La utopía afrikáner
Los afrikaners son el resultado de la particular historia colonial de Sudáfrica, y el determinante de su presente. Una minoría blanca desanclada de cualquier pertenencia europea, opuesta tanto al dominio inglés como a las mayorías negras, que durante la segunda mitad del siglo XX llegó al poder para diseñar una utopía nacional e identitaria: el apartheid.
por Mariano Canal
A unos 800 kilómetros al norte de Ciudad del Cabo, en las estribaciones del desierto del Kalahari, se ubica una pequeña población de unos 3500 habitantes llamada Orania. La región, muy árida y despoblada, se conoce en Sudáfrica como el Karoo, un territorio habitado mayormente por avestruces y ovejas, célebre por sus temperaturas extremas y la aspereza de sus pocos pobladores: uno de esos paisajes grandiosos, inolvidables y fuera de escala humana que gritan “esto es África”. Orania podría ser un asentamiento de las viejas épocas del esforzado poblamiento de la región, cuando los ingleses a finales del siglo XIX tendieron los rieles que cruzaron el desierto para conectar los puertos con los yacimientos de diamantes descubiertos no muy lejos de ahí, una estación con un pequeño destacamento de soldados para disuadir a los nativos hostiles, una cabecera civilizatoria de los tentáculos del viejo imperio, pero no: Orania tiene apenas poco más de treinta años de vida y su fundación coincide con el momento en que Sudáfrica comenzaba a desandar su nueva vida democrática, cuando el país del apartheid dio paso por primera vez a una república en la que, a la manera de cualquier país más o menos normal, cada voto de sus ciudadanos vale lo mismo. Orania es una ciudad diseñada para ser habitada exclusivamente por blancos. Más específicamente, y el matiz no es menor sino que es el corazón del asunto, Orania es una ciudad diseñada para ser habitada exclusivamente por afrikáners. Orania es un experimento social, una plataforma política y una posible imagen del mundo que viene: un enclave al mismo tiempo maligno y anticipatorio dentro de un país, Sudáfrica, que como pocos otros lugares es un laboratorio salvaje y sufrido de los cruces entre democracia, desigualdad, identidades y poder.
El origen de la identidad afrikáner
Afrikáners, entonces. Empecemos por ahí. La historia de Sudáfrica comienza, a diferencia del resto del continente, con una colonización europea muy temprana: el año es 1652 y el lugar es el cabo de la Buena Esperanza, el punto más al sur del continente por el que pasaban los barcos que recorrían la ruta hacia las Indias orientales, lo que hoy es Indonesia, Malasia, Filipinas, lugares de especias maravillosas y extremadamente cotizadas en Europa, donde un par de flotas perdidas a manos de flechazos de los nativos o de piratas chinos estaban dentro de los riesgos amortizados de la bolsa de Ámsterdam. Ciudad del Cabo, entonces, es fundada como un puesto estratégico en esa ruta comercial global por la muy siniestra Compañía de las Indias Orientales, una empresa privada formada por burgueses calvinistas con collarines almidonados tipo cuadro de Rembrandt que estaban fraguando la creación del sistema económico que, poco a poco, se apoderaría del mundo. Punto de reaprovisionamiento de los buques que hacían la ruta hacia las Indias más que proyecto colonial y expansivo, el Cabo no era más que un asentamiento de empleados de la Compañía atrincherados ante un continente que era terra incognita y sobre el que no pretendían avanzar ni tener más contacto que la reducción a la servidumbre de unos pocos nativos, con los que sin embargo iniciaron el largo linaje de mixtura racial y desprecio que tan problemático y determinante sería para el futuro del país. A esos primeros holandeses se les fueron uniendo con el paso del tiempo otros perseguidos de las guerras religiosas europeas, fundamentalmente hugonotes franceses y otros calvinistas que buscaban (como lo hicieron en las colonias norteamericanas por la misma época) refugio para esas creencias no precisamente, digamos, caracterizadas por la ternura y la alegría de vivir, pero sí por la convicción de ser una comunidad bendecida por la Providencia a través del trabajo duro y el desprecio por los ajenos a ese núcleo cultural.
