La hegemonía del automóvil
Las ciudades están sobreadaptadas a una tecnología ineficiente: el automóvil particular, uno de los pocos bienes masivos que pierden utilidad a medida que más personas lo tienen. Si todos tenemos un automóvil, el tráfico es más lento. Sin embargo, los conductores de automóviles particulares siguen haciendo pasar sus necesidades y problemas como necesidades y problemas de todos.
por Felipe González
La alquimia del tráfico
En una encuesta sobre los principales problemas de las ciudades, el tráfico seguramente aparezca entre las primeras. Se llama “tráfico” a la mala circulación de vehículos por una vía, es otro término para la congestión vehicular. Se convierte en “tráfico” cuando se percibe como mala circulación contra alguna expectativa de lo que debería ser buena, pero difícilmente se considere mala por atípica, dado que el tráfico, o mejor dicho la congestión, es la normalidad en las ciudades. ¿Por qué hay tanta congestión y cómo puede solucionarse es la alquimia de nuestra época? Por un lado, porque aparece como la pregunta central de nuestro tiempo para muchos gobernantes, y por otro porque muchos oportunistas venden soluciones mágicas a pesar de que sea imposible convertir el plomo en oro. La raíz de la congestión está en la sobreadaptación de nuestras ciudades a una tecnología relativamente reciente que escala notoriamente mal: el automóvil particular. El automóvil prometió la libertad de salir de la puerta de tu casa, viajar cómodo y rápido para llegar a la puerta de tu trabajo sin esperar. El tiempo fue demostrando que esa expectativa era infundada y que esa tecnología tenía sus limitaciones.
Las tecnologías tienen un impacto notorio en las sociedades a medida que se implementan y, por ende, en la organización espacial de esas sociedades en las ciudades que habitan. Los romanos pudieron sostener grandes urbes gracias a la provisión de agua en acueductos y el uso de la misma en el manejo de residuos y afluentes mediante las cloacas. La invención del ascensor permitió la creación de edificios de mayor altura, aumentando la densidad de las ciudades. La producción de alimentos en granjas verticales hidropónicas y en biousinas en laboratorios dará un gran cambio al entorno productivo tanto urbano como rural. Sin embargo, algunas tecnologías no tienen impactos tan positivos y, en algunos casos, estos efectos se ven recién mucho tiempo después. Pero ciertas mentes lúcidas tienen la capacidad de vislumbrar el devenir de un proceso hasta sus consecuencias más inesperadas cuando éste apenas dio sus primeros atisbos de desarrollo. Es el caso de Andre Gorz, un filósofo austro-francés, que en 1973 escribió un ensayo sobre el impacto del automóvil en nuestras ciudades: La ideología social del automóvil. Escrito en el contexto de la crisis del petróleo y el incipiente impacto de la planificación urbana para autopistas en los países desarrollados durante la posguerra, es un artículo muy breve y disponible online. El texto de Gortz sirve como una guía para pensar la congestión y el impacto negativo que el automóvil ha tenido en nuestras ciudades que, aún hoy, 50 años después, no hemos podido solucionar. Para quienes no tengan tiempo, también hay un corto animado de Goofy de 6 minutos llamado Motor Mania que tiene la ventaja de haber sido creado en 1950, cuando esa planificación urbana en base a autopistas y automóviles apenas estaba naciendo.
En el caso del Área Metropolitana de Buenos Aires, según la última encuesta hogareña de movilidad, solamente el 30 % se mueve en auto o moto, 25 % a pie, 4 % en bici y 38 % en transporte público. El 80% de los viajes en transporte público se hace en colectivo. Las mujeres usan más el transporte público, las veredas y los taxis-remis, mientras que los varones usan más las motos y los autos. Incluso cuando un hogar tiene un auto, los viajes en ese hogar que se hacen en auto son los del varón, los otros miembros del hogar caminan o toman el colectivo. Cabe preguntarse también el por qué de la centralidad de un problema que solo afecta a 3 de cada 10 viajes.
