La Galaxia Nordelta

Los barrios cerrados pueden entenderse como espacios que producen un tipo particular de territorio y de ciudadanos. En el caso de Nordelta, el barrio cerrado más grande de Latinoamérica, se trata de una ética del confort que las élites de épocas anteriores no poseía, o reprimían: promover prácticas positivas relacionadas con la naturaleza y el bienestar, y evitar interacciones estresantes entre clases sociales.

por Ricardo Greene

Los argentinos en general y los porteños en particular son gente orgullosa de su diversidad cultural. No pierden oportunidad de decir que en 1920 la mitad de la población había nacido en el extranjero, o que, mientras que los mexicanos descienden de los aztecas y los peruanos de los incas, ellos “descienden de los barcos”. Para describir el país se usa la expresión “crisol de razas” y cada tanto se enarbolan los orígenes europeos para explicar su afición por la vida cosmopolita. Creo que podemos concordar en que la historia argentina entrelaza trayectorias relevantes de migración y urbanización que, junto con una alta tasa de escolaridad, la temprana incorporación de las mujeres a la fuerza de trabajo y una sólida legislación urbana, derivaron en niveles relativamente altos de integración socioterritorial. 

Todo eso puede ser cierto, pero que las diferencias sociales no fueran tan significativas como en otras regiones no implica que no las hubiese. Al menos desde la independencia en 1816, la nacionalidad se definió en términos igualitarios y de derechos plenos para todos, pero en la práctica se mantuvieron las fronteras legales, políticas y simbólicas que alimentaban una jerarquía racializada de ciudadanía. La igualdad operó principalmente sobre europeos “blancos” y sus descendientes. El resto ha sido sistemáticamente excluido del proyecto nacional, o se lo ha dejado suspendido en algún estado liminal.

Durante los primeros dos siglos de su historia, muchos de estos “ciudadanos legítimos” dieron sentido a sus vidas participando de la esfera pública. Podían invertir parte de su tiempo en negocios privados, relaciones familiares o aficiones artísticas, pero el núcleo de una buena vida estaba en trabajar por la grandeza de la nación. Con rupturas y discontinuidades, este rasgo de los privilegiados continuó vigente hasta fines del siglo XX, cuando lentamente comienzan a superponerse a sus subjetividades prácticas asociadas a lo natural, la trascendencia individual, la pureza y el bienestar. Así establecieron otros discursos de verdad y dieron nueva forma a conceptos como cuerpo, alma, sociedad, familia y naturaleza.

Nadie pareció notarlo al principio: por aquí y por allá se fueron abriendo centros de yoga y de pilates, medraron las organizaciones internacionales dedicadas al bienestar, se modificó la dieta y las clases altas comenzaron a clausurarse en núcleos familiares cada vez más pequeños. Y cuando el cierre del siglo trajo una aguda sensación de inseguridad, buena parte de esta población, en especial la nueva élite emergente, dejó los barrios urbanos para trasladarse a los countries, complejos privados de viviendas en los suburbios. Entre 1992 y 2000 los habitantes de countries se duplicaron cada dos años, hasta ocupar más de 30 000 hectáreas de antiguos terrenos rurales, y hoy casi 1000 complejos residenciales pueblan las áreas suburbanas de Buenos Aires.

La construcción de estos complejos privados en áreas vulnerables cambió la escala de la segregación y familias con considerables diferencias socioeconómicas volvieron a vivir próximas. La desigualdad se hizo más visible e impune y poco a poco se institucionalizó el discurso de las diferencias insalvables, de modo que un país que ensalzaba la diversidad comenzó a percibirse como una sociedad tribal. En este escenario friccionado se activaron mecanismos de control y vigilancia para mantener las distinciones sociales. Cada uno en su lugar, sin cruces ni contaminaciones innecesarias.

Los nuevos residentes abandonaron sus vidas cosmopolitas y optaron por un “estilo suburbano”, que sustituye lo público por lo privado, la diversidad por la similitud, lo urbano por lo “natural” y lo colectivo por lo individual. Sin embargo, cabe señalar que no reemplazaron una forma de vida por su opuesta; antes bien, al mudarse a los barrios privados escogieron radicalizar un conjunto de prácticas ya presentes en sus vidas y que se habían ido desplazando desde la periferia de sus rutinas al núcleo de una nueva ética vital.