Calvinismo y una estricta, fanática, separación de las otras razas que se filtraban en ese asentamiento original (obviamente, los nativos africanos, pero también malayos y javaneses traídos desde las otras posesiones holandesas) definieron esa primera horneada de la identidad que comenzaría a designarse como afrikáner. La quiebra de la Compañía holandesa de las Indias Orientales a principios del siglo XIX, dio paso a la ocupación británica de la colonia lo que produjo un nuevo pliegue en la construcción identitaria de los afrikáners: ya no eran los únicos blancos que detentaban el poder político, pero seguían siendo el grueso de la población (blanca, cristiana) y se resistían a subsumirse dentro de las instituciones coloniales que los británicos montaban al estilo de sus otros dominios de ultramar. Es la peculiaridad que arrastrará por los próximos doscientos años la historia de esta minoría blanca y que distinguirá de maneras trágicas el porvenir de Sudáfrica: una población con una mitología de origen desanclada de las potencias europeas, con una identidad propia basada en un idioma creado sobre la marcha (el afrikáans, derivado del neerlandés pero con los préstamos y contaminaciones propios de un criollismo africano), una fuerte pertenencia religiosa y un acendrado espíritu pionero construido en luchas, tanto culturales como de sangre, contra británicos y africanos. Hay ahí, in nuce, en los conflictos de esa colonia de unas pocas decenas de miles de personas a comienzos del 1800, en la que se mezclan esclavos africanos, siervos bajo contrato malayos, administradores coloniales británicos y granjeros afrikáners, ya toda una cantidad de elementos que irán complejizándose con el correr de la historia hasta producir los acontecimientos por los que Sudáfrica más fácilmente nos viene a la mente: el régimen del apartheid y su complejo proceso de democratización. Y también fenómenos al parecer excéntricos como Orania, el apacible poblado en el desierto, habitado sólo por afrikáners, donde se libra una discreta guerra de equívocos entre la historia y el futuro.
Calvinismo y una estricta, fanática, separación de las otras razas que se filtraban en ese asentamiento original definieron esa primera horneada de la identidad que comenzaría a designarse como afrikáner, una población con una mitología de origen desanclada de las potencias europeas

Como otras naciones “nuevas”, Sudáfrica tiene una historia partida muy claramente entre el siglo XIX y el XX: una primera parte envuelta en las nebulosas heroicas de la expansión, los valores constitutivos, las figuras trágicas, las grandes batallas fundacionales; y otra parte dominada por los claroscuros de la política y el capital, las derivas de la sociedad de masas, los excesos y errores atribuidos a los vientos internacionales. Todo esto, por supuesto desde el punto de vista de la minoría blanca que controló el país (aun con sus conflictos internos) hasta 1994, no es necesario aclararlo. Desde el punto de vista de la mayoría negra, mestiza o asiática (la designación oficial de los tres grupos marginalizados) esa periodización no tiene más sentido que una larguísima época de explotación apenas punteada por algunos momentos de mayor tolerancia que culminaron con el final infernal, a toda orquesta, del establecimiento del apartheid en 1948. Pero para los afrikáners y la construcción de su identidad cultural sí: el siglo XIX es el siglo del Gran Trek, la migración de los boers, los granjeros afrikáners hacia el interior no explorado para alejarse del dominio británico: imagen crucial de la identidad blanca con las hileras de carretas cargadas de familias tiradas por bueyes adentrándose en el desierto, la imagen de la migración esforzada por territorio hostil con tal de no aceptar las reglas impuestas por un gobierno injusto. ¿Resuena algo? Es el western, obviamente, aunque ahí la motivación para huir del control británico está también espoleada por la resistencia a la abolición de la esclavitud, lo que tiñe toda la escena de un color un poco más pálido, un poco menos inspirador.
El 16 de diciembre de 1838 en las orillas del río Ncome, en lo que hoy es la provincia de KwaZulu-Natal, se produjo la batalla de Blood River, cuando una caravana de afrikáners fue atacada por un ejército zulú. Se cuenta que entre 25 mil y 30 mil zulúes embistieron a unos 400 bóers que formaron un círculo con sus carretas y desde ahí repelieron el ataque. El resultado de la batalla, con unos 3000 zulúes muertos y sólo tres bóers heridos fue interpretado como una señal de aprobación divina a la misión de los afrikáners. El 16 de diciembre pasó a ser una fecha sagrada de esa mitología, conocida como el día del juramento o día del pacto, un recordatorio, por extensión, de la supremacía afrikáner en la constitución de eso que décadas después sería Sudáfrica. Feriado nacional durante el apartheid, después del 94 el 16 de diciembre sigue siendo una fecha observable, aunque ahora con el nombre de “Día de la Reconciliación”. Es que también la fecha tiene una resonancia inversa dentro de la historia de la resistencia negra: fue el día en que en 1961 hizo su aparición pública el brazo armado del Congreso Nacional Africano, el legendario uMkhonto we Sizwe (“La Lanza de la Nación”, abreviado más popularmente como MK) dirigido por Nelson Mandela y Joe Slovo con su campaña de sabotajes contra instalaciones y oficinas del régimen. En Orania, por supuesto, esa reconversión en día de reconciliación nacional, fruto de la intención mandeliana de contener a todas las identidades culturales en la nueva Sudáfrica post racial, no tiene demasiado eco: chicas y chicos de un rubio casi albino se ponen sus trajes típicos y desfilan recordando la vieja batalla, las viejas carretas tiradas por bueyes, el río teñido de sangre zulú y el pacto establecido con el severo dios calvinista.