El auto es un bien de lujo
La idea más potente del texto de Andre Gorz es que el automóvil es el único electrodoméstico que pierde valor a medida que más hogares lo adquieren. Si mis vecinos se compran una tostadora de pan no me genera mucho problema, pero si todos en mi edificio tienen un auto, hace que mi auto me sirva menos. Un auto mide, en promedio, 4 metros de largo y una cuadra de una ciudad latinoamericana, aproximadamente, 100 metros. Entran 25 autos en una cuadra. Si yo vivo en un edificio de 10 pisos con 2 departamentos cada piso y todos tenemos auto, queda ocupada casi toda la cuadra, sin lugar para los otros.

El espacio que ocupa estacionado (el 90 % del día) es de una brutal ineficiencia que también será trasladada al estacionamiento en cocheras privadas y a la circulación en calles y avenidas. El automóvil sólo puede transportar 1500-2000 personas por sentido, hora y carril (en 3,5 metros de ancho). Si todos en el edificio quieren llegar al trabajo a las 9, salen para llegar entre 8:45 y 9:15. En esa media hora, cada carril puede mover 1000 autos, una avenida con 4 carriles 4000 autos. Esa es la capacidad de esa avenida en media hora. Vamos a suponer que todos van "al centro" de la ciudad por esa misma avenida. En una cuadra de 100 metros con lotes de 8 metros hay 13 edificios por frente, en dos frentes aproximadamente 25 edificios. Cada edificio tiene 10 pisos con 2 departamentos. Si todos tienen auto, 20 autos por edificio. Entonces 20 autos × 25 edificios = 500 autos por cuadra. ¿Cuántas cuadras se necesitan para llenar los 4000 autos de la avenida en media hora? 4000 / 500 = 8. Con solo 8 cuadras de viviendas, la avenida ya quedaría saturada.
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Gortz dice que "el coche es un bien de lujo", no por su precio, sino porque
el lujo, por definición, es imposible de democratizar: si todo el mundo accede a un lujo, nadie saca provecho de su disfrute; por el contrario: todo el mundo arrolla, frustra y desposee a los demás y es arrollado, frustrado y desposeído por ellos.
En el agregado, si todos queremos movernos en auto, ninguno se mueve. El tráfico o congestión conlleva un aspecto emocional de frustración dice Gortz, frente a una promesa o expectativa. Si lo normal y esperable es circular a 15 km/h, no se percibe subjetivamente como un problema. Pero la expectativa de que uno debería ir a 60 km/h problematiza esa velocidad real de 15 km/h como congestión. Es cierto que si todos en mi edificio tenemos una tostadora, vamos a consumir más electricidad, un lavaplatos, más agua, etc. Pero a diferencia de las tecnologías encargadas de proveer ese servicio, el automóvil es una tecnología que no escala bien, es decir no puede manejar un aumento significativo en la carga de trabajo (más usuarios, más transacciones) sin que su rendimiento se degrade notablemente o que el costo de ese crecimiento sea desproporcionado. La paradoja de la tecnología automóvil es que desde su diseño está concebida para ser un bien de lujo, pero se comercializa como un bien masivo.
La arrogancia del espacio
Gran parte de la planificación de las ciudades se ha dado en torno a facilitar el uso del automóvil particular. Esto ha sido de muchas maneras, pero la más contradictoria fue la facilitación de uno de los recursos más escasos: el suelo urbano. Paradójicamente es en el espacio donde el auto presenta su mayor ineficiencia y problema de escalabilidad. Por un lado, se otorgó de modo privilegiado o exclusivo espacio para estacionar y circular. Pero más que nada, se invirtieron enormes recursos en infraestructura para producir suelo urbano capaz de ser utilizado por el automóvil (autopistas, avenidas, estacionamientos). Esto tuvo lugar incluso a costa de destruir usos alternativos y patrimonio arquitectónico como el ensanchamiento de la Avenida Corrientes y la creación de la 9 de Julio en el 30 o la creación de la red de autopistas urbanas durante la última dictadura militar.