En un contexto de creciente precariedad laboral, desindustrialización y fragmentación social, la imagen de unos elegidos viviendo en parques privados, aislados de todo y envueltos en privilegios produjo un fuerte resentimiento en la opinión pública. Es evidente en la comparación que traza María Carman (2000) entre los barrios privados y la utopía epicúrea, ya que ambos comparten una posición que se desvincula del destino de los demás.

Por su parte, en su trabajo seminal sobre los countries en la Argentina, Maristella Svampa aseguró que estos nuevos proyectos no eran sino la materialización espacial de una polarización social preexistente.

Los barrios privados no son “islas de riqueza en mares de pobreza”, sino un paisaje mucho más poroso, vibrante y contradictorio: cada día circulan sus accesos miles de autos, tránsfers, trabajadores, estudiantes, visitantes, rumores, mosquitos,  bacterias y televisores. 

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Me quiero apartar un poco de esas lecturas. A partir de datos etnográficos producidos en Nordelta, el barrio privado más grande de la Argentina, ofrezco tres propuestas para entender cómo las élites, el racismo y el espacio han ido tejiendo una relación. La primera propuesta es no encandilarse ante lo que aparece como nuevo ni ignorar lo que ya estaba: así, en lugar de explicar los barrios privados como un modo eminentemente vanguardista de organizar la sociedad, hijo del neoliberalismo finisecular, propongo entenderlos como la iteración más reciente de una larga cadena de mecanismos de poder, activados para reproducir las jerarquías sociales y proteger a ciertos grupos de sus enemigos internos y externos. En otras palabras, si bien se trata de un nuevo arreglo espacial, posibilitado por políticas neoliberales como la privatización a gran escala del suelo y del trabajo y por una creciente desigualdad, genealógicamente se funda en fronteras simbólicas preexistentes en el tejido de la sociedad argentina. Ya fuera con centros de confinamiento para la población indígena o con la atracción planificada de europeos para “blanquear” a la población, con la excavación de una trinchera de 350 kilómetros para separar “civilización” y “barbarie” o con el ocultamiento de viviendas sociales detrás de muros, el país nunca ha cesado de definir a su ciudadanía “legítima” sobre la base de una blanquitud cultural que deja afuera a todo el que no satisfaga ese parámetro.

La segunda propuesta cuestiona la idea de que los barrios privados son “islas de riqueza en mares de pobreza”, entidades por completo aisladas de sus entornos precarizados, como afirman varios autores y autoras. Por el contrario, lo que aparece es un paisaje mucho más poroso, vibrante y contradictorio. Cada día cruzan sus accesos miles de autos, tránsfers, trabajadores, estudiantes y visitantes. Circulan también rumores, mosquitos, chicos del delivery, bacterias y televisores. La frontera, lejos de ser un límite claro, se comporta más bien como una membrana: filtra, deja pasar, contagia. Pero esa circulación, aunque cotidiana, no deja de generar ambigüedad. Se tolera, se necesita, pero también se percibe como una amenaza, por lo que se ha establecido una serie de mecanismos para rechazar, transformar o normalizar los elementos foráneos. Centrándome en estas circulaciones y aquellos procedimientos, busco describir las maneras en que se crea y se reproduce la idea de un “santuario”.

 Los countries como aparatos de poder que buscan producir vidas confortables y el discurso que los nuclea corresponde a una “ética del confort” que las élites de épocas anteriores no poseían o, en caso de poseerla, no funcionaba como vara rectora de sus vidas

Por último, mi tercera propuesta se relaciona con la cuestión más general que abordo en este libro: qué tipo de subjetividades producen los barrios privados. He buscado alejarme de los caminos recorridos por otros investigadores; caminos relacionados con la detección, el análisis y la sistematización de los rasgos que distinguen la vida allí. Primero, porque ese trabajo ya está hecho (y bien); y segundo, porque al identificar rasgos culturales podemos caer en la tentación de sustancializar la identidad. Y Nordelta es lo suficientemente grande y heterogéneo como para volver inútil esa tarea. Sin embargo, he advertido un discurso común que incluye las diferentes prácticas a través de las cuales Nordelta y los nordelteños son producidos: el discurso del confort. Así, propongo entender los countries como aparatos de poder que buscan producir vidas confortables, y sostengo que el discurso de verdad que los nuclea corresponde a una “ética del confort” que las élites de épocas anteriores no poseían o, en caso de poseerla, no funcionaba como vara rectora de sus vidas. La ética del confort es una manera de conducirse que busca evitar las situaciones estresantes o perjudiciales, como las interacciones entre clases sociales, y aspira a promover prácticas “positivas” relacionadas con el bienestar, lo “natural”, la familia y la salud, a través de cuerpos en buena forma y mentes serenas.