Sudáfrica tiene una historia partida muy claramente entre el siglo XIX y el XX: una primera parte envuelta en las nebulosas heroicas de la expansión y otra parte dominada por los claroscuros de la política y el capital, los excesos y errores atribuidos a los vientos internacionales
La Sudáfrica moderna surge de la confluencia de tres factores: el descubrimiento de inmensos yacimientos de oro y diamantes, la guerra entre británicos y afrikáners, y la disponibilidad forzada de mano de obra barata de las poblaciones no europeas, es decir del 80%, o más, de la población del país. El oro y su fiebre previsiblemente reconfiguraron la economía de una región hasta entonces mayormente pastoril y marginal en el comercio mundial. Johannesburgo sería el centro de esa economía extractiva y de rápido crecimiento (alcanzando los 100 mil habitantes en menos de quince años desde la fundación de la ciudad) alrededor de la cual crecería una burguesía anglo-parlante y una minoría afrikáans-parlante, más pobre, de migrantes internos que dejaban el campo por la ciudad. Además, por supuesto, de una mayoría compuesta por africanos negros, inmigrantes chinos e indios ya sujetos a distintas formas de regulación laboral que aseguraba la depresión de sus salarios por medios extra económicos.
Una modernidad, entonces, propulsada por recursos naturales abundantes y una mano de obra barata, mantenida a nivel de subsistencia, a través de medios legales que aseguraban una segregación racial cada vez más estricta. No muy diferente, en este nivel, que el habitual paisaje colonial del resto de África, Asia y determinadas zonas de Latinoamérica en ese período, aunque con la diferencia notable y crucial para el posterior desarrollo sudafricano de la presencia de una minoría blanca que no se consideraba atada a los intereses o modelos culturales de la metrópoli del momento (Gran Bretaña), sino, por el contrario, la encarnación misma de los valores fundacionales de esa nación en ciernes, tan parte de su historia (o más) que los nativos africanos, una identidad en la que se mezclaba la pretensión civilizatoria, la superioridad racial y un permanente sentimiento de amenaza a su misma existencia por partida doble: por parte de la inmensa diferencia poblacional con respecto a la mayoría negra y también en relación a la otra minoría blanca, la británica, a la que veía como invasora y privilegiada. La guerra entre las dos minorías blancas estallaría en la frontera entre los siglos XIX y XX, desgarrando el país en un conflicto de una violencia mayor al del resto de los enfrentamientos que Gran Bretaña protagonizó durante su largo período imperial. Los afrikáners fueron derrotados, pero al mismo tiempo consolidaron su identidad alrededor de un nacionalismo blanco dotado de toda una serie de instituciones culturales y políticas que en las siguientes décadas arrinconarían sin pausa a los británicos en la búsqueda de imponer un proyecto muy específico y que pocos en ese momento inicial pensaban posible: la construcción de un Volkstaat, una Sudáfrica gobernada por afrikáners y con la exclusión política y social absoluta de la mayoría de la población.
La utopía del apartheid
Es difícil dimensionar la escala del proyecto de reingeniería social que representó la puesta en marcha del apartheid en 1948. Aun conociendo las derivas infernales del colonialismo europeo, sus grandes hazañas expoliadoras, sus formas demoníacas de estratificación racial, la utopía (en el sentido más original del término) afrikáner de ese sistema desplegado por una pequeña minoría demográfica con toda frialdad, la edificación de la arquitectura jurídica necesaria, la permanencia en el tiempo de sus instituciones y las consecuencias a largo plazo a más de treinta años de su desmantelamiento formal, la ubican con pocas dudas entre las grandes cumbres o abismos de la sofisticación para el mal del siglo XX. Si bien la segregación racial y el aseguramiento de una fuente constante de mano de obra barata negra era un pilar fundacional de Sudáfrica, el apartheid implicó un pliegue no sólo más extremo sino más dislocado de su propia época, una construcción a contracorriente del mundo de un bastión del racismo más puro.
