La guerra grande, la guerra chica

La Guerra del Paraguay (1864-1870) fue causada por las tensiones de poder y la indefinición territorial entre los nuevos Estados del Cono Sur. La Guerra del Chaco (1932-1935) motivó una revisión de aquél conflicto que fue retomado tanto por las dictaduras militares como por la guerrilla.

por Lorena Soler

“En veinticuatro horas en los cuarteles, en quince días en campaña, en tres meses en Asunción", pronosticó Mitre. “Será una guerra relámpago”, prometió Solano López. La guerra duró 5 años. ¿Eran acaso estrategas erráticos o políticos optimistas? Seguramente ninguna de las dos cosas. Nadie imaginó esta Guerra, nadie imaginó la maldita guerra, que enfrentó a Paraguay con Argentina, Brasil y Uruguay (1865-1870) y que desconoce antecedentes en el escenario latinoamericano, por su duración, número de víctimas y sus derivaciones hasta el presente. De esa guerra se nutrieron todos los países del concierto, sin ese semillero no habría Nación para nadie. 

¿Por qué ocurrió esta guerra? Todo conflicto merece su origen. Pausadas las disputas interpretativas de traidores y parroquianos, la guerra debería ser leída como el motor de formación de los Estados nacionales en el Río de La Plata, porque las fronteras, la soberanía política de los nacientes estados adquiere solidez precisamente con ella. 

Así, la guerra comenzó como consecuencia de tensiones de poder entre los nuevos estados del Cono Sur y el miedo a la secesión y a la fragmentación territorial y de poder. Por un lado, Brasil no podía acordar los límites geográficos en la región del Plata, especialmente los referidos a la navegación del río Paraguay, que comprometía toda la comunicación del Imperio con el Matto Grosso. Claro fue también el apoyo que la Confederación Argentina daba a los ejércitos del Imperio para atacar al Paraguay por los territorios de Corrientes. Fue, sin embargo, una alianza efímera que expresaba, ante todo, las sospechas mutuas de Brasil y Argentina por el control sobre la región del Plata. Como explica el historiador Francisco Doratiotto, para la Argentina el Imperio quería establecer un protectorado en el país guaraní, para el Brasil, el gobierno de Sarmiento planeaba promover la incorporación del Paraguay. La discusión era también por el control final de las salidas a los océanos que, contexto económico mediante, aseguraba la inserción económica en el mercado mundial.

El desconocimiento del terreno, la guerra de posiciones, la morosidad del desarrollo, el clima hostil, la propagación de epidemias, la asimilación de nuevas tecnologías y las eficaces líneas defensivas paraguayas ocasionaron inusuales dificultades para los aliados. El desfasaje de armamento militar del Paraguay respecto de los contrincantes fue compensado por el número de alineados al ejército, el mayor conocimiento del terreno y las eficaces líneas defensivas. Asimismo, se han demostrado las negativas de jefes militares imperiales a ejecutar las órdenes de Mitre, por desconfianza o por prevención de futuras guerras con Argentina. En la documentación de la época es posible leer que ni Brasil, pero mucho menos Mitre y el joven Solano López, podían prever su duración y, menos aún, alentarla. A un año de comenzada, era una guerra carísima que hacía trinar a Gran Bretaña y Portugal. También a Mitre convencido de lograr una negociación que, si bien hasta la propia Gran Bretaña estimulaba, debió desestimar ante un empecinado Pedro II, que insistía en borrar todo vestigio lopista. Era, además, impopular para los aliados, causando las primeras sublevaciones en las provincias argentinas, no solo el surgimiento de las montoneras sino “los conjurados del quilombo del Gran Chaco”, al decir de Roa Bastos. Allí, soldados enfrentados se unieron, generando una zona liberada desde la que se intentaba poner fin a la contienda: “brasileños y argentinos, orientales y paraguayos viven juntos en mutua amistad o en enemistad con el resto del mundo”, explicaba el cónsul británico, Richard Burton. 

Y algo más. La “provincia gigante”, por ser una de las posesiones coloniales más alejadas y carente de todo valor económico, a causa de la ausencia de metales y su ubicación geográfica marginal de la ruta marítima comercial Buenos Aires-Lima, se convirtió desde su creación accidental en un espacio de desinterés para la corona. Y pudo, con una compacta población guaraní, presumir de grandes grados de autonomía. Cómo decía un enviado de España: “era una fatal desgracia que la lengua del pueblo conquistado ‘domine y dé la ley al conquistador’”.

Son los mismos escenarios guaraníes que llevaron a Montesquieu a observar en aquellos jesuitas un límite al poder despótico del monarca español. La autonomía y el aislamiento ya lo padecía Don Diego de Zama, funcionario de la Corona española en Asunción que “tenía de sobra indignación por este confinamiento que sufría, sin escapatoria y enmascarado de brillo por la jerarquía de mis funciones”.  Se sumó la ausencia de una estructura de grandes latifundios, consecuencia del monopolio ejercido por los jesuitas hasta 1767 y de la confiscación estatal iniciada por José Gaspar Rodríguez de Francia que, con la ausencia de salida al mar, fue el tampón para la formación de terratenientes. De esta condición también sacó ventaja Paraguay en la guerra. 