Si un arquitecto fuera a planificar una casa, no dedicaría un tercio del espacio al garaje. Sin embargo ese es el estado de situación a escala de las ciudades. El urbanista danés Mikael Colville-Andersen planteó la idea de arrogancia del espacio para describir “la nauseabunda arrogancia de los carriles de automóviles obscenamente anchos y los vehículos que navegan de un lado a otro en ellos como hipopótamos ebrios”, cita Laura Zilliani en Urbanofilia.
¿Por qué se percibe esta arrogancia como legítima? Es el conjuro que transforma el poder bruto (la capacidad de imponer la voluntad incluso contra resistencia) en autoridad legítima (la probabilidad de encontrar obediencia voluntaria). El automóvil impone su voluntad todos los días en una esquina cualquiera en su interacción contra otros usuarios más débiles de la ciudad, pero es en su legitimidad donde hay que buscar su fortaleza. La legitimidad puede provenir de fuentes racionales, tradicionales o carismáticas. La legitimidad del automóvil difícilmente pueda venir de una fuente racional. No es una solución eficiente a los problemas de movilidad de una gran urbe y hasta sus propios usuarios lo perciben con frustración. El peso de la tradición confiere legitimidad pero obtura la creación de alternativas. Niños llevados siempre en automóvil que al ser grandes mantienen esa opción y profesionales formados en escuelas de ingeniería civil enfocadas en construcción de avenidas y autopistas que introducen su sesgo en la planificación de la movilidad actual. Sólo recientemente se ha abierto el campo a otras disciplinas y perspectivas (geógrafos, urbanistas, arquitectos, antropólogos). El uso del masculino no es casual, el reclutamiento de cuadros técnicos entre hombres que tradicionalmente han usado del auto también refuerza ese sesgo. Incluso se podría arriesgar que ha sido más proclive el fomento de políticas urbanas que privilegien otros modos con alcaldesas o intendentas mujeres como los casos de Anne Hidalgo en París y Ada Colau en Barcelona.
La legitimidad del automóvil difícilmente pueda venir de una fuente racional: no es una solución eficiente y hasta sus usuarios lo perciben con frustración; el peso de la tradición confiere legitimidad pero obtura la creación de alternativas.
Por último, quizás nada condense más la dimensión carismática del uso del automóvil y su proyección de estatus social que la frase de la ex Primera Ministra británica Margaret Thatcher: “Un hombre, que después de cumplir los 26 años, se encuentra sí mismo tomando el colectivo puede considerarse un fracaso”. Es vasta la literatura de los consumos de bienes y servicios como talismanes de estatus y símbolos que se proyectan para la percepción de los otros y de uno mismo. Contra esta operación simbólica, Gortz desangela a la Amarok comparándola con una aspiradora:
A diferencia de la aspiradora, de la televisión o de la bicicleta, que siguen conservando la integridad de su valor de uso cuando ya todo el mundo dispone de ellos, el coche, al igual que el chalet en la playa, no tiene interés ni ventaja alguna más que en la medida en que la masa no dispone de ellos
Externalidades
El problema del tráfico de las ciudades, y la irritación que esto genera en sus habitantes, es en realidad una irritación con los otros conciudadanos. Se exterioriza la responsabilidad a las calles, semáforos, intendentes, pero como decía Julio César en la tragedia shakesperiana: “La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos”. La responsabilidad es de los otros que, como yo, también quieren ir en auto, pero nunca mía.
Las ciencias económicas han intentado modelar este vínculo tenso de cada individuo con los otros a través del mercado, la oferta, demanda y precio. Pero frente a los problemas que ese modelo presentaba en algunos casos particulares crearon el concepto de “externalidad”. Cuando una persona consume un bien o servicio (hacer un viaje corto solo en auto particular), puede estar afectando directamente a otros que no participan en esta decisión. El problema es cuando el efecto de su decisión no recae sobre sí mismo y el precio del mercado no contiene la información necesaria sobre esos costos, con lo cual no se ve estimulado a cambiar su conducta. Cuando 60 personas deciden tomarse un colectivo, su tiempo de viaje —uno de los costos en el que se mide viajar— cambia radicalmente por la congestión que otras 60 personas en auto producen en la avenida. Pero esa congestión no la producen las 60 personas arriba de un sólo colectivo, sino los 40 autos que mueven a otras 60 personas.
