«La planificación es un producto político: el problema es con qué estrategia te movés dentro de esa conflictividad»

Freddy Garay —arquitecto, urbanista y planificador formado en Buenos Aires y Bruselas, exsubsecretario de Planeamiento porteño y bonaerense, figura central de la Corporación Puerto Madero en sus dos etapas decisivas y consultor del BID en proyectos urbanos en Argentina, Uruguay, Paraguay y Colombia— es una de las voces más influyentes del urbanismo argentino. Profesor de referencia en la UBA y en la región, premiado internacionalmente por su labor, Garay repasa en esta conversación cuatro décadas de transformaciones territoriales, la crisis del Estado, los dilemas de la planificación y el futuro de las ciudades en un país que vuelve a discutir su forma.

por Pablo Touzon y Tomás Borovinsky

Vos has trabajado del conurbano de la provincia de Buenos Aires a las ciudades del interior. Y ahora estás con proyectos en ese sentido. Más allá de las diferencias entre esas experiencias, ¿ves algún patrón que unifique las problemáticas urbanas del interior o, incluso, cuestiones vinculadas a la ciudad federal? ¿Qué estás viendo hoy?

A ver, planteo dos dimensiones para contestar esta pregunta. Hoy en día, en el interior del país—lo que llamamos “el interior” desde Buenos Aires— está apareciendo algo claro: las regiones están teniendo sus propios proyectos. El Noroeste con la minería; el Noreste con el comercio de frontera; la zona núcleo con expansiones de la agricultura y ganadería hacia el Chaco, Salta y Entre Ríos; la Patagonia con los proyectos energéticos.

En general, alrededor de esos proyectos las ciudades experimentan cierta prosperidad. Hoy, la mayoría de las ciudades del interior se ven prósperas. Es un dato llamativo, pero cuando uno está parado en el conurbano se da cuenta de que hay un movimiento económico de estas ciudades intermedias que no aparece del mismo modo en las grandes ciudades.

Esa es la primera observación, y es importante para pensar un proyecto nacional: las poblaciones están muy afirmadas alrededor de esos proyectos, con sus contradicciones, claro, pero afirmadas al fin. En Neuquén —después lo vamos a hablar— eso es muy evidente: la prosperidad derivada de los hidrocarburos ya genera efectos multiplicadores en toda la economía.

La segunda dimensión tiene que ver con los cambios en los patrones de comportamiento de la población. El paradigma de la casa con jardín (y con pileta) impulsa un modelo de ciudad que se expande: baja densidad, gran consumo de suelo y, a la vez, segregación. Se definen nichos de mercado cada vez más diferenciados entre sí, incluso con guardias armadas que controlan quién entra y quién sale. Ese es el tipo de sociedad que se conforma en esos enclaves.

Ese argumento de la seguridad, que se usaba en grandes centros urbanos, ni siquiera se justifica en muchas de estas ciudades intermedias. Mientras tanto, los centros urbanos se deterioran porque el “nuevo producto” es la urbanización cerrada lleva a los habitantes a expandir los limites sin parar.

Históricamente, el arraigo era un valor, sobre todo en los sectores populares: comprar un terreno, construir de a poco, armar la sociedad de fomento, generar identidad barrial. La gente no se mudaba: había orgullo y progresos compartidos.

Pero las clases medias se alejaron de ese parámetro. Ahora una familia se muda dos o tres veces a lo largo de su historia. Eso tiene que ver con el crecimiento del departamento como unidad de vivienda, con la modificación de la unidad doméstica y de la capacidad adquisitiva. La mudanza ya no es desarraigo: es parte del ciclo. Y esto se acentúa porque las nuevas generaciones tampoco tienen un proyecto estable de arraigo familiar. La familia es más transitoria; los hijos llegan más tarde o no llegan. Todo eso incide en el modelo de urbanización.

Estas nuevas condiciones también inciden en el modelo de urbanización. Resulta común que una pareja que empieza a tener hijos quiera una casa con jardín y construya su proyectos en un  barrio suburbano. Los estudios de mercado describen este patrón de comportamiento como familia pagadora mensual de cuotas: entendiendo que todos los meses paga el lote, la obra social, el club, el colegio. Un proyecto que, para quien está tratando de armar una familia, también tiene su carga de angustia.

La lógica del mercado sostiene este último modelo porque el imaginario social va cambiando. Y el propio concepto de barrio cambió: del barrio con verde y deportes al barrio duro; del barrio seguro al barrio tecnológico.

Es como el “doble ingreso sin hijos” pero al revés.

Exacto. Y ahí aparecen dos derivaciones. Muchos pagadores de cuotas se cansan y las parejas terminan separándose. Otras continúan con los hijos grandes (los estudios de mercado las llaman  familias de tres autos) hasta que se van a la universidad, entonces salen del barrio cerrado y se van a vivir al centro, cerca de la facultad. Y es un fenómeno que se ve hoy tanto en el Gran Buenos Aires, pero también en localidades más pequeñas como San Martín de los Andes. ¿Por qué? Porque ese modelo de crecimiento supone que para ir de tu casa al centro en Buenos Aires una hora y media y en San Martín de los Andes 45 minutos. Lo que se presentaba como “vida sana, deporte, naturaleza” termina siendo congestión y desplazamientos interminables.

Surgen alternativas: la aparición de subcentros urbanos, la relocalización de actividades centrales en office park, barrios cerrados de oficinas, o la modalidad del trabajo remoto, todas condiciones que alteran las posibilidades de socialización. Antes, una chica conocía a alguien en el trabajo; ahora, sólo en las redes. El “modo de vida suburbano” reconfigura no solo la ciudad sino también los vínculos.

