«La idea de estructura de sentimiento me ayudó a pensar el peronismo»

Hijo de una familia obrera y comunista, nacido en los suburbios de Londres, Daniel James es una de las figuras centrales en el estudio del peronismo. En esta entrevista recorre su itinerario vital e intelectual, reconstruye su formación en la historia social británica y relata su militancia trotskista juvenil. Además, despliega sus análisis sobre el peronismo, realizados primero en Resistencia e integración y luego en Doña María: historia de vida, memoria e identidad política, ahora reeditado por Omnívora Editora.

por Mariano Schuster

Daniel, me gustaría comenzar dialogando sobre tu trayectoria personal y académica. Entiendo que naciste en una familia obrera de filiación comunista. ¿Cómo era esa familia? ¿De dónde provenía? 

Tanto la familia de mi padre como la de mi madre provenían del mundo minero. Por parte de mi padre eran mineros galeses; por la de mi madre, mineros del norte de Inglaterra, cerca de la frontera con Escocia, junto al mar. Sin embargo, mi conexión siempre fue mucho más fuerte con la rama paterna, en tanto la familia de mi madre se había dispersado a causa de la pobreza. Tenía trece hermanos, pero solo conoció a siete: los demás murieron antes de que ella naciera. La de mi madre era una familia deshecha, y ella misma no tenía buenos recuerdos familiares. Yo llegué a conocer a mi abuela materna, pero murió en 1956, así que apenas la recuerdo. Por eso, mi vínculo más fuerte fue con la familia galesa de mi padre.

Sin embargo, yo no nací en Gales, ya que mi padre se mudó a Inglaterra cuando tenía 17 años. Mi abuelo le prohibió bajar a la mina, así que, en plena Gran Depresión, cuando el trabajo escaseaba, optó por alistarse en el Ejército Británico. Luego llegó la guerra y pasó cinco años como prisionero de los alemanes, hasta que lo liberaron los soviéticos en 1945. Tras el final de la guerra no regresó a Gales, dado que fuera de la minería había muy poco empleo. Así que conoció a mi madre en Londres. Ella también había servido en el Ejército durante la guerra: había sido telefonista en un batallón de comunicaciones. Se casaron y se establecieron en los suburbios del suroeste, a unos 40 kilómetros del centro de Londres. Mi padre encontró trabajo en la industria metalúrgica, un sector con fuerte presencia comunista. Trabajó 35 años en la misma fábrica, la Amalgamated Dental, que fabricaba instrumental odontológico. Más tarde la compraron y cambió de nombre, pero él siguió allí hasta su cierre, en 1975 o 1976. No fue fácil que lo contrataran: ya era un comunista conocido en la zona y los empresarios lo sabían. Pero, aun así, logró entrar.

¿Qué recordás, en lo personal, del comunismo de tus padres? ¿Cómo fueron tus primeros contactos con ese universo de lecturas y de ideas?

Mi padre era un comunista comprometido, al punto que formaba parte del consejo de delegados de la fábrica. Todavía recuerdo cuando, en 1982, durante la guerra de Malvinas,  mi padre impulsó un panfleto sindical contra el conflicto bélico. Al día siguiente, casi lo linchan a él y a sus camaradas. El sentimiento nacionalista, alimentado por Margaret Thatcher, era brutal y se había apoderado de muchas personas.

Nuestra casa era pequeña –era una vivienda social construida tras la guerra por el gobierno laborista— pero estaba repleta de libros. Una pared entera estaba dedicada a Marx, Engels, Lenin y Stalin, en ediciones del Foreign Languages Publishing House de Moscú. También había libros sobre la historia del movimiento obrero británico. En casa siempre se hablaba de política. Mi padre, que nunca tuvo auto e iba a la fábrica en bicicleta, también solía salir varias noches por semana para acudir a reuniones sindicales o del partido. Así era su vida: estaba atravesada por el trabajo y la militancia.

Mi madre también estaba afiliada al partido, pero no participaba activamente. Tenía, como luego reconocí al leer los trabajos de Eric Hobsbawm sobre las revueltas campesinas, un odio visceral e instintivo hacia los ricos, ese odio que estaba tan presente en el mundo popular. Creo que eso la impulsó al comunismo. Pero, en realidad, la política formal no le interesaba demasiado. Su compromiso era distinto al de mi padre, que además tomaba cursos nocturnos de economía marxista. Mi padre conocía El Capital mucho mejor que yo.

Durante la guerra de Malvinas, mi padre impulsó un panfleto sindical contra el conflicto bélico y casi lo linchan a él y a sus camaradas.

Ingresaste en la Universidad de Oxford en 1966, en un momento de enorme efervescencia política. ¿Cómo te impactó aquel clima en el que se combinaban las ideas de izquierda, el rock, las protestas estudiantiles, los grandes debates sobre la guerra de Vietnam, las discusiones sobre los procesos de descolonización en Asia y África? ¿Sentías una distancia respecto de otros estudiantes de Oxford, al provenir de una familia obrera?

El ambiente combinaba muchos de los elementos que mencionás. Y, afortunadamente, mi bagaje familiar me permitía afrontarlo bastante bien. Al provenir de una familia comunista para la que el internacionalismo era una divisa trascendente, estaba familiarizado con situaciones que ocurrían fuera del país. En la universidad se hablaba de Vietnam, pero en mi casa había fotos de Jomo Kenyatta —el líder de la independencia de Kenia, que se había vinculado a los comunistas británicos—, de líderes marxistas indios y hasta de Paul Robeson, el actor y músico estadounidense que era miembro del Partido Comunista de ese país. Robeson era un verdadero ídolo en mi familia.

Sin embargo, lo que pasaba en Oxford era muy distinto a lo que había experimentado en mi ambiente familiar. Y para eso alcanza con pensar en la composición de clase: solo un 5% de los estudiantes veníamos de familias obreras. Aun así, el contexto internacional y mis propios intereses me permitieron ir haciéndome un lugar. Alrededor de 1968 empecé a interesarme en la historia social marxista y aunque en el currículo de historia de Oxford no había mucho espacio para ello, algunos profesores invitados daban conferencias y seminarios desde perspectivas marxistas.