La Guerra de la Triple Alianza, la Guerra Grande, la guerra contra la Triple Alianza o la Guerra del Paraguay, según la territorialidad de la denominación, permitió a la Argentina enfrentar rebeliones federales internas, legitimar el Estado o, si se prefiere, a la burguesía porteña, y como una consecuencia no buscada, altos beneficios económicos en la región nordeste, donde se abastecían las tropas del Imperio brasileño. En cambio, para la monarquía brasileña, el proceso bélico aceleró sus contradicciones políticas, dando origen a un ejército que, alentado por sectores republicanos, empujó en 1889 a la República. En el plano económico, la guerra arrojó a la Argentina a un lugar hegemónico en tierras guaraníes, a través de la radicación de capitales para el ejercicio del comercio, la dependencia exclusiva por el puerto “obligado” de Buenos Aires y la compra de grandes extensiones de tierras. Paraguay se hizo de apellidos porteños en su clase terrateniente.

En Paraguay la “guerra total” implicó la destrucción de todo ordenamiento social, y con ello del Estado y de todo vestigio lopista

En Paraguay la “guerra total”, al decir de Luc Capdevilla, implicó la destrucción de todo ordenamiento social, y con ello del Estado y de todo vestigio lopista. Finalizada la contienda, la interpretación es univoca: la guerra fue una respuesta a la agresión de Francisco Solano López y, su resultado, la liberación del pueblo paraguayo del sistema bárbaro que lo había mantenido aislado de las naciones civilizadas: “Paraguay sólo tiene humildes mártires cuyas vidas y muertes han sido estériles para la patria”, decía la prensa argentina en el Nacional de la Semana. Hasta hoy, el diario ABC, el gran diario paraguayo, tiene como slogan en su tapa de la edición impresa la frase extraída del tratado secreto de la Triple Alianza de 1865: “No siendo la guerra contra el pueblo paraguayo sino contra sus gobiernos”.

Los aliados ocuparon un tiempo más Paraguay y se propusieron dejar clavada la espada del liberalismo, de la mano de la Legión Paraguaya -exiliados paraguayos en Argentina- y tuvo como mentor principal de la nueva Constitución a José Segundo Decoud que, exiliado bajo el lopismo, se formó intelectualmente en Buenos Aires. La guerra en su cruzada civilizatoria debía florecer como una república posible: el voto universal masculino y la enseñanza primaria obligatoria. 

En la tierra donde muere Sarmiento, la refundación debía ser liberal, democrática y antipersonalista: se destruyen todos los archivos del Estado, los monumentos y el Tesoro Nacional, fondo común creado con contribuciones en oro que hacía la población para costear la guerra (hoy rescatado en los testimonios del film Cándido López, los campos de batalla). A este plan de destierro, se sumó la prohibición de utilizar el idioma guaraní en la escuela, por considerarse para gente iletrada, la abolición de la siesta porque “era perjudicial para la actividad exigida en estos tiempos” y hay que esperar cinco años de finalizada la contienda para volver a entonar el Himno Nacional. 

¿Qué hacer con la guerra?

La constante amenaza de intervención militar boliviana desde la década de 1920 por un conflicto que se remontaba al siglo anterior se suelda con procesos más globales. La década de 1920 fue escenario de un marcado ascenso del nacionalismo antiliberal e incluso antiimperialista de la posguerra, potenciado luego por la crisis de 1929 y la llegada de los fascismos europeos. Ante la caída del modelo de “civilización”, se salió en busca de lo propio, de lo autóctono, de lo rural y de lo étnico, procurando el elemento “originario” de la nación. A la muerte en combate de Solano López en Cerro Corá, la entrada triunfal al Panteón de los Héroes y su consagración histórica. 

Explotado por los colorados pero consentido por los liberales, se pergeñó una ingeniería simbólica que arribó al encuentro con lo nativo, con esa nación superior, con la “raza guaraní” y con ese pasado militar heroico que se intentó enterrar. El Paraguay Eterno, publicaba en 1935 Natalicio González afirmando que “el Estado Liberal es un ente abstracto que vive de la ficción legalista”.