Pocos años después del fin de la segunda guerra mundial (en la que Sudáfrica participó del esfuerzo aliado para derrotar al fascismo, puede o no ser una ironía), en 1948 el Partido Nacional, representante del nacionalismo afrikáner se hizo con el gobierno y comenzó a aplicar su política de “desarrollo separado”: no una discriminación al estilo Sur estadounidense o Argelia francesa, sino una completa separación, sancionada legalmente, en todos los ámbitos de la minoría blanca y la mayoría negra, mestiza y asiática; una partición que apuntara en un futuro utópico (para el nacionalismo afrikáner) a la conformación de un estado puramente blanco y al confinamiento de la población negra en enclaves territoriales formalmente independientes. Las leyes que ya limitaban la propiedad de la tierra rural y urbana para los negros fueron reformuladas para confinarlos en asentamientos especialmente diseñados y ubicados a distancia prudencial de las ciudades, ahora reservadas sólo a la población de origen europeo. Lo mismo pasó con el resto de las instituciones, como escuelas, hospitales y universidades, incluso con los espacios públicos. El control de los desplazamientos internos, vieja disposición británica que obligaba a negros, mestizos y asiáticos a contar con una especie de pasaporte que debían llevar encima todo el tiempo, fue reforzado para asegurar que las únicas interacciones entre blancos y “no europeos” fueran aquellas estrictamente necesarias por razones laborales. Porque ahí radicaba el problema que el apartheid nunca pudo (ni quiso) resolver: cómo conjugar la promesa de un exclusivismo racial total con las necesidades de desarrollo del capitalismo sudafricano.
Los afrikáners fueron derrotados, pero al mismo tiempo consolidaron su identidad alrededor de un nacionalismo blanco y un proyecto que pocos pensaban posible: un Volkstaat, una Sudáfrica gobernada por afrikáners y con la exclusión absoluta de la mayoría de la población
Otro aspecto desconcertante y que teñía (para quienes lo veían desde afuera) al apartheid de esa atmósfera irreal, pesadillesca, escandalosa, absurda por su arcaísmo y extremismo tenía que ver con el contraste que mostraba con la época en la que se desarrollaba a pleno: era el final de la guerra mundial en el que los viejos aliados del campo socialista y capitalista celebraban la victoria sobre el fascismo y creaban el orden de las instituciones internacionales; donde los viejos imperios coloniales se resignaban con más o menos sangre al final de sus dominios; donde comenzaban a multiplicarse los movimientos nacionales de liberación en lo que comenzaría a ser conocido como Tercer Mundo y donde Occidente inauguraba la larga época de oro de los estados de bienestar y su consiguiente disminución de las desigualdades económicas (y no sólo económicas). Momento extraño tanto para los blancos sudafricanos embarcados en un proyecto de reconfiguración étnica radical desplegado, tal vez, con menos resistencias del que hubieran imaginado y para la mayoría negra que depositaba sus esperanzas en que los vientos de cambio mundiales empujaran un proceso sino de integración, al menos de descongelamiento de las relaciones raciales.