En ese contexto comenzaste a militar políticamente, incursionando en una organización de izquierda nítidamente distinta al Partido Comunista en el que militaban tus padres. Me refiero a International Socialists, el grupo trotskista liderado por Tony Cliff que luego se transformó en el Socialist Workers Party.

Exacto. Es la condena clásica del padre comunista: tener un hijo trotskista. Pero debo decirte que tuve suerte, porque en aquella etapa el grupo de Tony Cliff era bastante abierto: tenía influencias anarcosindicalistas y era muy crítico del modelo que imperaba en la Unión Soviética. A diferencia de otras organizaciones que sostenían que en la URSS había un “estado obrero degenerado”, International Socialists definía al régimen como un “capitalismo de Estado” en el que regía la explotación de clase. 

Tony Cliff era un tipo muy interesante. Venía seguido a Oxford porque el gran atractivo, para cualquier organización que aspirara a ser un partido obrero real, eran las fábricas de automóviles que estaban en las afueras de la ciudad. En aquel período, esas plantas industriales concentraban entre 12.000 y 15.000 obreros. Nosotros pasábamos días enteros fuera de las fábricas, vendiendo diarios y repartiendo folletos en los portones, temprano a la mañana, cuando los trabajadores entraban. Fue una experiencia formativa. Con el tiempo me fui distanciando, pero nunca renegué de esa influencia ni de mi militancia trotskista en International Socialists. Aunque te confieso que, con los años, terminé pensando que en algunas de las discusiones que había tenido con mi padre comunista, era él quien llevaba la razón.

En aquel tiempo, Inglaterra era escenario de una auténtica revolución historiográfica. E.P. Thompson había publicado La formación de la clase obrera en Inglaterra en 1963 y la “historia desde abajo” irrumpía como una novedad. ¿Qué impacto te produjo la emergencia de esa corriente de análisis histórico?

Uno muy profundo. De hecho, mi influencia fuerte, en ese momento, fue, sin dudas, la de Thompson. Mi padre me regaló La formación de la clase obrera en Inglaterra un tiempo después de su publicación y quedé realmente fascinado. Era la primera edición, que venía en tapa dura: una auténtica joya que recibí como regalo de Navidad. Fue un libro que me cambió por completo. Luego tuve la posibilidad de ver a Thompson en vivo y en directo en el primer seminario del History Workshop en el Ruskin College, organizado por Raphael Samuel. Aquello fue verdaderamente revelador: hasta ese momento yo ni siquiera me imaginaba que era posible hacer historia de ese modo. Y, mucho menos, que se la pudiera comunicar como lo hacía él. Era algo realmente increíble: Thompson hablaba con tanta pasión como rigor sobre los campesinos que habían sido expulsados de sus tierras durante la industrialización. No solo contaba sus historias, sino que evocaba sus sentimientos. Y lo hacía frente a una multitud, porque Thompson hablaba para un auditorio en el que podía llegar a haber unas trescientas personas. 

La impronta thompsoniana es muy visible en Resistencia e Integración, a tal punto que la categoría de “experiencia” estructura todo el libro, pese a que no se haga ninguna referencia directa al propio Thompson.

Es así como decís. Resistencia e Integración es un libro de inspiración thompsoniana. Y si él no está mencionado explícitamente, es porque su modelo ya se había transformado, para decirlo con las palabras de Pierre Bourdieu, en una doxa. Era algo que no necesitaba ser explicitado. Estaba ahí, recorriendo todo el libro.

La condena clásica del padre comunista es tener un hijo trotskista.

¿Te sentiste movilizado, también, por otros historiadores? Estoy pensando específicamente en Raphael Samuel, articulador del History Workshop, el movimiento y la revista que promovía esa nueva historia social de corte marxista.

Raphael Samuel tenía cosas muy interesantes, aunque en ese tiempo era más conocido por su papel como organizador del History Workshop que por su propio trabajo historiográfico. Samuel comenzó a ser más reconocido luego de la publicación de Teatros de la memoria, que es casi un libro póstumo. Fue entonces cuando se instaló como una referencia intelectual más consolidada. Por cierto, debo decirte que una vez compartí una celda con él, luego de una protesta en la que ambos habíamos participado para condenar la visita a la Universidad de Oxford de un político racista y ultraconservador.

Sospecho que con esas características te referís a Enoch Powell, el autor del famoso discurso de los “ríos de sangre”…

Exacto. Se trataba de Powell, que había venido a Oxford para dar una conferencia.

¿Y cómo acabaste en la celda con Samuel?

Sucedió que, mientras unas cuantas decenas de estudiantes nos movilizábamos para evitar la charla de Enoch Powell, llegó la policía y comenzaron a detenernos. Y yo fui uno de los apresados. A unas cuarenta personas nos llevaron a una comisaría y nos colocaron en dos o tres celdas diferentes. Fue entonces cuando vi a Raphael Samuel sentado, absolutamente desesperado, diciendo: “¿Qué hice? No entiendo… Yo soy pacifista, y ahora estoy acusado de haber atacado a un policía”. Estaba totalmente desconcertado por la situación.

En cuanto a su producción histórica —sobre todo la que realizó en las décadas de 1970 y 1980—, lo que más me interesó fue su serie de artículos publicados en la New Left Review en los que rememoraba su experiencia personal como militante comunista en la Gran Bretaña de las décadas de 1940 y 1950. Ahí logró captar perfectamente las sutilezas de la cultura política comunista de base. Cuando lo leí, pensé: “Esto lo conozco, lo reconozco, es exacto”.

Te referís a los artículos que luego se reunieron en el volumen The Lost World of British Communism, ¿no es cierto?

Exactamente. Son textos maravillosos. Cuando leí el libro de Hernán Camarero sobre el Partido Comunista Argentino —que fue su tesis; de hecho fue una sugerencia mía a él—, le recomendé que leyera esos artículos de Samuel. Luego, él me comentó que el archivo argentino no permitía hacer este tipo de reconstrucción minuciosa de la cultura de base del comunismo como sí pudo hacerlo Samuel para el caso británico. Es muy probable que eso sea así, como comentaba Hernán. Pero, de todos modos, muchas veces siento que eso es algo que sigue faltando en la historiografía argentina sobre la izquierda.