Todo esto marca un cambio profundo en los patrones de comportamiento que nos llevan de la ciudad tradicional —planta baja, barcitos, comercios, mezcla social— hacia el modelo suburbano del modo de vida americano.

La lógica del mercado sostiene este último modelo porque el imaginario social va cambiando. El negocio inmobiliario siempre necesita ofrecer “productos de última generación”: primero departamentos, después el barrio náutico en San Isidro, luego barrios en Pilar. Y el propio concepto de barrio cambió: del barrio con verde y deportes al barrio seguro; del barrio seguro al barrio tecnológico.

Los sectores con capacidad adquisitiva se desplazan buscando esos productos nuevos. Pero quienes no pueden acceder, y aspiran a ellos, se conforman accediendo a lo que en la industria automotriz se conoce como el mercado del usado. No me puedo comprar una casa en Martindale, pero sí una en Nordelta. Y Nordelta ofrece distintos productos: lotes de 5000, 2000 u 800 metros. Se segmentan entre sí y producen centralidades locales, pequeñas ciudades autosuficientes donde se reproduce una determinada imagen urbana.

En este contexto, para los agentes inmobiliarios el mejor negocio es producir productos nuevos: tomar tierra, subdividirla y venderla. Pero el mercado del usado va dejando atrás a la ciudad existente. El que vivía en Barracas se muda a Palermo; el Flores se va a Caballito. Hay frentes de valorización y frentes de pérdida de valor.

Y ahí aparecen piezas de la ciudad que empiezan a ser tratadas como residuos: edificios y viviendas que pierden valor y quedan fuera del mercado formal, capturados por mercados subestándar, y al final del proceso áreas que son consideradas zonas de descarte Es en estas áreas donde la pobreza tiende a concentrarse.

Para el urbanismo, este es el tema central: mirar la ciudad como un tejido de piezas urbanas y entender la dinámica que atraviesa a cada una. Cuando la dinámica es positiva, hay que estimularla. Cuando hay pérdida de valor, la pregunta es cómo intervenir para detener el deterioro, sostener, reciclar, recircular la economía urbana.

Ese es hoy el debate: cómo posicionar en el imaginario social productos urbanos más inclusivos, que promuevan mayor cohesión social, con más espacio público, más mezcla social, más identidades compartidas, más arraigo.

Y lo que ocurre en las grandes ciudades —sus patrones de comportamiento, su contenido aspiracional— se reproduce luego en otras ciudades de menor tamaño, porque las clases medias del interior replican ese patrón metropolitano.

Y vos, ¿por qué pensás que pasa esto? O tal vez me decís: “No, sí, está empezando a verse un cambio”. Vos hablás de Neuquén y su prosperidad, pero al mismo tiempo: ¿cuál es el estado de las élites públicas de las ciudades argentinas —en términos urbanos— para gestionar un eventual boom económico como el de Neuquén, u otros casos similares? ¿La intervención pública entró en crisis junto con la crisis del Estado en general, y lo que implica en la era Milei? ¿O ustedes, desde esta forma de intervención urbana, tienen un modo distinto de procesar todo esto?

A ver, Neuquén fue siempre la provincia donde que más se planificó. Cuando la provincia se crea en el 55–56, quienes organizan el Estado neuquino eran personas que venían de trabajar en los planes quinquenales. Por ejemplo, el ingeniero que armó el COPADE (Consejo de planificación del desarrollo) fue alguien formado en ese mundo. Y el MPN en sus gobiernos posteriores sostuvieron siempre un Estado muy presente. En ese momento lo que les preocupaba era poblar la provincia. El modelo de desarrollo histórico fue muy claro. Si te radicabas en Neuquén, tenías posibilidad de tener trabajo y tenías posibilidad de acceder a una vivienda y además tenías buena salud y buena educación. Eso sostuvo durante muchos años un flujo impresionante: crecían cinco familias por día.

Y esa prosperidad tenía tres motores. Por un lado la producción frutícola. Porque Neuquén llegó a ser el productor del 25% de las manzanas y peras del mundo. Después el petróleo. Desde el comienzo, Neuquén fue territorio petrolero. YPF era potente y estructurante de la economía local. Y en tercer lugar la obra pública. Siempre hubo grandes obras: El Chocón, Piedra del Águila… Y Neuquén supo negociar con el Estado nacional para sostener ese flujo de inversión.

A eso se suma la construcción del MPN como partido provincialista (provincial de perfil vecinalista): oficialista cuando convenía, pero siempre reivindicando un proyecto local. Esa continuidad política es una excepción en Argentina, y se diferencia claramente de Río Negro o Chubut, donde nunca hubo un proceso tan estable.

Ahora, con Vaca Muerta e YPF invirtiendo de manera masiva, la provincia es consciente de que tiene una ventana temporal de desarrollo. Los métodos de extracción no convencionales resultan una fuente extraordinaria de recursos, pero su productividad no es eterna. El desafío es cómo usar este período para armar un proyecto económico que garantice continuidad cuando el petróleo entre en declive. Por eso están apostando al turismo, el desarrollo energético, la radicación de población joven que trabaja por internet y los polos industriales asociados.

