer sistemas de valores pasados, un repliegue neotradicionalista hacia la comunidad y lo doméstico puede llegar a contener y disciplinar a grupos sociales marginales, a costa de la igualdad y de la idea misma de sociedad.
La segunda posibilidad sería la remuneración plena del trabajo doméstico, un viejo reclamo del feminismo para lograr la incorporación de las trabajadoras de la economía reproductiva en la economía formal. La meta es la salarización de todas las mujeres que trabajan en su casa, pero también podría estimular la oferta de servicios domésticos profesionales hasta permitir a las mujeres que así lo quisieran liberarse de las tareas reproductivas. Ese criterio se podría extender a otros miembros del hogar que desempeñen tareas reproductivas, como niños o ancianos. En palabras de Branko Milanovic estaríamos ante la mercantilización de la esfera doméstica:
El nuevo capitalismo hipercomercializado unifica de nuevo la producción y la familia, pero lo hace incluyendo al hogar en su modo de producción. Podemos considerar este fenómeno un resultado lógico de la evolución del capitalismo, en el que este pasa a "conquistar" nuevos ámbitos y a mercantilizar nuevos bienes y servicios (...) En la atomización, nos quedamos solos porque todas nuestras necesidades pueden ser satisfechas por lo que compramos a otros en el mercado. En un estado de mercantilización plena, nosotros mismos nos convertimos en esos otros.
El hogar, último refugio ante las frías aguas del lucro, se vería así penetrado por la lógica del capital. Un aceleracionismo fatto in casa que terminaría de hacer del capitalismo la única forma posible de subjetividad y relación con los demás.
Combinando ambos escenarios, se puede ver en el precariado tanto un acelerador de la mercantilización como un factor de repliegue neotradicionalista. No sería ninguna sorpresa que el turbocapitalismo del siglo XXI requiriera de un contrapeso tradicionalista para evitar su colapso, aquietar a la masa marginal y racionar el consumo en este momento de crisis planetaria y guerra por los recursos naturales. Si la «clase obrera» de Žižek termina siendo furgón de cola de las nuevas derechas, el precariado parece traer al futuro desde el fondo del tarro social. Actualizando lo que hace un siglo escribiera György Lukács:
para el [precariado] es una cuestión de vida o muerte tomar conciencia de la esencia dialéctica de su existencia, mientras que la [clase obrera] recibe en la vida cotidiana la estructura del proceso histórico con las abstractas y cuantificadoras categorías del progreso indefinido, la reflexión, etc., para luego enfrentarse, en el momento del cambio, con catástrofes sin mediación.
Se puede ver en el precariado tanto un acelerador de la mercantilización como un factor de repliegue neotradicionalista