Te formaste en la historia social, adoptaste la doxa thompsoniana, provenís de una familia obrera ligada políticamente al comunismo. Parece que había algunos elementos que podían llevarte a los estudios del peronismo en Argentina. ¿Cómo se produjo tu inserción en la cuestión latinoamericana primero y en la argentina después?

América Latina entró en mi horizonte en Oxford, a fines de los años 60. Formó parte del mismo despertar intelectual y político, aunque mi interés surgió un poco por casualidad y en parte por el vínculo con International Socialists. Aunque me afilié a la organización después de terminar mis estudios en Oxford, estaba viviendo allí mientras hacía la Maestría en Estudios Latinoamericanos en Londres. Viajaba una vez por semana para asistir a las clases de John Lynch.

El interés por América Latina estaba muy marcado por el contexto de la época: era el momento de Cuba, e International Socialists seguía lo que pasaba allí, aunque desde una óptica crítica, especialmente por el poder creciente del Partido Comunista Cubano y su acercamiento a la Unión Soviética. En las revistas del grupo se comentaban estos temas, y eso me despertó un interés en la situación latinoamericana.

Además, conocí a un profesor de economía en Oxford, un buen tipo, relativamente joven para ser profesor allí. Había sido contratado por el gobierno cubano como asesor en el momento en que Cuba se preparaba para lanzar la famosa “zafra de los diez millones de toneladas” de 1970. Cuando regresó, a fines de 1969 o comienzos de 1970, dio varias charlas contando su experiencia. Él no era un especialista en América Latina, pero sus relatos me cautivaron. En ese período, leí Pasajes de la guerra revolucionaria del Che Guevara. Era una época en la que América Latina formaba parte de un conjunto de luchas que desvelaban a la izquierda.

Después de terminar mi carrera en la Universidad de Oxford, seguí en la ciudad, trabajando como peón de construcción para ganarme la vida. Pero esa, claro, no era precisamente mi vocación. Un día, este mismo profesor que había estado en Cuba me comentó que el gobierno británico estaba ofreciendo becas de un año para hacer maestrías en Estudios Latinoamericanos. Se habían dado cuenta de que casi no había especialistas en el tema en las universidades británicas, salvo algunos dedicados al período colonial, y por eso crearon cinco o seis centros, uno de ellos en Oxford. Me dijo que, quizás, podía postularme y hacer esa maestría. Y yo simplemente me dije: ¿qué tengo para perder?

Aprendí a leer español con un diccionario y el libro de Roberto Carri Sindicatos y poder en la Argentina.

¿Hubo otros profesores que te influyeran en ese recorrido?

Sí, había otro profesor, llamado Richard Mosely-Williams, que luego dejó la academia y que nunca llegó a publicar, pero que era realmente muy bueno, muy capaz. Era politólogo y dictaba un curso sobre historia política argentina. Él tenía algún vínculo personal con el país: había pasado algunos años en Argentina cuando era joven, por cuestiones familiares. Hablaba bien castellano, había viajado y realizado investigaciones entre 1967 y 1968. Tomé un curso con él, nos llevamos muy bien y me introdujo en los estudios sobre el peronismo. Recuerdo que la primera vez que le mencioné a Perón a mi padre, él me contestó: “¿Ese no era un fascista?” Y en ese momento yo le respondí: “No, no creo que lo sea, pero la verdad es que todavía no lo sé con exactitud.”

¿Y cómo comenzaste a indagar académicamente en el fenómeno peronista? ¿En qué marco desarrollaste esas primeras exploraciones?

Las clases con John Lynch y con Richard Mosely-Williams fueron decisivas, por lo que finalmente decidí presentarme a una beca de doctorado con el tema en la cabeza. Sin embargo, todavía debía completar el trabajo final de mi maestría, que exigía una cierta extensión (unas 10.000 palabras) y el uso de fuentes primarias. Por el interés que Richard Mosely-Williams me había despertado en Oxford, y tras haber hecho varios trabajos previos sobre el socialismo, decidí hacer este proyecto final centrándome en el sindicalismo argentino. Para ese entonces yo había leído algunas obras de Gino Germani, Torcuato Di Tella, Ezequiel Gallo y José Panettieri, así que me lancé a ello.

Al encarar la investigación, encontré dos fuentes principales. Descubrí que en la Universidad de Essex había una colección completa de la revista Primera Plana, que en los años 60 tenía una cobertura bastante profesional sobre el sindicalismo, especialmente alrededor de la figura de Vandor. Esa fue una fuente muy útil. Y lo mismo sucedió con lo que encontré en la hemeroteca del British Museum: allí estaban las colecciones completas de La Nación y La Prensa

Además, localicé un único libro en la biblioteca del Centro de Estudios Latinoamericanos de Oxford: el de Roberto Carri, Sindicatos y poder en la Argentina. Supongo que alguien lo había traído, porque en aquel entonces había dos o tres argentinos en Oxford. Ahí fue donde conocí a Ernesto Laclau, a Ezequiel Gallo y a Oscar Braun. Sospecho que alguno de ellos dejó ese libro.

Cuando lo abrí, me fascinó, aunque no entendía casi nada, porque no tenía referencias previas y todavía estaba “enseñándome” a leer en español. De hecho, lo leí con un diccionario al lado. Mi formación clásica en idiomas era el francés: había pasado ocho años estudiándolo, leía en francés, aunque no lo hablaba mucho. Con el español era distinto: tenía que aprenderlo desde cero mientras leía a Carri. Pero el libro me atrapó. Me di cuenta de que la figura de Vandor era central. Lo que no sabía entonces era que Carri había sido asesor de Vandor o cercano a él, parte de ese grupo de intelectuales que lo rodeaba. Y justo en ese momento Carri estaba atravesando sus propios desplazamientos políticos.