Tan solo la segunda guerra, “la chica”, la finalmente triunfante Guerra del Chaco (1932-1935) despeja el camino para las miradas heroicas de ese pasado: “la inesperada victoria en una guerra que no había buscado”, dirá Tulio Halperín Donghi. La guerra chica pensó a la guerra grande. Todos los esfuerzos diplomáticos de Argentina, ahora también alentados por Brasil y Estados Unidos, para finalizar la contienda bajo la firma de un tratado de paz, no harían más que exacerbar los ánimos patrióticos. La guerra debía ganarse por las armas, y no había espacio para finalizar una “guerra manca o mutilada”. A poco de firmada el acta protocolizada de enero de 1936, según la cual, aún sin definición de los límites, Paraguay se comprometía a la entrega de los prisioneros bolivianos, el coronel Franco, devenido luego en presidente de la nación, decía: “El Paraguay quedó reducido, por obra de la diplomacia entreguista del “régimen”, a un prisionero internacional cargado de laureles” 

¿Cómo resolvería Paraguay la necesidad de ampliar y salvar la nación? La conquista nacionalista ingresó de la mano del lopismo, corriente intelectual que se incorpora a la causa de Solano López. En la campaña revisionista, el mito guerrero se encuentra con el cincuentenario del fin de la guerra. El movimiento se profundiza con la preparación de la celebración del centenario del nacimiento del Mariscal y la derogación de todos los documentos oficiales donde estuviera tildado de traidor. Para salir en busca de lo originario que la nueva hora demandaba se creó una expedición especial que hallara los restos de Francisco Solano López y que por fin pudiera inaugurarse el Panteón de los Héroes, al mismo tiempo Oratorio de la Virgen de Asunción. Se siguió por la ahora familia fundadora: Carlos Antonio López y José Gaspar Rodríguez de Francia, de la cual al Panteón sólo podrá ir una urna, pues como lo noveló Augusto Roa Bastos, su cadáver fue profanado pocos años después de su muerte y su cráneo nunca encontrado. 

Tan solo la segunda guerra, “la chica”, la triunfante Guerra del Chaco (1932-1935) despeja el camino para las miradas heroicas de ese pasado: la guerra chica pensó a la guerra grande.

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Pero el Panteón no fue solo la creación de un monumento nacional, sino también la configuración de un ágora.  Ahí acudimos a reclamar por el aumento del salario docente y por las víctimas de la dictadura, a pedir justicia por la masacre de los campesinos en Curuguaty o por la legalización del aborto. Porque toda ingeniería nacional no es solo ficción. Las comunidades imaginadas hacen pie en el barro. A la prohibición de nombrar a López, el culto de los campesinos a Solano López, uniendo la conmemoración del Mariscal con la celebración del patrono San Francisco Solano. A la prohibición de exhibir su imagen, los estudiantes traficaron el retrato en sus cuadernos. Y también la multitudinaria manifestación que recorrió en agosto de 1928 las calles de Asunción, apoyando el proyecto de devolución de los trofeos de la Guerra de la Triple Alianza que había presentado la bancada yrigoyenista del Parlamento argentino. Pero los trofeos llegaron con Perón y Stroessner y con Getulio Vargas la condonación de la deuda económica de la contienda.   

¿Qué hacer con los cuerpos? 

A una guerra infinita no se la destierra por decreto y a poco de andar el proyecto liberal fracasó en, al menos, dos sentidos: Paraguay no tuvo paciencia democrática ni estabilidad política hasta Stroessner. O si se prefiere, Stroessner produce la primera película sobre la guerra grande y la muerte desolada de Solano. 

La relectura del pasado nacional, y un nuevo contexto, ponía un conjunto de imágenes nacionales, y en consecuencia colorada, en disponibilidad. ¿Qué otra posibilidad tenía Stroessner de incluir su cumpleaños en el calendario oficial y presentarse como el heredero de las familias fundadoras? ¿Qué otra posibilidad tenía la guerrilla armada revolucionarias de los años 60 y 70 destinada a cambiar el mundo y llevarse puesto a Stroessner que portar las banderas de los héroes de la guerra grande?  Todos quisieron a López, el revisionismo y el nacionalismo militar. Ambos quisieron hacer justicia histórica. En las guerras también se cuentan muertos, pero no todos los cuerpos son inmortales. Los lenguajes del pasado monopolizaron el presente.  

El cuerpo de Solano López pone fin a la guerra. Muerto el tirano, viva la república. El fin de la dictadura es la foto de Stroessner subiendo a un avión rumbo a Brasil. La disipación de sus cuerpos puso fin a los ciclos históricos que habían iniciado. Por eso el cuerpo de Stroessner, todavía en territorio enemigo, es molesto para la democracia paraguaya: ¿qué hacer con el muerto? ¿esperar otra guerra? ¿ingresarlo al Panteón?

No será tarea fácil desterrar el hecho político más importante del Paraguay, la Guerra Grande, recuperada mucho tiempo después por la Guerra Chica y, en disponibilidad por Stroessner. Como ayer los regímenes antilopistas, hoy los gobiernos democráticos deberán resignificar una historia de guerras, panteones y militares “al desecho y acecho de los historiadores desprevenidos”, al decir de Horacio González. Ahora los nuevos relatos deben coexistir con lo que probablemente sea la mayor experiencia política por la que atravesaron grandes sectores de la sociedad paraguaya. Y entonces, como dice el pintor José Ignacio Garmendia, “todos amamos la paz, pero es bueno recordar nuestras guerras”.