El gran partido negro, el Congreso Nacional Africano, fundado a principios de siglo siguiendo el modelo del Partido del Congreso indio (cuyas historias se cruzaban en la figura de Gandhi, que comenzó su vida de activista político en Sudáfrica), había apostado por jugar dentro del sistema con los límites estrechísimos que el régimen pre-apartheid tenía: movilizaciones, peticiones a las autoridades locales y británicas, campañas públicas, huelgas de corto alcance siempre reprimidas, tanto por el gobierno como por los sindicatos obreros blancos, los únicos legales y muy conscientes de la importancia que la mano de obra barata negra representaba para el sostenimiento de sus salarios sustancialmente más altos. La radicalización del apartheid a partir de los años 50, que cortó esas pocas vías de protesta, produjo una nueva generación de militantes negros que maduraron la opción por la lucha armada como única salida disponible. Aún así, en el contexto de la época, y de África en particular, esta opción aparece como extraordinariamente moderada. Basta leer el documento fundacional de esa etapa del CNA, su manifiesto programático, la Freedom Charter, proclamada en 1955 en una manifestación clandestina en Johannesburgo, para sorprenderse con lo elemental de las peticiones y la ausencia de la retórica inflamada característica que los movimientos de liberación africanos desplegaban por esa misma época. Apenas la exigencia del desmantelamiento de las leyes racistas, la extensión de los servicios públicos a toda la población, el establecimiento de una democracia basada en la regla de un hombre un voto. Era un llamado a la construcción de una nación no racial con el principio elemental de igualdad ante la ley, que incluyera también a la minoría blanca: más laborismo inglés que Frantz Fanon. ¿Influyó en algo ese perfil especial de la resistencia negra sudafricana a que el apartheid tuviera su larga sobrevida, a que ese experimento a gran escala de supremacismo racial pudiera desarrollarse con un menor escándalo mundial que los contemporáneos Argelia o Vietnam? En todo caso, el pasaje a la lucha armada del CNA se caracterizó en esos años iniciales del apartheid por la brevedad y la búsqueda deliberada de evitar acciones violentas que dañaran a civiles. Después de una masacre en el township (los suburbios segregados para negros) de Sharpville, el MK lanza una serie de sabotajes con explosivos a instalaciones eléctricas y edificios del gobierno y pocos meses después cae en prisión su comandancia, con Mandela entre ellos, y no será hasta casi quince años después, en el contexto de otras masacres como la de Soweto a finales de los 70, cuando se reactive la vía armada, ahora ya con el régimen en una crisis de la que no saldría hasta su colapso final en 1990.
Perspectiva desde Orania
A las afueras de Orania, en una especie de promontorio pelado, con esa vegetación áspera que sólo crece en el desierto, hay una serie de estatuas de hombres célebres. Son los bustos de las grandes figuras de la historia afrikáner que durante los más de cuarenta años del apartheid poblaron edificios y plazas públicas y que después de 1994 fueron silenciosamente retirados por la nueva democracia y guardados en algún depósito gubernamental. Ahí está Paul Kruger, el presidente de la breve república de Transvaal durante la guerra contra los británicos que prefirió morir exiliado en Holanda antes que aceptar el dominio de su majestad; ahí está Daniel François Malan, el primer ministro que ganó de manera sorpresiva las elecciones de 1948 y formó el primer gobierno del nacionalismo afrikáner, y ahí está Hendrik Verwoerd, el arquitecto del apartheid, el hombre que diseñó su estructura jurídica, construyó su sistema represivo y gobernó hasta 1966 cuando fue asesinado por un inmigrante griego (que, dicho sea de paso, condenado a prisión perpetua murió en prisión en 1999, una muestra un tanto descorazonadora pero elocuente de continuidad jurídica entre la vieja y la nueva Sudáfrica). Personaje sombríamente fascinante, Verwoerd había estudiado sociología y psicología en la Alemania de entreguerras y su justificación intelectual del apartheid y el dominio blanco era más culturalista que biologicista, apuntaba a la preservación paranoide de una esencia afrikáner mítica siempre en peligro de contaminación, obviamente por parte de la mayoría negra pero también por la minoría anglo parlante. De ahí el proyecto identitario, la utopía afrikáner, de una Sudáfrica en la que la mayoría negra no sería sólo privada de derechos políticos y civiles sino expulsada y concentrada en una serie de naciones formalmente independientes creadas ad hoc por el régimen (en las peores tierras, por supuesto) con las que se establecerían convenios migratorios para mantener el flujo de mano de obra imprescindible para mantener en funcionamiento la economía. Ingeniería social cruzada con identitarismo en el contexto imposible de una demografía que sólo podía sostenerse con una escalada cada vez mayor de los aparatos represivos. La agonía de la Sudáfrica del apartheid, con una economía cada vez más disfuncional y estancada, el espiral desatado de la violencia política, el aislamiento internacional y el empantanamiento en guerras con sus vecinos, hacía del país una especie de coronel Kurtz del supremacismo racial, una reliquia demencial de las imaginaciones estamentarias del hombre blanco en África.