Así que, con todas esas fuentes, armé el proyecto de doctorado, presenté la solicitud de beca y la gané.

¿Y qué sucedió cuando viajaste por primera vez a Argentina, en 1972? ¿Qué hallazgos hiciste y de qué manera incidieron en la investigación que estabas llevando adelante?

Cuando llegué a la Argentina en 1972, me llevó seis meses darme cuenta de que el proyecto era completamente ilusorio. Al principio estaba muy absorbido por las grandes distracciones que ofrecía el país: los bifes, el vino, el fervor político que se respiraba en las calles, sobre todo entre la gente que se movía alrededor de la universidad. Era una Argentina vibrante, muy intensa.

Finalmente me di cuenta de que el proyecto que había presentado no tenía sustancia real. Es un buen ejemplo de aquello de que, en el país de los ciegos, el tuerto es rey. Los evaluadores de la beca eran los ciegos; yo era el tuerto y logré venderles un proyecto que no tenía demasiado anclaje. Ni siquiera en mi cabeza había un proyecto completamente armado: tenía, como mucho, un esquema thompsoniano.

Había otro elemento que aportaba a mi enfoque, y que venía en parte de International Socialists y de mi propia experiencia de militancia en la base obrera de Oxford, en las fábricas automotrices donde el grupo tenía cierta influencia. Allí existía una corriente de industrial sociology, una sociología del trabajo que, en los años 60, tenía puntos de contacto con lo que hacían los franceses, pero en este caso más claramente marxista. El objetivo era tratar de entender el funcionamiento real de los sindicatos, pero dentro de un marco mucho más sutil, más realista: no era una mirada idealizada del militante de base, sino una perspectiva sin ilusiones.

Yo había incorporado esas lecturas, junto con la de Carri y otros autores, y de esa mezcla —de ese crisol, digamos— fue surgiendo el proyecto. Pero, en términos de fuentes de archivo, pronto descubrí que no tenía casi nada disponible. Eso me obligó a repensar todo el trabajo y a rediseñar el proyecto.

Algo propio de la experiencia de las mujeres obreras es que viven las categorías de género pero muchas veces no las tematizan discursivamente.

¿Cómo comenzaste a percibir que el peronismo expresaba no solo una determinada estructura de clases, sino también una “estructura de sentimiento” en la que importaban también las representaciones y las sociabilidades? 

Esa relectura del peronismo a través de categorías como la “estructura del sentimiento” de Raymond Williams surgió unos diez años después, cuando estaba intentando repensar todo el fenómeno. Yo terminé la tesis en 1978 y la defendí en 1979. De hecho, la tengo aquí, pero te advierto que es prácticamente ilegible. La escribí apurado, bajo mucha presión económica: necesitaba terminar para conseguir un puesto de trabajo académico. Es muy breve, cubre el período de 1955 a 1966.

Después del doctorado me fui a Brasil. Pasé dos años allí, dando clases en la Facultad de Sociología de la Universidad de Brasilia. Ya había vuelto brevemente a la Argentina después del golpe del 76, y había permanecido allí hasta comienzos del 77. Por lo tanto, entendía bien el contexto que se estaba viviendo y me parecía evidente que aquello no iba a resolverse pronto. En Brasil, en cambio, la situación era diferente: si bien había dictadura, el impacto sobre las universidades era otro. Había fondos, se abrían nuevas carreras, y el clima académico era mucho más favorable. Por un tiempo incluso pensé en cambiar de tema, convertirme en “brasilianista”. Pero finalmente decidimos mudarnos a Estados Unidos, sobre todo porque mi esposa es estadounidense y queríamos estar cerca de su familia.

Logré un puesto de un año, y luego uno más permanente. Pero claro: había que publicar. Y lo único que tenía era esa vieja tesis, que ni siquiera había vuelto a leer. Pero era lo único que podía usar como base mínima para retomar el tema. Ahí es donde entra Raymond Williams. Me ayudó mucho, especialmente en la primera parte, la de la resistencia. En la tesis ya había algo de eso, pero al leer a Williams encontré un marco conceptual que me permitió profundizarlo.

¿Y cómo llegás a él?

Quizás te sorprenda un poco, pero llegué a Williams gracias a Beatriz Sarlo. Cuando leí El imperio de los sentimientos, que es abiertamente williamsiano, la referencia apareció de forma clara. Aunque creo que nunca hablé con Beatriz sobre esto, fue ella quien introdujo la obra de Williams en mi perspectiva histórica. Por supuesto, yo ya lo conocía por sus ensayos más políticos, que solía publicar en la New Left Review, pero fue a partir del libro de Sarlo que pensé: “a ver, veamos qué hay acá”. Eso me llevó a trabajar con el concepto de “estructura de sentimiento”, que me resultó muy útil para pensar el peronismo en términos de representación, símbolos y sensibilidades, y no solo de estructuras materiales o posiciones de clase. Había muchas cosas más allá de la ideología política formal: no todo era tan claro y articulado en el peronismo. La sensibilidad, muchas veces, se imponía.

Sin embargo, Williams no fue la única influencia. También estuvo la de Pierre Bourdieu. Leí su Bosquejo de una teoría de la práctica, que en los años 80 fue probablemente su libro más conocido. Eso me sirvió para enriquecer el marco teórico.

Entonces, lo que el lector encuentra en Resistencia e integración, que se publica primero en inglés en 1988 y luego en castellano en 1990, es un trabajo reconceptualizado. Tenía no solo el espíritu thompsoniano, sino también la mediación de Williams, Bourdieu y de Gramsci, a quien, previamente, había leído mucho. No introduje grandes cambios en la sección central sobre la burocracia sindical de los años 60, que permaneció bastante cercana al enfoque que desarrollé en la tesis.

Cuando trabajás sobre la burocracia sindical, aparecen naturalmente las referencias a Weber, pero también a Robert Michels, un autor que, en ese contexto, no parecía ser una fuente habitual para otros investigadores e investigadoras.