La síntesis de estas tres propuestas entrelazadas es que, en la Argentina, en las primeras décadas del siglo XXI, los barrios cerrados pueden entenderse como aparatos de poder que producen un tipo particular de territorio y de ciudadanos.

La Galaxia Nordelta

Nordelta es un barrio privado situado en la provincia de Buenos Aires, 30 kilómetros al norte de la Ciudad de Buenos Aires, en el partido de Tigre. Fue diseñado y financiado por Nordelta SA, empresa creada por el ingeniero Julián Astolfoni y el magnate de las propiedades, las finanzas y el arte Eduardo Costantini. Las autoridades locales aprobaron su master plan en 1994 y la construcción comenzó en 1998. Más de 1600 hectáreas de humedales con gran valor ecosistémico fueron transformadas en un paisaje exclusivo y paradisíaco con capacidad de acomodar a más de 100.000 personas. Su construcción requirió mover más de 24 millones de metros cúbicos de tierra: el terreno se elevó 1,7 metros en promedio, y se creó un lago de 180 hectáreas.

En diciembre de 2001, días antes de que una crisis social descontrolada pusiera al país de cabeza, salieron a la venta las primeras casas. Hoy, las áreas residenciales albergan a 50.000 personas de clase media alta y alta que disfrutan de más de 200 hectáreas de lagos y estanques, canchas de golf y de fútbol, una iglesia católica, una sinagoga, colegios privados, una universidad, veinticuatro piletas de natación y kilómetros de senderos protegidos para caminata y trote. El propósito es ofrecer todo lo necesario para llevar una buena vida sin salir de sus fronteras; por ello, de los más de 1.000 barrios privados que se han construido en los suburbios de Buenos Aires, Nordelta es el único con un sólido discurso de autosuficiencia y autonomía. Se lo publicita como “ciudad pueblo”, apelativo que destaca su condición dual: la de contar con las amenidades propias de la gran urbe pero cultivando la tranquilidad y seguridad de una comunidad pequeña; en otros términos, un lugar que brinda a sus residentes un ambiente sofisticado y puro, a salvo de las muchas amenazas que supuestamente atormentan a la Argentina contemporánea.

Pero eso no es todo. A cien metros por fuera de su acceso norte se encuentra una gran área comercial semipública, también construida y administrada por Nordelta SA. Su corazón es un centro comercial que incluye cine, restaurantes, un centro médico, oficinas, lavadero de autos, supermercado de lujo, hotel internacional, veredas y mobiliario de primer nivel, más una costanera con bares y locales comerciales. El área se encuentra en permanente renovación y constantemente se agregan servicios o edificaciones, lo que Nordelta explota en sus boletines y material publicitario como signo de dinamismo económico.

Durante el día, la mayoría de los visitantes son residentes de distintos barrios privados que van a tomar café, ver una película, hacer compras o caminar mientras practican el antiguo arte urbano de “ver y ser vistos”. Por la noche, parte del comercio cierra y las actividades sociales se concentran en tres puntos: los restaurantes de la bahía, el cine y el McDonald’s, que se transforma en un espacio liminal, de transición, ni un adentro ni un afuera, donde los adolescentes se juntan a conversar, coquetear y comportarse de maneras que no les están permitidas dentro del barrio. En suma, se trata de un lugar seguro y emocionante, magnético para los vecinos, atractivo para los inversionistas, y el nodo social más importante de toda la galaxia Nordelta.

A Nordelta se lo publicita como “ciudad pueblo”, apelativo que destaca su condición dual: la de contar con las amenidades propias de la gran urbe pero cultivando la tranquilidad y seguridad de una comunidad pequeña

En términos estrictos, no es un barrio privado tradicional sino un megaproyecto compuesto por 27 barrios menores. Para urbanizar el área, la compañía siguió la estrategia de ofrecerlos al mercado en orden secuencial y acumulativo, comenzando por los más caros hasta llegar a los más baratos. El estatus de los compradores adinerados funcionó como argumento de venta para una segunda etapa, enfocada en atraer familias de clase media alta con casas más pequeñas o departamentos. Una estrategia que jamás podría funcionar en el orden inverso. 