En los manuales escolares de economía los ejemplos de externalidades negativas arquetípicos están vinculados directamente con el uso del automóvil particular: congestión, contaminación y siniestralidad. Dado que las crecientes corrientes del pensamiento liberal libertario no creen en el concepto de externalidad, su abordaje a los temas de movilidad plantea algunos desafíos. El ideario de la libertad que prometía el automóvil de salir de la puerta de casa y dejarte en la puerta del trabajo se choca contra el ideario de la libertad que el automóvil le prometió a alguien más. Un amante cruel.
Esta enorme fricción del automóvil en la interacción con otros actores de la ciudad está el secreto de la congestión. Por su tamaño y diseño el automóvil dificulta el contacto visual y la visibilidad de otros actores para coordinar acciones entre sí, como lo demuestra el experimento del video de la universidad de Nagoya sobre la congestión por ondas. Algunos usuarios han intentado escapar a esta torpeza del automóvil para moverse con agilidad en espacios reducidos cambiando por la moto. Son vehículos menos contaminantes y producen y padecen menos congestión, pero a expensas de un crecimiento significativo de la siniestralidad vial.
Gortz describe esta sensación de la ciudad invivible, ruidosa, contaminada, con chicos que no pueden jugar en la calle:
“La ciudad” es sentida como un infierno y sólo se piensa en escapar de ella yéndose a vivir al campo, en tanto que para generaciones enteras la ciudad, objeto de entusiasmos, era el único lugar en el que valía la pena vivir. ¿Por qué se ha producido este cambio de actitud? Por una sola razón: porque el coche ha acabado por hacer inhabitable la gran ciudad. La ha hecho pestilente, ruidosa, asfixiante, polvorienta, hasta el extremo de que la gente ya no tiene ningún interés en salir por la noche.
Un juego de cooperación
¿Qué alternativa existe entonces? Para cumplir el objetivo de mover la mayor cantidad de gente al menor costo (en tiempo, comodidad y recursos) existe una tecnología que escala bien, tanto horizontal (añadir más unidades de recursos para distribuir la carga de trabajo) como vertical ( aumentar la capacidad de una única unidad de recursos existente): el transporte público masivo. Un colectivo tradicional puede movilizar 5.000 personas por sentido hora y carril (el doble que un auto); con carril exclusivo (sin verse entorpecido por la congestión de los automóviles) 9.000 personas; el subte 40-60 mil y el tren 60-90 mil. A su vez minimizan todas las externalidades negativas: subte y tren son seguros y eléctricos desde hace mucho tiempo, como también los trolebuses.
El ideario de la libertad que prometía el automóvil de salir de la puerta de casa y dejarte en la puerta del trabajo se choca contra el ideario de la libertad que el automóvil le prometió a alguien más.
El transporte público es una estrategia de cooperación. Se sacrifica caminar un poco más hasta la estación de subte, esperar un poco más a que venga el colectivo, quizás viajar un poco más apretado en el tren, pero con la ganancia de viajar más barato o más rápido para los que el dinero importa menos que su tiempo. Esto implica que varios actores se pongan de acuerdo sobre tablas de horarios y patrones de viajes comunes. Si ese equilibrio no se da, los actores decidirán desertar del transporte público. El transporte público tiene que ser de calidad, no solo barato, sino también más veloz, cómodo y confiable. Esto implica que no tenga que esperar mucho tiempo, que una parada me quede cerca de origen como de destino, que no venga saturado. En el contexto de ciudades como Buenos Aires, incluso significa que el transporte público venga. La incertidumbre de si el tren va a venir o no es el elemento que causa la mayor deserción del transporte público.