Hoy, la presión de inversión en Argentina está totalmente enfocada en esta región ahí. Por eso hay tanta expectativa: proyectos de hospitales, urbanizaciones nuevas. El petrolero ofrece unos sueldos que son una rareza en la Argentina actual. Pero también hay una debilidad: los petroleros son muy nómades. Mucha gente viene diez días al mes y se va. Los aviones a Neuquén están llenos de canadienses, norteamericanos, técnicos que rotan por turnos, como en la obra Petróleo. Hace quince días hubo un encuentro de desarrolladores en Neuquén, y la gran pregunta era: ¿cómo hacer barrios para los trabajadores en Añelo? Pero casi todos los cuadros medios y altos no quieren vivir ahí: quieren vivir en Neuquén capital y viajar todos los días. Eso genera concentraciones urbanas y factorías petroleras más aisladas.

Al mismo tiempo, San Martín de los Andes también se está posicionando con la expectativa de captar gente que trabaja en Vaca Muerta pero prefiere vivir en un entorno natural con su familia, como alternativa para radicarse. 

La pregunta era si la actividad de la construcción podía canalizarse hacia la regeneración urbana o si se iba a volcar a estos nuevos estilos de vida suburbanos. Y ahí aparece, por ejemplo, la diferencia inicial entre IRSA y Constantini. 

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 ¿Y cómo analizarías la evolución del negocio de la construcción a lo largo de los años?

El negocio de la construcción mutó. Desde los 90 hubo transformaciones enormes. En los 70 y 80, la vivienda la hacían las empresas constructoras. Las grandes constructoras hacían edificios de oficinas, con una escala de  inversión que ronda los 10.millones U$S. Las operaciones realmente grandes las hacía el Estado, a través de los planes de vivienda del FONAVI: 4.000 o 5.000 vivienda, una escala de contrato que solo podían ejecutar grupos económicos muy grandes. Antes del 90 las empresas constructoras grandes se dedicaban a hacer las grandes obras: edificios de oficinas, galerías comerciales, cines, hospitales. Había varias empresas fuertes en ese mercado: Guerlach - Campbell, Serafini, los hermanos Macarone… una serie de grupos que podían manejar ese tipo de escala.

En el caso de FONAVI el Estado, al subsidiar la construcción de vivienda social, incorporaba al mercado una población que no era sujeto de crédito. Por eso siempre quedó la pregunta de si el FONAVI era, realmente, una política de vivienda social o si era un subsidio a los grandes empresarios de la construcción, que se beneficiaban de un mercado que se ampliaba con la intervención estatal. Así se fue armando lo que en la época se llamó “la patria contratista”. Las constructoras dominaban el sector y, en buena medida, definían las políticas de vivienda.

En cambio, la “vivienda normal” —un edificio de 3.000 m², planta baja y ocho pisos— pertenecía al mundo de las pyme: pequeñas constructoras con capacidad limitada. No había un proceso verdaderamente industrial; era una producción manufacturera, salvo por la estandarización que ofrecían los grandes conjuntos del FONAVI. Ese era un tejido social amplio, con muchas pymes involucradas, que prosperó en los periodos en que los bancos (en especial el banco hipotecario) daba créditos accesibles.

Lo que cambia en los noventa es que el capital financiero entra en la construcción. Igual que pasó en el campo, reestructura todo el proceso productivo. Empiezan a aparecer las mesas de dinero, fondos, que se convierten en desarrolladores: empresas como RAGHSA (Moises Khafif), los desarrollos de Sergio Grosskopf  y, de alguna manera, IRSA.

¿Quiénes eran? Inversores financieros capaces de hacer edificios o intervenciones urbanas de una escala que las constructoras no podían financiar por sí solas. Estos desarrolladores proponían el concepto de intervención, capacidad de gestión, y sobre todo credibilidad, es decir tenían la capacidad de “juntar cabezas” —inversores, bancos, socios— y armaban el paquete financiero completo.

En la mayoría de los casos: operaban en el microcentro, tenían gran conectividad y armaban redes de inversores que ponían pequeñas partes. Con este formato desarrollaron conjuntos de torres y los primeros shoppings. Un shopping implicaba una inversión de unos 30 millones de dólares.

Ahí cambia todo. Porque el inversor tradicional construía el edificio y vendía las unidades, pero en el nuevo formato construían y alquilaban, y en el caso los promotores de los shopping quedaban responsables del éxito comercial del centro comercial. Eso cambia la naturaleza del negocio: deja de ser un negocio de construcción y pasa a ser un negocio de comercialización y gestión. En las intervenciones urbanas empieza a pasar algo parecido: aparece un nuevo tipo de producto y, con él, un debate fuerte. La discusión era si las intervenciones debían hacerse en el centro de la ciudad, para revitalizar la estructura urbana existente y los modos de vida urbanos, o si debían orientarse hacia los clubes de campo y los barrios cerrados, instalando un nuevo tipo de suburbio y dejando que los centros se deterioraran, como efectivamente ocurrió en muchas ciudades latinoamericanas. Ese fue, si querés, el núcleo del debate entre Puerto Madero y los countries durante el furor de los noventa. La pregunta era si la actividad de la construcción podía canalizarse hacia la regeneración urbana o si se iba a volcar a estos nuevos estilos de vida suburbanos. Y ahí aparece, por ejemplo, la diferencia inicial entre IRSA y Constantini. Constantini apostó desde el comienzo a los clubes de campo y a Pilar; IRSA, en cambio, al principio apoyó el centro de la ciudad, remodelo edificios como los silos Dorrego, el palacio Alcorta, hizo edificios en Puerto Madero e incluso se involucró con la Ciudad Deportiva de Boca. Después IRSA cambia su estrategia, compra todos los shoppings, se convierte en dueño de centros comerciales y, con esa misma lógica financiera, empieza también a comprar campos y a aplicar ese enfoque al negocio rural.