En buena medida, ese interés fue una herencia de los sociólogos industriales marxistas vinculados a International Socialists. La primera vez que escuché el nombre de Michels fue a través de ellos. Aunque tenía una noción general de su obra, no la había estudiado en profundidad. De hecho, uno de los trabajos que me tocó hacer durante mi estancia en Brasil fue dictar un curso de introducción a la teoría sociológica. Tenía que enseñar a Marx, Durkheim y Weber. Con Marx no tenía mayores dificultades; era un autor que ya manejaba. Pero con Durkheim tuve que ponerme al día. Me vi obligado a leerlo sistemáticamente en ese período. Pero fue al sumergirme con más detalle en la lectura de Weber cuando empecé a percibir hasta qué punto Michels había tomado muchas de sus categorías y planteos. Y recién entonces pude ver con mayor claridad los vínculos entre ambos, y cómo esas herramientas podían resultar especialmente útiles para analizar las dinámicas internas de la burocracia sindical en el caso peronista. 

A Doña María Roldán la conocí a través de Cipriano Reyes en 1985

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En Resistencia e Integración aparecen elementos muy nítidos de E. P. Thompson, pero también hay referencias directas a Gareth Stedman Jones, que acababa de publicar Lenguajes de clase, el libro en el que analizaba cómo los discursos políticos configuraron la identidad y la conciencia de clase en la Inglaterra del siglo XIX. ¿En qué medida esos elementos te resultaron útiles para estudiar la discursividad peronista?

Mi acercamiento a la obra de Stedman Jones apareció en un momento bastante tardío de mi trabajo. Empecé a leerlo en 1983 o 1984, cuando ya estaba reescribiendo el original de Resistencia e Integración, introduciendo las mediaciones de Bourdieu y Williams. Fue en ese marco que encontré la obra de Stedman Jones y, también, la de otros autores y autoras del giro lingüístico que empezaba a instalarse en la historiografía.

Además, en esos años volví a encontrarme con Ernesto Laclau. Yo ya lo conocía de antes, cuando todavía estaba en su transición de historiador a filósofo político. Incluso, cuando yo estaba en Cambridge, lo había invitado a dar una charla, unos años antes de irme a Brasil. En esa conferencia él presentó su primer trabajo teórico realizado a partir del archivo de Gramsci en Roma. En ese tiempo, Laclau había empezado a reconfigurar sus ideas. Y, aunque su trabajo estaba todavía reconociblemente inscripto dentro del marxismo, ya introducía las variables discursivas. Así que, entre Stedman Jones y Laclau, yo me fui metiendo en ese debate sobre el discurso, el lenguaje, y la construcción de sentido.

Reconozco que, en cierta medida, fue un movimiento un poco improvisado e incluso algo arriesgado. No es lo que suelo recomendarles a mis alumnos: no es ideal involucrarse en una nueva elaboración teórica en medio de la escritura de un libro. Pero yo estaba reescribiendo completamente la introducción de Resistencia e Integración, y me dejé llevar un poco por esas nuevas influencias.

¿Y con qué elementos concretos del discurso peronista trabajabas en ese momento? En la introducción de Resistencia e Integración establecés relaciones entre el lenguaje peronista y la discursividad del tango…

La verdad es que en ese período no tenía ni los recursos ni el tiempo para hacer una investigación exhaustiva sobre el discurso peronista. Así que, necesariamente, tuve que trabajar con lo que tenía a mano. Por eso aparece esa referencia al tango de los años 30, que obviamente requeriría un análisis mucho más profundo, más sistemático que el que yo podía hacer en aquel entonces. Pero al final creo que quedó bastante bien. Fue, digamos, un lance. Todo esto tenía, en alguna medida, mucho de apuesta personal. Intuía que ese camino —el de leer el peronismo también como una construcción discursiva, con su propio vocabulario emocional y simbólico— podía rendir frutos, podía abrir preguntas nuevas. Era el comienzo de un camino que otros iban a desarrollar con más amplitud después.

En esa relectura simbólica del peronismo aparece otra de tus grandes obras. Me refiero a Doña María, en la que, a partir de herramientas de la historia oral, reconstruís la vida de María Roldán, militante peronista de Berisso muy activa durante el 17 de octubre y primera delegada sindical en el frigorífico Swift. ¿Cómo fue ese primer encuentro, producido a instancias de Cipriano Reyes? ¿Qué te llevó a pensar que su voz era clave para pensar la identidad obrera del peronismo? 

En 1985 yo acababa de volver a la Argentina y estaba terminando el manuscrito revisado de lo que sería Resistencia e Integración. Pero, ya en ese entonces, estaba buscando otro tema, otro ángulo de análisis. Tenía la idea de que Resistencia e Integración planteaba una mirada muy panorámica, como desde cinco kilómetros de altura, sobre la clase obrera argentina. Así que pensé que tal vez podría hacer algo más íntimo, un estudio de caso que permitiera analizar varios de los temas tratados en Resistencia e Integración desde una óptica mucho más localizada.

Fue en el marco de esa búsqueda, pero por pura casualidad, que un amigo argentino me llevó a conocer a un viejo anarquista llamado José María Lunazzi. Él había sido profesor de pedagogía en La Plata, pero con la llegada del peronismo en 1946 había perdido su puesto. Había seguido viviendo allí y, después de 1955, había recuperado su cargo docente. Su historia me atraía mucho, sobre todo porque, en aquel contexto, yo tenía cierto interés en el anarquismo. Así que pensé que conocerlo y conversar con él podría darme algo atractivo para mi trabajo. Era un anarquista histórico, que había conocido a todos los dirigentes importantes de los años 20 y 30. Y fui, junto a mi amigo, a encontrarme con él.

Durante nuestra conversación, Lunazzi hizo referencias a la ciudad de Berisso. Y en un momento me dijo: “Si quiere hablar con alguien que le pueda contar cosas interesantes sobre Berisso, puedo presentarle a Cipriano Reyes”. La historia era realmente magnífica: Lunazzi y Reyes se habían hecho muy cercanos en los días calientes de 1945, a pesar de estar en bandos políticos opuestos. Y su amistad no había menguado con el paso del tiempo.