Es lo que ha sucedido en gran parte de las ciudades que tenían un buen sistema de transporte público durante los 60 y 70. A medida que se postergaban inversiones en el sector en pos de las autopistas, la calidad del servicio público bajó, los nuevos carriles ofrecían suficiente espacio y bajaban el costo en tiempo de moverse en auto aumentando la cantidad de viajes en auto. Pero ese bajo precio (mejores tiempos) hizo que más gente deserte del transporte público, aumentando la demanda y eventualmente volvieron a colapsar las vías. Este efecto se llama paradoja de Jevons o demanda inducida, y es la razón por la que ensanchar avenidas o agregar carriles no funciona a pesar de ser muy costoso. Eventualmente, con menos usuarios fue más difícil financiar el sistema público, el nivel de servicio volvió a caer, creando un loop de retroalimentación negativa que amplificó la degradación.
La provisión de un buen transporte público implica planificar una red que ofrezca la mayor cantidad de alternativas de viajes (muchas combinaciones posibles de orígenes y destino) para viajar al menor costo posible, con la mayor comodidad, mayor seguridad y menor tiempo. Es un trabajo de infraestructura pública que solo puede llevar adelante el Estado. La ejecución concreta y la operación eventualmente puede quedar en manos privadas, con diferentes resultados, algunos buenos, otros muy malos. Pero la planificación y fiscalización no. Esta planificación implica hablar de cooperación pero a otra escala, ya no solo de personas que se acerquen a una estación de tren y esperar que llegue para viajar, sino de los diferentes Estados dentro del Estado y los diferentes actores dentro de cada uno.
Desde el punto de vista del transporte, una ciudad no es una cantidad de personas o un límite de densidad poblacional. Se piensa como una zona común de migraciones pendulares (de ida y vuelta) de las personas desde sus hogares a sus actividades (trabajo, estudios, cuidado, esparcimiento). Por lo tanto, para la movilidad, Buenos Aires no empieza en el Riachuelo ni termina en la General Paz. Buenos Aires es la Ciudad y varios municipios de la Provincia. Involucra tres niveles del Estado: el de la Ciudad, el de la Provincia y el Nacional dado que hay modos que cruzan los límites provinciales. La escala del fenómeno es intrínsecamente metropolitana. Esto se puede ver en la numeración de los colectivos. Hasta hace poco los que iban del 1 al 199 eran colectivos Nacionales (hoy la ciudad absorbió la planificación y fiscalización de 31 líneas), los de 200 a 499 eran provinciales y los de 500 o más los municipales. Esta red nunca fue planificada, sino que fue construida por usos y costumbres de las empresas consolidando la red que conocemos hoy, con notorios problemas de ineficiencia. La Nación mantiene hoy la jurisdicción de los ferrocarriles, pero el subte ha sido transferido al ámbito de la Ciudad en 2012. Esto clausura institucionalmente la posibilidad de que la Línea H llegue a Lanús y la F a Avellaneda como estaba en los planes de movilidad de los 60 y 70. Esta situación ejemplifica hoy el principal problema en la provisión de un servicio de calidad, su balcanización.
Desde el punto de vista del transporte, una ciudad no es una cantidad de personas sino una zona común de migraciones pendulares, de ida y vuelta, de las personas desde sus hogares a sus actividades.
El transporte público plantea a sus usuarios el desafío de la cooperación, pero más todavía a sus planificadores. La planificación metropolitana implica la coordinación entre jurisdicciones con gobiernos de diferente signo político en un contexto donde es más redituable la confrontación, al menos electoralmente para los dirigentes aunque no para los usuarios del sistema. También implica una solidaridad intergeneracional, con los usuarios del futuro, al postergar decisiones apenas redituables en el corto plazo, por inversiones de mayor impacto en el largo plazo. Sin embargo, el impulso actual tiende hacia la compartimentalización del sistema donde cada parte planifica de acuerdo a sus propios intereses, necesidades y capacidades. Desde 1972 con el Estudio Preliminar del Transporte de la Región Metropolitana (EPTRM) no existe un trabajo de planificación de la movilidad a escala metropolitana.