Constantini, por su parte, armó algo muy interesante: una suerte de “club de las AFJP”. Los gerentes de las AFJP tenían un ámbito donde discutían inversiones, y él logra llevar una parte importante de esos fondos hacia el desarrollo de Nordelta. Este proyecto, además, tenía antecedentes. En los años setenta había existido una propuesta inspirada en “Ville Nouvelle” francesas, impulsada por una desarrolladora francesa que imaginaba extender el tren de Tigre hasta Nordelta y construir allí una ciudad nueva. Ese proyecto no prosperó porque Astolfoni no tenía la capacidad desarrolladora necesaria y porque el Estado no acompañó. Décadas después, Duhalde retoma la idea y habilita la norma facilitando su concreción.  Esa norma es particular, porque establece un marco general de urbanización pero permite que la normativa específica se vaya definiendo proyecto por proyecto. Es, en términos prácticos, una especie de patente de corso para desarrollar a gran escala.

En ese contexto, Consulatio arma un esquema en el cual él se convierte en un desarrollador mayorista. Convoca a loteadores de la región que conocen bien su producto y su mercado, es decir, loteadores minoristas, y les transfiere partes del proyecto para que ellos desarrollen y comercialicen cada sector. Es un sistema de delegación dentro de un marco general unificado.

Cuando se nacionalizan las AFJP, aparece un dato muy revelador: los fondos de pensión habían invertido en Nordelta y en distintos proyectos inmobiliarios de alta gama. Ahí surge una pregunta inevitable: si esos fondos pueden financiar vivienda para sectores altos, ¿por qué no podrían financiar vivienda social? Esa idea fue uno de los puntos de partida para ProCreAr. La lógica consistía en usar la masa de inversión que poseían los fondos de pensión (en este momento en manos de ANSES) para impulsar la construcción de vivienda a crédito, garantizándo la rentabilidad del fondo (llamado de garantía soberana) manteniendo una tasa de interés competitiva, donde el Estado subsidiaba únicamente la diferencia entre la tasa de mercado y la tasa accesible para una familia asalariada. En otras palabras, el fondo de pensión aportaba el capital, el Estado cubría el “gap” de tasa y la familia accedía a un crédito viable. Ese modelo transformó la relación entre el capital financiero, la construcción y el sistema de crédito.

En esa etapa el mercado inmobiliario se había orientado hacia el sector ABC1  que para los bancos eran los únicos sujetos de crédito confiables, y los demás sectores quedaron sin acceso y sin políticas que garantizaran una vía posible hacia la vivienda. Por eso después de la crisis del 2002 aparecen, en paralelo, los programas federales promoviendo la producción en gran escala de pequeños conjunto barriales —cincuenta mil viviendas por año en la Provincia de Buenos Aires, por ejemplo— financiados con recursos del Fondo Sojero, es decir, con las retenciones a la soja. Y como recién mencionamos, con la nacionalización de las AFJP, Procrear se dirige a los sectores asalariados formales En todos los dos casos, la clave es la misma: la fuente de financiamiento es la que habilita procesos de construcción con una escala relacionada con el perfil y la envergadura del déficit.

Neuquén fue siempre la provincia que más se planificó. Cuando la provincia se crea en el 55–56, quienes organizan el Estado neuquino eran personas que venían de trabajar en los planes quinquenales.

Hiciste una pequeña historia  dela ciudad de los 70, los 80, la ciudad menemista y el kirchnerismo. Si tuvieras que armar hoy un esquema equivalente, ¿cómo funciona el desarrollo inmobiliario actual?

Hoy lo primero que hay que decir es que hubo un corrimiento paulatino del Estado, y eso tiene que ver con la pérdida de legitimidad de la continuidad de las políticas públicas. Si vos pensás que el kirchnerismo gobernó durante 12 años (2003/15) y que antes hubo otro ciclo largo de diez con Menem (1989/99), podés ver que cuando una política se despliega durante mucho tiempo se legitima. Pero lo que vino después fueron interrupciones. Una política avanza en una dirección durante un período y, al siguiente, la dirección es exactamente la contraria. Eso genera una deslegitimación enorme porque ninguna política tiene tiempo de desplegarse y alcanzar resultados.

En Argentina tenemos la idea de que la alternancia es una virtud. Pero si mirás otros países, la alternancia no se vive necesariamente como una virtud, sobre todo cuando el Estado no garantiza una continuidad profesional más allá de los ciclos electorales. Acá todo queda subordinado a cómo el imaginario social cambia de un período a otro. Y esos bandazos —que son políticos, pero también culturales— deterioran la implementación de cualquier política pública.

En términos de implementación de políticas, siempre está el modelo francés como referencia: la continuidad de un Estado profesionalizado, sostenido por su tecnocracia. Ese modelo podría dar continuidad, pero también corre el riesgo de entregarle el poder a los tecnócratas y a las élites formadas en lugares como las Grandes escuelas (Politecnique, ENA, École Normale Supérieure). En Argentina no tenemos eso. Y si lo tuviéramos, tampoco sé si se aceptaría.

La discontinuidad ha sido el principal deslegitimador del Estado. Y hoy estamos en el punto máximo de ese proceso: el Estado aparece como inútil, como incapaz de garantizar nada. Esa debilidad la tuvo Alberto Fernández y también la tuvo Macri, sobre todo en contraste con la propuesta de Milei, que directamente cuestiona la necesidad de un Estado robusto.