Cipriano, que vivía en Quilmes pero pasaba mucho tiempo en La Plata visitando a su hija, me citó finalmente para una entrevista. Y, el día de nuestro encuentro, llegó acompañado de Doña María Roldán. Doña María había sido una de las compañeras que, junto al propio Cipriano, había encarado las luchas en los frigoríficos de Berisso en los años 40. Había estado ligada al Partido Laborista, había sido delegada del frigorífico Swift en el Sindicato Autónomo de la Carne, había participado del 17 de octubre y había acompañado a Cipriano en la campaña que llevó a Perón a la presidencia en 1946. Cipriano había mantenido contacto con ella a lo largo de los años, aunque casi no hablaba. Ella, que ya era una persona bastante mayor, había ido a mi cita con Cipriano como una suerte de “certificadora” de lo que él decía. Y, aunque durante aquella conversación ella no dijo muchas cosas, su historia me quedó resonando en la cabeza. Pensé que tenía una vida particularmente interesante.

Cuando le pregunté a Doña María por Evita, dijo que apreciaba su forma de hacer política porque era lo que ella llamaba “amor”.

Cuando volví a Argentina dos años más tarde, pergeñé una idea. Quería hacer un trabajo a partir de las historias orales de tres personas. Uno era José Teper, un sastre judío y antiguo militante comunista. Otro era Humberto Correale, un viejo anarquista que había sido un activo obrero naval. Y, finalmente, Doña María, que sería mi entrevistada de filiación peronista. Decidí hacer ese trabajo y, durante los nueve meses que estuve en Argentina, me organicé para entrevistar dos días por semana a José Teper en Capital, dos días a Humberto Correale en San Francisco Solano, y dos días a Doña María en Berisso. Era una locura. Especialmente porque en esos años la autopista ni existía. Eran tres horas para ir y tres horas para volver.

Lo que me gustaría saber es por qué te decantaste por Doña María…

Realmente sí, era un desafío imposible. Y se extendió bastante, porque seguí trabajando con los tres durante un buen tiempo, hasta que finalmente decidí centrarme en Doña María. Creo que, en algún punto, todo se trató de que nos caímos bien, nos entendimos en el proceso de las entrevistas. La historia oral tiene eso: siempre es misteriosa. A veces ocurren esos momentos de gracia que no pueden planificarse, que simplemente suceden. Y sucedían con Doña María. Es perfectamente posible imaginar que Doña María y yo podríamos no habernos llevado bien, y que podríamos habernos visto dos o tres veces. Pero algo pasaba, la cosa funcionaba, y decidí hacer eje en ella.

En Doña María se revela un aspecto particular: el de la filiación religiosa de la militante obrera. María no era católica, sino evangélica bautista. Hija de un inmigrante italiano católico y anarquista, se convierte por cuenta propia a un evangelismo muy popular, con un lenguaje espiritual muy directo. ¿Cómo leíste esa dimensión? ¿En qué medida permite pensar en un peronismo societalmente más amplio?

Definitivamente, pusiste el dedo en la llaga. Mi gran autocrítica sobre el libro es no haber tomado con la seriedad suficiente la religiosidad de Doña María, aun cuando en varias oportunidades le consulté por ello. Esto tiene su origen en razones diversas. Primero, porque no soy creyente; mi sensibilidad no se dirige naturalmente hacia ese aspecto. Y también —quizás de forma más inconsciente— por un presupuesto intelectual: al tratar con una mujer delegada y militante obrera, tenía un modelo en mente que no incluía al evangelismo. Yo tiraba del hilo de su militancia en la fábrica, sus roces con la patronal, todo ese tipo de aspectos. Pero creo que dejé de lado ese otro expediente, como si fuera marginal.

Creo que por eso los capítulos analíticos y reflexivos que incluí en el libro fueron tan importantes: era también una forma de dialogar conmigo mismo, de intentar entender lo que había pasado en las entrevistas con Doña María. Porque, cuando volví en 1987, ya tenía una transcripción de unas 800 páginas. En ese viaje no me quedé demasiado tiempo y solo pude ver a Doña María una o dos veces: mi hija había nacido hacía poco y tenía que volver a asumir mi rol de padre.

Me acuerdo perfectamente de la segunda vez que la vi: era una de esas noches de los saqueos a los supermercados, había estado de sitio, cortaban los micros de Capital a La Plata… era una situación muy complicada. Así que manejaba la idea de volver con más tiempo el año siguiente. Pero, cuando volví en 1988 o 1989, me encontré con que Doña María había fallecido. Lo que hice entonces fue obligarme a leer nuevamente todo ese material: este maldito —y, al mismo tiempo, querido— archivo que uno va construyendo.

Evidentemente, yo había ido leyendo a medida que la colega que hacía las transcripciones iba avanzando, pero no me había sumergido de lleno en el texto. Y, cuando lo hice, esta cuestión de la religión me golpeó fuerte. Me di cuenta de que allí había un vacío enorme, un hueco en el libro. Había anotado muchas partes donde ella empezaba a hablar de estos temas, pero, por mis propios prejuicios, no seguí esas pistas. Mi idea había sido la de volver a verla para retomar esas conversaciones y profundizar en lo que ella había dejado apenas sugerido en el material. Pero no llegué. Se murió antes.

Sin embargo, en tus ensayos incorporás parcialmente esa dimensión, mostrando una diversidad religiosa que permite discutir la idea de un peronismo que muchas veces es presentado en ligazón directa al catolicismo. Al mismo tiempo, reflejás el rasgo polifacético de una mujer que, siendo religiosa, se opone al aborto pero ayuda a sus compañeras del frigorífico cuando deciden hacerse uno…

Creo que lo de la heterogeneidad es fundamental, porque la idea de un tipo único de peronista, como si fuera una estructura homogénea, es un mito, una invención. Y, en cuanto a la cuestión religiosa, creo que es importante cruzarla también con la de género y la de clase. La cuestión del aborto me parece un punto central. Allí se ve bien cómo se desarrollaban ciertas prácticas. María, junto a otras compañeras del frigorífico Swift, aportaba para los fondos que se organizaban para aquellas mujeres que habían tomado la decisión de abortar. Aunque ella tenía una matriz religiosa muy incorporada, y era una evangélica bautista que creía en ciertos parámetros morales, no parecía condenar la práctica del aborto en términos concretos. De hecho, como decís, aportaba para sus compañeras obreras que necesitaban realizarse uno.