Muchas ciudades con situaciones de límites nacionales y subnacionales tienen una agencia metropolitana que está por encima de cada jurisdicción que planifica, opera y fiscaliza todos los aspectos de la movilidad en el área urbana. La Agencia Metropolitana de Transporte fue creada en los papeles en 2012, pero nunca se asignaron funciones, presupuesto, autoridades. Esta agencia también debería buscar una respuesta al problema del feedback de retroalimentación de los sistemas públicos. Si una empresa brinda un mal servicio, la competencia la obliga a mejorar o quebrar. La prestación de un servicio público no tiene el efecto de un competidor. El colectivo viene lleno, el subte tarda en llegar, los baños de las estaciones de tren están cerrados, lo único que puede hacer el usuario es votar cada 2 años a comuneros o diputados, y todo se diluye en la hermenéutica de los determinantes del voto. Sin la presencia de un competidor, ¿qué conjunto de estímulos, premios y castigos tiene el planificador y/o prestador de un servicio para darle al usuario el mejor servicio posible?
La hegemonía del automóvil
El filósofo italiano Antonio Gramsci utilizaba el término “hegemonía” para explicar por qué una clase social dominante podía ejercer su liderazgo no solo mediante la coerción sino fundamentalmente a través del consenso activo de las clases subordinadas. Este consenso se lograba al difundir su visión del mundo, sus valores y su cultura e ideología a través de la sociedad civil. El secreto de toda la operación era lograr que esos intereses particulares de esa clase dominante sean percibidos como los intereses universales o naturales de toda la sociedad. La hegemonía es una forma de dominación intelectual, cultural y moral que permite el mantenimiento del poder de la clase dominante con un uso mínimo de la fuerza.
Solo el 3 de cada 10 viajes se hacen en auto, sin embargo el principal problema de las ciudades es la congestión, pero la que afecta al auto. Todas las calles son para los autos, a expensas de los espacios en veredas, carriles exclusivos de colectivos y ciclovías para la gran mayoría. Cuando se interviene sobre este espacio, los pocos automovilistas y sus voceros hacen pasar su interés particular como interés general, diciendo que va a complicar “todo”, que va a aumentar “la congestión y el tráfico”. Lo hará, aunque solo para ellos. Para el resto de los usuarios es precisamente la solución al problema de la congestión que en principio ellos no generan. En el camino se disminuye el ruido, la contaminación, las muertes y heridas graves, se libera más espacio para árboles, plazas, biocorredores verdes, veredas más amplias
Gortz plantea que esta hegemonía está presente incluso en tradiciones contrahegemónicas como el pensamiento de izquierda, al que él pertenece.
Abundan los demagogos que afirman que cada familia tiene derecho a un coche, por lo menos, y que es al “Estado” a quien toca actuar de modo que cada cual pueda estacionar a su antojo en la ciudad o irse de vacaciones a la vez que los demás, a más de 100 km por hora. Lo monstruoso de esta demagogia salta a los ojos, pero sin embargo la izquierda recurre a ella con frecuencia.
De lo que se trata, entonces, es de la socialización de los medios de locomoción.
La transformación del espacio urbano puede ser radical cuando se limita la sobreadaptación que las ciudades han hecho para incorporar esta tecnología ineficiente que escala mal con grandes poblaciones. La movilidad es una demanda derivada, proviene de cómo está configurado el espacio urbano y como se encuentra estructurada la sociedad y el trabajo. Pero su relación es dialéctica y no unidireccional, cambiar la forma en que nos movemos puede ayudar a reconfigurar el espacio de nuestras ciudades.
Todas las calles son para los autos, a expensas de los espacios en veredas, carriles exclusivos de colectivos y ciclovías. Cuando se interviene sobre este espacio, los automovilistas y sus voceros hacen pasar su interés particular como interés general, diciendo que va a complicar “todo”