Hoy lo que queda es el poder de los lobbies, que son los únicos permanentes. Si vos mirás quiénes son los permanentes, son el personal de carrera de los grandes aparatos estatales, los contratistas, los sindicatos. Todo lo demás —la política— pasa. Y esa idea de que “pasan”, de que están de paso, es en términos operativos la mayor descalificación de la política.

Hoy los que mandan son los lobbies, y quienes conducen el Estado son personeros de distintos sectores. Y ni siquiera son los de la construcción: hoy son los del capital financiero. Son los developers que ven más negocio en tener la plata en plazos fijos o en el juego financiero que en construir. Y con el nivel del dólar actual, ni siquiera la construcción es un refugio de valor, como lo fue durante gran parte del kirchnerismo e incluso del macrismo. Antes construías barato y capitalizabas en dólares. Hoy la construcción es cara —por insumos, por la dolarización del sector— y el costo financiero es enorme.

Y además, si invertís en un departamento y lo alquilás, no obtenés una renta que compita con lo que te puede dar una mesa de dinero. Entonces la propiedad queda como un seguro de valor a largo plazo, difícil de verificar, porque depende también del barrio donde esté. Podés tener un edificio buenísimo en un barrio que se deteriora, como está pasando hoy por ejemplo atrás del Congreso: casas hermosas que terminan subdivididas o convertidas en conventillos. La localización manda más que el ladrillo.

Perfecto, porque estábamos justamente en cómo sería el modelo hoy, ¿no?

Bueno, hoy el modelo es la paralisis. La parálisis El parate de la construcción, el parate de la obra pública, todo congelado frenado. Hoy escuchaba en la televisión: la construcción es el sector que más cayó, un 16%. Ayer el secretario del gremio decía que el desempleo en el sector creció 11%. El parate de la obra pública es devastador. Y si querés lo podemos analizar aparte, porque la obra pública tiene un efecto reactivador sobre muchas otras dimensiones de la producción y del empleo. Cuando vos frenás eso, el proceso de descapitalización se acelera a un ritmo impensado.

¿Y cómo ves hoy la relación entre el centro y los countries? Vos planteabas que en un momento ese era el gran debate. ¿Cómo lo ves hoy, después de treinta años?

Ese tema lo estuve trabajando bastante últimamente en Córdoba, con gente de la municipalidad. En Córdoba el fenómeno de los countries fue tremendo, sobre todo en las Sierras Chicas. Desde que se abrió la autopista a Villa Allende y Salsipuedes, fue la multiplicación de countries al infinito. Lo mismo pasó alrededor del anillo de circunvalación: habilitó un crecimiento periférico masivo en zonas donde antes no se urbanizaba. Córdoba pasó de ser una ciudad tradicional a tener nuevas localizaciones muy parecidas a los countries del conurbano bonaerense.

Ellos tienen barrios —como los alrededores de Güemes, o de la vieja cárcel— que al principio reproducían algo parecido a Palermo Viejo: casas chorizo remodeladas, un movimiento de intelectuales que llegan, instalan un nuevo imaginario, bares, restaurantes, diseñadores, galerías. Lo que pasó en Palermo Viejo pasó también en Ciudad Vieja de Montevideo. Es un ciclo. Puede durar treinta años, pero es un ciclo relativamente corto: llega gente que busca ese estilo, se genera oferta cultural, aparece el turismo, crece la venta de cuero, de ropa, crece la noche, aparecen los bares, aparecen las peleas entre barras, el botellón, los jóvenes, el ruido, la bailanta. Y entonces los que originalmente habían elegido ese barrio por ser bohemio y tranqui salen corriendo a otro lugar.

Ese barrio, que había tenido un pico de valor, empieza a perderlo. Se degrada la oferta para residentes, suben los alquileres comerciales, desaparece la fachada tradicional para que crezca la vidriera del local turístico. Parte de la centralidad histórica de la ciudad se desplaza hacia ese barrio, pero también lo desborda. Y, cuando termina ese ciclo, vuelve al mercado del usado como un producto degradado.

Entonces, la pregunta es cómo generar economías urbanas circulares: reciclar, reconvertir, pero sin dejarse llevar por el éxito inmediato de esos lugares. Y además cómo regular su crecimiento para que no se destruyan a sí mismos.

Una de las grandes restricciones es la estructura de la propiedad del suelo. Muchas de esas casas están en manos de gente mayor. Vos ves que les tocan timbres para ver si quieren vender. Y, en ese contexto, hay productos nuevos que empezaron a aparecer, se subdividen y amplían construcciones existentes, se engloban parcelas y se organizan obras en el pozo. Se juntan cuatro o seis familias y convierten un terreno en un condominio. En algunos barrios se hace un edificio de ocho pisos, pero en general es planta baja y dos o tres pisos, con terraza, parrilla, algún amenity, cochera. Hoy eso funciona bien para sectores con capacidad adquisitiva, pero si hubiera una política pública de financiamiento para obras en pozo, podrías generalizar lo que está pasando en barrios como Saavedra o Núñez, donde hay una multiplicación de edificios chicos, nuevos, con buena arquitectura.