Reconstruir la historia de Berisso con Mirta Lobato fue una aventura intelectual, pero también personal y emotiva.

 Un aspecto interesante que trabajás en el libro es la relación entre los trabajadores peronistas y las ideas comunistas o socialistas. Doña María señala que en el frigorífico Swift había trabajadoras eslavas comunistas, a quienes ella intentó convencer de la opción peronista, presentándola como una causa similar pero adaptada a Argentina. Además, afirma que si, como sostenían los antiperonistas, la justicia es “comunismo”, “bendito sea”. También afirmaba que esas diferencias ideológicas no importan a los patrones, que “les sacan la sangre” sin importar su filiación…

Lo que decís es absolutamente cierto. Y, para ser bastante estrictos, no es algo privativo de Doña María: esto era algo bastante común. Lógicamente, si uno ingresara en un diálogo político más específico, debería hacer diferenciaciones. Por eso siempre hay que tener cuidado con generalizar, como sucede cuando se habla de “el peronismo”. No es un bloque homogéneo: hay generaciones distintas, formas distintas, sensibilidades distintas. En la generación de Doña María —y en mi experiencia hablando con otros de su generación en Berisso—, esto que describís era bastante típico. Ella no tenía un sectarismo político, no era de las que marcaban diferencias tajantes entre peronistas, comunistas o radicales en el trato cotidiano. Y, en general, los otros peronistas obreros tampoco. Esto les permitía sostener un diálogo bastante franco.

Pero, de todos modos, siempre hay un elemento en tensión que se vincula a la enorme capacidad del peronismo de dominar el espacio ideológico, físico, político y cultural en una comunidad obrera como Berisso. Esto sucedía casi de modo natural. No se trataba de ninguna conspiración, sino de que el peronismo dejaba poco espacio a representaciones alternativas o a la construcción de otras identidades políticas. Creo que esto podía tensionar esos diálogos con comunistas y socialistas. Pero hay que hacer distinciones. En las relaciones cotidianas, el comportamiento de Doña María hacia esas personas que pertenecían a otras tradiciones políticas era bastante representativo.

En el libro no solo señalás la identificación afectiva de Doña María con Eva Perón, sino que también explorás cómo el relato melodramático de la vida de Evita permitió que muchas mujeres de clase obrera desafiaran las rígidas normas de género que imperaban en la época. ¿Cómo se producía esa identificación y cómo operaba en la propia María Roldán?

Este es un aspecto muy interesante de Doña María. Y es, claramente, pasible de ser extendido a las experiencias de otras mujeres. Ese tipo de identificación está presente, por ejemplo, en La política de los pobres, el libro en el que el sociólogo Javier Auyero estudia a las “manzaneras”, es decir, a aquellas mujeres peronistas que, en la década de 1990, ejecutaban, en zonas como La Matanza y otros barrios periféricos, el Plan Vida, que distribuía alimentos y ofrecía un acompañamiento de salud y nutrición para niños y madres embarazadas. Al reunirse con esas “manzaneras”, Auyero detectó claramente que Evita era su modelo, no solo en términos de ideología, sino en su modo de actuar e incluso de representar la política. Algunas se arreglaban el pelo y buscaban vestirse como la propia Eva.

En el caso de Doña María había muchos elementos de este tipo. Por un lado, presentaba a Evita como una mujer entregada a los pobres, que era a la vez astuta y dada a los otros. Su imagen era casi la de una figura religiosa. Cuando le pregunté por sus sentimientos hacia Eva, Doña María me dijo que apreciaba su forma de hacer política, porque esa forma era la de lo que ella llamaba “amor”. Evita, evidentemente, era el modelo, pero el fondo era el de una fuerte religiosidad popular. Esa religiosidad escapaba a una corriente específica –evangélica, católica, etc.–. Se anclaba en una estructura del sentimiento que no precisaba ni siquiera de las referencias explícitas al Nuevo Testamento. 

La trayectoria de Evita producía un fuerte impacto en trabajadoras como Doña María, en parte por su componente melodramático. La vida de Eva era telenovelesca, de radioteatro: había nacido en la pobreza, era hija de madre soltera y padre ausente, y su infancia había estado marcada por la humillación. Al migrar a la ciudad para ser actriz —una ocupación entonces cargada de prejuicios morales— ingresó a un mundo visto como amenazante para la mujer. Pero su encuentro con Perón representó una forma de redención, porque a partir de allí pudo reescribir su historia, entregándose a los pobres y a la causa de la justicia social. Ese melodrama, promovido por el propio Estado peronista, se insertó muy bien entre los sectores populares, en tanto formaba parte de su propio imaginario. El relato no era simplemente absorbido; personas como Doña María le ponían su sello, su impronta, dándole un fuerte componente de religiosidad popular. Con Evita había un vínculo fuertemente afectivo.

En el libro sostenés que el relato general de Doña María revela “versiones contradictorias del género”. Además, analizás un poema que ella misma escribió en 1947 para homenajear a Clarita, su compañera del frigorífico Swift muerta de tuberculosis, en el que sostiene que las “niñas burguesitas” nunca entenderán su vida. ¿Cómo llegaste a esos elementos del análisis de género y a las herramientas de la crítica literaria?

Empecé a trabajar en ese capítulo en 1988, cuando terminé la transcripción de las entrevistas a Doña María. Aunque yo ya había leído algunos papers en los que se asociaban el género y la crítica literaria, cuando me mudé de la Universidad de Yale a la Universidad de Duke en 1991, me encontré con un mundo muy fértil de teoría crítica, literatura y estudios de género.