Frente al particularismo identitario afrikáner la apuesta del CNA siempre fue la del universalismo ilustrado. Ahí también había una lucha civilizatoria
Tal vez la transición pactada abierta 1990 con la liberación de Mandela y el inicio de las negociaciones que condujeron a las primeras elecciones libres del país en 1994 sea gran parte de la explicación de los problemas actuales de Sudáfrica, de las tensiones y cuestionamientos que hoy cruzan la política del país. Pero seria excesivamente injusto cargar la responsabilidad en los mecanismos y las formas, en las concesiones y los compromisos que implicó ese proceso vista la herencia de tres siglos de desigualdades y violencia que debía asumir. En todo caso, las transiciones a la democracia difícilmente se eligen y sus particularidades obedecen a condiciones que los protagonistas casi siempre reciben sin beneficio de inventario. El partido de la minoría aceptó la muerte inevitable del apartheid y el partido de la mayoría acordó el desmantelamiento del andamiaje jurídico pero la preservación de las posiciones económicas de la minoría. A pesar de la alianza eterna del Congreso Nacional Africano con el Partido Comunista sudafricano (que continua hasta hoy) y de la red de apoyos en el mundo socialista (que se derrumbaba o ya no existía en ese mismo 1990), el proyecto del gran movimiento de liberación nacional siempre había enfatizado más la búsqueda de una Sudáfrica post racial que la transformación radical de la economía. Frente al particularismo identitario afrikáner la apuesta del CNA siempre fue la del universalismo ilustrado. Ahí también había una lucha civilizatoria. Como en otros lugares del mundo la democracia, dicho sin ninguna ironía, parecía alcanzar para comer, educar y curar y empezaba la década dorada global en la que el liberalismo político y el económico prometían por primera vez coexistir en paz.
Esa historia ya es más conocida: la figura extraordinaria de Mandela, los esfuerzos al punto de la sobreactuación por desmentir los terrores que los largos años del apartheid habían inculcado en los blancos, la autolimitación de la mayoría negra para no cobrarse las muchas cuentas pendientes acumuladas. Reconciliación y algo de Verdad. También el estancamiento de la desigualdad económica (hoy Sudáfrica tiene el coeficiente de Gini más alto del mundo y, cómo leer ese dato, es mayor a los tiempos del apartheid) a pesar de la expansión de la inversión pública en gasto social. También un desempleo crónico que bordea el 30% de la población y una crisis igualmente crónica de inseguridad y violencias cotidianas. Hoy, por lo que se alcanza a saber desde acá, parecería primar un espíritu de decepción y desconcierto. El gobierno del Congreso Nacional Africano, dirigido por los últimos supervivientes de la etapa heroica de lucha contra el apartheid, es noticia diaria por escándalos de corrupción, su hegemonía electoral está amenazada por primera vez y oscila entre el mantenimiento de su histórica relación amigable con las élites económicas y manotazos de radicalización que nadie parece tomar en serio salvo los nuevos propagandistas de la derecha global, con el sudafricano de nacimiento Elon Musk a la cabeza, que producen una descomunal cantidad de contenido denunciando la puesta en marcha de un genocidio blanco y de una venganza de la larga mano de la izquierda sobre la minoría blanca que, eso es sí cierto, abandona por goteo desde hace décadas el país. Coherente y retorcida vuelta de tuerca muy a tono con esta época.
En 1995 Mandela visitó Orania. El pueblo había sido fundado apenas un par de años antes, en plenas negociaciones entre el gobierno blanco y el CNA, cuando aún el sector más extremista de los afrikáners tenía la esperanza de que se produjera un golpe de estado, un asesinato, una acción de fuerza que mantuviera el estado de las cosas. Los fundadores de Orania, que pertenecían al círculo más purista del nacionalismo blanco, en cambio optaron por comprar esas tierras yermas y replegarse del mundo: crear el soñado volkstaat afrikáner, aunque en versión miniatura. Junto a ellos llevaron a vivir a la viuda de Hendrik Voewoerd, el padre intelectual del apartheid. Mandela visitó a la viuda y, según las crónicas, compartieron el té y algunas exquisiteces típicas caseras. Con ese gesto el viejo líder, encarcelado por Voerwoerd, pretendía enviar la señal de que incluso ese enclave, ostensiblemente racista, tenía un lugar en la nueva Sudáfrica. Que en todo caso era una reliquia nostálgica poblada por gente que poco a poco aceptaría las nuevas formas de vida. Treinta años después, aun diminuta en tamaño, Orania parece encarnar un sentido completamente distinto. No sólo en Sudáfrica, uno de los países del mundo con mayor cantidad de urbanizaciones cerradas y un acceso a los servicios públicos fuertemente desigual según la línea racial, sino en términos más amplios por su apelación a la búsqueda del refugio homogéneo, su afirmación de la bondad de lo ya conocido y siempre igual, como una prefiguración del fracaso de la democracia.
Hoy Sudáfrica tiene el coeficiente Gini de desigualdad económica más alto del mundo y es mayor que en los tiempos del apartheid