Ese tipo de producto es ideal para parejas jóvenes, con nuevos arreglos domésticos, que quieren estar cerca del centro pero vivir bien. En vez de tener un country con golf, tienen el parque Saavedra: un parque lleno de actividad, gimnasia, artesanos, barcitos, vida urbana. Yo empujaría en esa dirección: densificar la ciudad ya loteada, producir nuevos productos urbanos interesantes que permitan resolver ese dilema entre la casa con jardín y la vida urbana.

Sería algo así como la “casa con club de barrio”: un espacio donde socializás, donde los chicos van a natación, donde jugás al tenis, tomás una cerveza, conocés a tus vecinos. Mucho más que lo que permite el clásico edificio de propiedad horizontal donde solo te cruzás en el ascensor para hablar del clima.

La discusión en Capital hoy no es reformular todo el Código Urbanístico. El tema es cómo generar programas de barrio. Tomar recortes del tejido urbano —piezas— donde ya están ocurriendo ciertas dinámicas, y trabajar ahí. Armar (sobre todo en las áreas que se degradan) un equipo en el barrio, de cuatro o cinco personas, que laburen con la gente y piensen qué puede ser ese programa: qué tipo de código, qué tipo de construcción, qué tipo de financiamiento, qué tipo de intervención en el espacio público.

Cada año se construye alrededor del 1% de la ciudad existente. Lo máximo que un intendente puede transformar en cuatro años es el 4%. La ciudad es, esencialmente, inercia. La capacidad de transformarla desde la política pública o la industria de la construcción está condicionada por esa escala. Entonces, lo que podés hacer es tomar algunas piezas, reinsertarlas, redibujarlas, darles un nuevo sentido, y eso genera efectos en el entorno: resignifica lo que está pasando alrededor.

Eso fue así en Puerto Madero también, ¿no? Ahí eran tres o cuatro por ciento… o un poco más.

El mayor dinamismo se produjo en los primeros veinte años. Puerto Madero son tres millones de metros cuadrados, que es lo mismo que todo el microcentro. Tres millones en veinte años son ciento cincuenta mil metros cuadrados por año, que es el 10% de lo que se construye anualmente en la ciudad.  (se produce 1.5 millones de m2 en los años malos y 3 millones en los años buenos) Y esto es importante. Todo el mundo recuerda Puerto Madero, pero en el mismo momento en que se hacía Puerto Madero se hizo el programa de revitalización de Avenida de Mayo; se hizo el programa de La Boca, Barracas y San Telmo —remodelación de conventillos, se sancionó la normativa de protección histórica—; y se hicieron los programas de barrio, que definíeron un plan para cada barrio de la ciudad. Todavía no existían los CGP, pero se hacían asambleas para definir qué programa necesitaba cada barrio. De ahí salió, por ejemplo, el traslado del Albergue Warnes o la mesa de concertación del programa de villas. En general, siempre hay una intervención que se vuelve paradigmática, pero cuando analizas una gestión urbana se trata de es un conjunto de intervenciones desplegadas al mismo tiempo. 

Hoy el pensamiento urbanístico es más un pensamiento político: más cercano a Michel Foucault que a la geografía.

Volvamos al tema de la continuidad de políticas públicas. En el caso de Puerto Madero estuvo la Corporación, se diseñó como un proyecto de largo plazo. Vos podés contar si eso después se desvió o no, pero tuvo esa impronta. ¿Qué balance harías? 

Me tocó estar en Puerto Madero en dos momentos: en la creación, del 89 al 92 —todo el mundo cree que estuve muchos años en la municipalidad, pero estuve tres— y después cuando volví como presidente de la Corporación (2007/15), cuando se planificó la obra del túnel (paseo del bajo) que saca el tráfico pasante.

Algunos apuntes. Primero: fue clave que fuera una empresa, algo que yo había aprendido haciendo mi tesis sobre les Halles, en París: que las operaciones urbanas estén a cargo de alguien que tenga pensamiento económico. Segundo: que asociara a la Nación y a la Ciudad. Y tercero: que no tuviera un peso de presupuesto, más allá de la transferencia de la tierra. Toda la operación de urbanización debía pagarse con su propio flujo de caja y dejar un excedente que se reinvertía en la ciudad. Es decir, captura de renta, pero no vía impuestos: vía gestión del propio proyecto.

Eso garantizó continuidad. Nadie se anima a cerrar una empresa exitosa. Pasaron gobiernos, pero nadie dijo: “Puerto Madero se acabó, ahora invento otra cosa”. En el tiempo de Aníbal Ibarra había una diferencia ideológica, entonces crearon la Corporación del Sur. ¿Y qué hizo? Nada. Gastó tres millones de dólares por año en sueldos. Puerto Madero nunca gastó un peso en sueldos del presupuesto público: se financiaba sola. Tenía playas de estacionamiento alquiladas, vendía hierro de obra, se filmaban publicidades, Evita, Highlander… Con eso funcionaba.

Después, en el último gobierno, por ejemplo, desde el ministerio de obras públicas convertimos parte de Vialidad en Corredores Viales, para que las empresas de autopistas no fueran de Macri o de Roggio, permitiendo que empresas públicas que administraran corredores viales de importancia estratégica. Y hoy estamos discutiendo si se pueden armar empresas entre dos o tres provincias que tomen corredores urbanos, con mayor capacidad de inversión que una empresa privada y con la posibilidad de tomar crédito para una autopista por peaje.