El género era una de esas líneas de pensamiento, junto con el uso de conceptos de la crítica literaria. Me había interesado el trabajo de Joan Scott en el que diferenciaba el género de la “historia de las mujeres” como her-story, como una historia aparte. Es decir, había comenzado a ver dimensiones que no había tenido en cuenta en Resistencia e Integración, donde había asumido un modelo del trabajador masculino. El género me permitió superar algunos de los vacíos que tenía la historia social de corte marxista. Y utilicé las herramientas que provenían de ese campo, y de los estudios literarios, para pensar el poema que Doña María le había escrito a su amiga Clarita.

A veces, en algunas conferencias o presentaciones, yo utilizaba el poema. Y era tan chocante, tan fuerte, que generaba un efecto inmediato. Era un poco como cuando yo escuchaba a Thompson en el History Workshop —él era un performer brillante, lo opuesto a Hobsbawm— leer esas cartas desgarradoras de campesinos británicos desplazados por los cercamientos de tierras. Yo reproducía algo similar: cerraba la presentación con el poema y eso generaba impacto.

Ya estando en Duke, mis colegas me ayudaron a pensar el poema más a fondo. Ahí empecé a trabajar en base a las posiciones de Carolyn Steedman, de Faye Ginsburg, de Joan Scott, amalgamando crítica literaria, estudios de género e historia social. Cuando presenté una primera versión de este análisis en un seminario de Hilda Sábato en el IDES, ella me dijo directamente: "odio este poema". Le molestaba la crudeza, la falta de sutileza de algunas imágenes. Pero para mí era importante. El género atraviesa la entrevista, se hace evidente en las palabras de María, aunque casi nunca de manera directa. Muy pocas veces hay pasajes donde el tema de género es explícito. Eso tiene que ver con las tensiones propias de la experiencia de las mujeres obreras: viven estas categorías, pero muchas veces no las tematizan discursivamente.

Después de su muerte, hablando con una mujer que la conocía, me dijo que algunos en el barrio la miraban como si estuviera “contaminada", porque parecía ser una mujer que dominaba a su marido. Eso muestra lo complicado que es todo esto.

Esto implicaba una interpretación de los subtextos, de aquello que Doña María no decía de modo explícito…

Exacto. Pero eso también planteaba cuestiones éticas en la historia oral. Es probable que Doña María no hubiera estado de acuerdo con algunas de mis interpretaciones sobre su poema o sobre su vida privada. Yo no tuve la oportunidad de discutirlo con ella. Pero como suele decirse: la historia no se hace sin romper algunos huevos. A veces hay que correr ciertos riesgos, incluso éticos.

Daniel, permitime hacerte una última pregunta. Doña María era de Berisso, la ciudad sobre la que investigaste durante décadas junto a tu colega, la historiadora Mirta Lobato, con quien escribiste Paisajes del pasado, libro de reciente publicación. Se trata de una obra rigurosa que, además, condensa el amor por esa ciudad de inmigrantes y obreros peronistas —en la que incluso llegaste a vivir— a través de diversas técnicas de montaje y de reconstrucción basadas en fotografías, postales y documentos de época. ¿Qué significado tiene para vos tanto historiográfica como personalmente este trabajo realizado con Mirta Lobato? ¿Y qué representa en tu vida la ciudad de Berisso?

Paisajes del pasado fue la conclusión de una aventura larguísima, de más de treinta años. A veces, con Mirta, decimos “veinte o treinta” por pudor, pero en realidad fueron casi cuarenta años de trabajo. Uno puede leer el libro ahora y encontrar algo homogéneo; pero nosotros reconocemos los fragmentos: tal capítulo lo escribimos hace veinte años, el que le sigue hace cinco. Es un mosaico hecho de pedazos escritos en distintos momentos de nuestras vidas, atravesados por nuestras trayectorias personales, familiares, profesionales. Todo eso, inevitablemente, está en el libro.

En ese sentido, Mirta fue clave. Yo soy un poco más disperso. Me entusiasmo con un tema durante algunos años, después pierdo interés, me aburro, cambio de proyecto. Mirta tiene algo que yo no tengo: la persistencia. Ella sostenía el trabajo cuando yo me iba desenfocando. Nos pasaron muchas cosas duras en lo personal durante esos años, pero ella mantenía la idea de que había que seguir, de que había que terminarlo.

Mirta tiene una frase muy buena, que podría ser otro título de la entrevista: "Hay que poner el culo en el sillón". Después de toda la lectura, la teoría, los debates, llega un momento en que hay que sentarse a escribir. Sin eso, no hay libro.

Reconstruir esa historia de Berisso a través de técnicas de montaje fue una aventura intelectual, pero también personal. En ella se involucró, como decías, nuestro amor por Berisso. En La miseria del mundo, Bourdieu dice que el entrevistador tiene que tener un “amor intelectual” hacia su sujeto. Creo que eso vale también para un espacio concreto, para una comunidad concreta. En nuestro caso, esa comunidad es Berisso.

Por supuesto, Mirta y yo tenemos diferencias —a veces fuertes— en cómo interpretamos el peronismo. Eso también queda reflejado en el libro. Por ejemplo, en el capítulo sobre los santiagueños en Berisso, las tensiones están a la vista: no las ocultamos, no las pulimos, las dejamos ahí. Es parte de la honestidad intelectual.

Además, hay algo más: yo viví varias veces en Berisso, construí lazos con gente de allá, amigos, varios de los cuales ya fallecieron. Pero también reconozco que el trabajo de Mirta tiene otra dimensión, especialmente en relación al género. Entrar a ese mundo como mujer investigadora tiene características distintas a las que atraviesan a un varón como yo. En el espacio público, en el campo de la historia social, ser mujer implica negociar otro tipo de relaciones, de tensiones. El peronismo mismo, como espacio, también es distinto dependiendo desde dónde se lo aborda.

Todas esas sensaciones, esas reflexiones, esas intuiciones, retornaron a nosotros cuando presentamos el libro en Berisso. Fue un momento muy emotivo. Casi nos liquida. Pero acá estamos.

"Hay que poner el culo en el sillón", después de toda la lectura, la teoría, los debates, llega un momento en que hay que sentarse a escribir

Crédito de foto: Montaje sobre fotografía del diario Clarín