Por ejemplo, estoy trabajando en la posibilidad de convertir la Ruta 7 en una ruta de cuatro carriles —el corredor bioceánico a Mendoza— verificando si una empresa interprovincial de derecho privado, pueda tener un proyecto de transformación más ambiciosa de la que pueden ofrecer los privados. No solo rendimiento económico, sino la importancia estratégica de ese corredor. Los proyectos mineros dicen: “el RIGI (Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones) no alcanza, falta infraestructura, ¿cómo vamos a sacar la producción?”. Ese es el punto: repensar el Estado en su forma de gestión, no en su voluntad de conducir la economía.

Ahí está la diferencia de fondo hoy. ¿Qué propone Milei? Que la economía se conduzca sola, que el Estado intervenga cada vez menos en el funcionamiento de la competencia. La consigna es “competencia”. Yo digo que la consigna debería ser “colaboración”.

Porque en esa tensión entre competencia y colaboración se juega la construcción del país federal. Si todas las provincias compiten, y acuerdan bilateralmente con la Nación, se diluyen los intereses que deberían construir un proyecto común. Pero si vos generás proyectos colaborativos —contratos reales, no comités declarativos— les das poder: capacidad para tomar decisiones, cobrar multas, de contratar créditos, cobrar servicios, aparece un poder que asocia a quienes forman parte de ese proyecto, y administra tensiones entre soberanías distintas. Y esa tensión es el vínculo federal.

Te queríamos preguntar sobre el tema de la pandemia. Es medio inevitable: hubo muchas expectativas con la descentralización, las mudanzas a ciudades intermedias, esas utopías urbanas que circularon acá y en el mundo. ¿Qué te parece que pasó?

A ver, la pandemia. Cuando estudiaba arquitectura, en el último año hice una especialización en salud pública: diseño de hospitales, diseño de políticas públicas de salud, y me especialicé en diseño de quirófanos. Eso me abrió la puerta al manejo de estadísticas, algo que para los arquitectos no es tan común. Y el tema de las pandemias siempre fue un punto clave en la historia de las ciudades. Si mirás, las obras sanitarias surgen después de la fiebre amarilla y del tifus en Buenos Aires. El pensamiento urbanístico moderno nace de los higienistas que estudiaban epidemias. Las epidemias marcaron la crisis de las ciudades del siglo XIX. Por lo tanto, las epidemias siempre marcan un antes y un después en la estructuración del Estado.

Voy a decir algo que no es lugar común: creo que la epidemia fue bien tratada en Argentina. Las cifras de muertos y de casos, comparadas con Estados Unidos, no tienen paralelo. O con Brasil o México. Los sanitaristas operaron con un criterio un poco autoritario —como en un naufragio: manda el capitán— y algunos se pasaron de rosca; los asesores políticos de Alberto se enamoraron de que él en ese momento tenía la suma del poder. Pero como operación sanitaria estuvo bien planteada. Quizás duró un poco más de lo que debía, era difícil ver cómo aflojabas las prevenciones. 

Eso tuvo mucho impacto en la sociedad y especialmente en los jóvenes y adolescentes. Dos efectos fuertes. Uno es lo que estamos haciendo ahora: la generalización de internet y todas las formas de vínculo, incluida la incorporación del teletrabajo y la comunicación digital en los patrones de comportamiento. El otro fue la idea de que el auto era una burbuja de salud. Y que el country replicaba esa burbuja de salud, mientras que la ciudad era sinónimo de enfermedad. Entonces el proceso de sub-urbanización se exacerbó. “Basta de la ciudad”, se decía. Que la ciudad era el lugar del contagio, como ya se decía desde los 70. A principios del siglo XX la ciudad era el lugar de la locura; por eso los manicomios se ponían en la periferia para que la gente “volviera al campo”, como en Open Door.

Ese discurso multiplicó el negocio de los desarrolladores de la periferia. Los efectos van y vienen: las empresas descubrieron que si bien ahorrar costos con gente trabajando en su casa, también generaban muchísimas ineficiencias. Y habilitó una deslocalización funcional a la globalización: podés estar acá y trabajar para París o Hong Kong. El mercado financiero se dinamizó. Las compras por internet impactaron en supermercados, shoppings, comercios de barrio. La ciudad se volvió, en parte, una ciudad virtual. Cada uno vive en una isla que se comunica con el mundo: esa isla puede estar en San Martín de los Andes, en El Calafate, en Jujuy o en Palermo.

Eso cambió los patrones de comportamiento. Y tuvo impacto también en las relaciones de pareja, la sexualidad, la forma de conocer gente. Cosas de las que no se habla tanto, pero que están ahí.

El tema de las pandemias siempre fue un punto clave en la historia de las ciudades. 

Nos interesa preguntarte por el rol del urbanista hoy, en un contexto donde parecen imponerse las lógicas de los tecnócratas y las corporaciones. No es lo mismo el urbanista del siglo XIX, del XX… ¿cómo ves la profesión hoy, en el mundo y en la Argentina, después de una trayectoria tan larga como la tuya?

En general, el urbanismo apareció con mucha fuerza en los años cincuenta, cuando el problema eran las ciudades. Pero hoy hubo una proyección enorme: la disciplina se acercó mucho a la geografía, y hoy tiene una dimensión territorial. Por un lado, están las áreas metropolitanas, que son más complejas que las ciudades en sí. Y por otro lado, cada vez más analizamos el territorio: la infraestructura, el soporte construido y su relación dialéctica con el soporte territorial, el medio natural. La interacción entre medio natural y medio construido define la base material —el sistema de soporte— donde se desarrolla la sociedad.

Entonces, la pregunta es: ¿hasta dónde podemos intervenir en ese soporte? El pensamiento ambiental durante mucho tiempo dijo que no había que tocarlo, que las intervenciones tendían a producir efectos negativos. Es un enfoque parecido al liberalismo: que la economía se mueva según su propia naturaleza, o a la idea maquiaveliana de que la política tiene su propia naturaleza.

La pregunta siguiente es: ¿hay posibilidad de proyecto? ¿Hay posibilidad de intervenir? Y si la hay, ¿con qué herramientas? Ya no se trata de tener ocurrencias. Se trata de comprender cuáles son las dinámicas que están operando en ese territorio, cómo se transforman, y qué capacidad tenemos para incidir sobre ellas con las herramientas disponibles.

Eso te lleva del urbanismo —más ligado a lo material— a la construcción de escenarios alternativos y la definición de estrategias. Si tenés muchas variables en movimiento, y capacidad de incidir sobre algunas, podés medir qué pasa si actuás sobre ciertas variables con determinadas herramientas, o sobre otras variables con otras herramientas. Podés componer escenarios alternativos. En política lo conocemos bien: pensás en términos de futuros posibles, tensiones y estrategias.

Uno siempre piensa en figuras clásicas como Haussmann o Robert Moses: gente con muchísimo poder, casi demiurgos, sostenidos por el Estado, con legitimidad política para intervenir. Y hoy, no sé si ese tipo de figura existe, o si existe más bien en el sector privado que en el público.

Bueno, eso es como pensar en las represas que se hacían con regla de cálculo. El Chocón se hizo con regla de cálculo. Hoy tenés computadoras, podés modelizar, podés ver el comportamiento del agua de manera mucho más compleja. En urbanismo pasa lo mismo: los temas centrales hoy son temas de planificación, de poder ver escenarios alternativos y entender que hay variables sobre las que podés incidir y variables que se te imponen.

La pregunta es cómo te posicionás frente a las variables que se te imponen, y cómo armás los acuerdos sociales necesarios para aplicar herramientas sobre las variables donde sí podés intervenir. Un ejemplo: un código urbanístico. Un código te permite definir qué se puede construir en cada lugar, qué morfología, qué densidad. Pero eso modifica los valores del suelo. Si se propone decís que un barrio se pueda va a densificar, los vecinos se organizan para impedirlo: en general, preferirían que nada se moviera. Algunos se beneficiarían porque podrían vender su terreno más caro; otros no quieren vender porque vivieron ahí toda la vida. Y alguien tendrá vos tenés que administrar ese conflicto.

Por eso creo que la planificación es un producto político. A un inversor, si le hacés un plan, le tenés que decir cómo hacer un buen negocio. A un intendente, si le hacés un plan, tenés que explicarle cómo ese plan reproduce su poder, cómo convierte ese producto en algo rentable políticamente. Y a las organizaciones barriales, si les hacés un plan, tenés que mostrarles cómo va a mejorar sus condiciones de vida. Esas tres lógicas se articulan y generan conflictividad. El problema es con qué estrategia te podés mover movés dentro de esa conflictividad.

Hoy, el pensamiento urbanístico es más un pensamiento político, más cercano a los planteos de Michel Foucault que a la morfología. La pregunta es: ¿cómo formular consignas sociales? ¿Cómo incidir en un imaginario social que cambia? ¿Cómo proponer alternativas dentro de ese imaginario? Y a la vez, ¿cómo se diseña un Estado?

Siempre digo en clase que el nudo central es un proceso de toma de decisiones, es poner al decisor en el centro. Carlos Matus lo explica muy bien: un plan es “un cálculo que precede y preside la acción”. Cuando precede la acción, necesitas información para ver cómo se comporta la realidad, un marco conceptual para interpretarla, de modo que quien o quienes tienen que tomar esta decisiones puedan tener claridad en el desarrollo de un proceso participativo: un mapa de actores que te diga cómo se van a comportar frente a las decisiones que se tomen.

Después viene la implementación. Y ahí aparece la frase de Alfonsín: “no supo, no quiso, no pudo”. Ahí ves mala praxis, miedo, o esta idea terrible de que un buen gobernante es aquel que no tuvo conflictos. Ese es un diplomático, en el mejor de los casos. Un buen gobernante es el que navega los conflictos y transforma la realidad.

Ahí es donde hoy se juega la reflexión sobre el futuro de las ciudades, del territorio, de cómo sociedad argentina construye un nuevo federalismo. Incluso superando los límites del país: cómo se construye un proyecto regional. Porque sabemos que no puede haber industria sin integración regional: no tenemos escala de mercado. Si no tenés mercado propio, no vas a competir en el mundo. Si concebís a la Argentina como una isla, como Chile, o si la concebís en integración, por ejemplo, con Chile y Brasil —con todas las dificultades que tenga— las perspectivas de desarrollo territorial son otras. Y esos escenarios definen qué obras hacer hoy, qué políticas de vivienda impulsar, cómo distribuir población en el territorio, y qué hacer con las ciudades.

En el año 2000 me pidieron que escribiera un artículo sobre el nuevo milenio. Lo empezaba diciendo: “Cuando se presenta el nuevo milenio, la humanidad enfrenta dos grandes dilemas: ¿qué hacer con sus dos grande construcciones: la ciudad y el Estado? ¿fortalecerlas o demolerlas?”. Lamentablemente, al ver la evolución de los acontecimientos, parece que la segunda alternativa fue la ganadora.

Si miramos la evolución del siglo XXI, está claro que la consigna fue demoler al Estado y la ciudad.