Cada uno de estos barrios tiene rasgos levemente diferentes en cuanto al tamaño de los lotes, la infraestructura, el número de habitaciones por vivienda y el estilo arquitectónico, lo que permite ordenarlos de acuerdo con diversos valores y estilos de vida. Por lo tanto, Nordelta no es un lugar homogéneo; tiene barrios como Portezuelo, donde suele vivir la clase profesional acomodada, o La Isla, el más exclusivo, donde tienen casa Eduardo Costantini, Diego Simeone y Michael Bublé.

Los barrios internos están legalmente organizados como sociedades anónimas y cada propietario es dueño de una acción. En cada uno existe una asamblea de accionistas y una junta, compuesta por un representante de los vecinos y dos de la compañía, que se reúnen anualmente para tomar decisiones ejecutivas. Como cada barrio es una sociedad independiente, las reglas pueden variar (por ejemplo, en dos de ellos se ha decidido no exigir a las visitas que abran el baúl del auto para poder ingresar), pero ninguno puede alejarse demasiado de las regulaciones generales de Nordelta, que operan como una especie de “Constitución”. Cada barrio cuenta además con un tribunal disciplinario a cargo de juzgar transgresiones y aplicar sanciones, que pueden ir desde una multa hasta la expulsión. Los propietarios afectados pueden apelar ante la Asociación Vecinal Nordelta (AVN), que tiene la última palabra. 

La AVN, actor clave en la vida social del proyecto, administra el día a día de Nordelta. Sus funciones corresponden a la provisión y administración de servicios como seguridad, infraestructura y áreas verdes, mantenimiento general, instalaciones deportivas, control de plagas, relaciones comunitarias, manejo de energía, agua y desechos, etc. Está estructurada en cinco departamentos (seguridad, servicios, obras particulares, administración y medio ambiente) y la maneja un directorio cuyos miembros fueron inicialmente nombrados por Nordelta SA. Tras largos años de reclamos de los residentes, se abrieron dos cupos y hoy está constituida por siete representantes: dos de los residentes, uno de las áreas no residenciales (el centro médico, el centro comercial y los colegios) y cuatro de Nordelta SA. De este modo, el promotor inmobiliario mantiene el control con una mayoría de votos. En 2005 Nordelta SA permitió a los vecinos crear en paralelo el Consejo Vecinal Nordelta (CVN) –integrado por un representante de cada barrio más uno de los colegios, el centro comercial y el centro médico–con el propósito de aconsejar a la AVN, aunque sus decisiones no son vinculantes.

A la noche, el McDonald’s de Nordelta se transforma en un espacio liminal, de transición, ni un adentro ni un afuera, donde los adolescentes se juntan a conversar, coquetear y comportarse de maneras que no les están permitidas dentro del barrio

Todo el perímetro de Nordelta está rodeado por una reja alta y, en algunas secciones, por un muro de concreto. Las tecnologías de seguridad incluyen guardias, barreras, bases de datos, sensores de movimiento, potentes luminarias y cámaras de vigilancia. El acceso controlado a los barrios internos se complementa con cerramientos “naturales” no disruptivos, como arbustos, zanjas y arroyos. Su doble función es reforzar la seguridad y la exclusión sin evocar o sugerir una militarización del paisaje, esto es, sin quebrar la sensación de estar viviendo en un lugar confortable.

En Nordelta no opera una única empresa de seguridad sino varias, ya que cada barrio puede contratar la que prefiera. La AVN también recurre a servicios profesionales para vigilar las áreas interiores comunes, el perímetro y los accesos. Las compañías que ofrecen el servicio cambian con frecuencia, dado que es habitual que se culpe a los guardias por los robos, lo cual lleva a su reemplazo inmediato. En términos formales, se contratan agencias de seguridad para monitorear a residentes y visitantes, prevenir delitos y controlar a los trabajadores. Esto último se considera esencial, dado que cada día circulan en Nordelta unos 7000 trabajadores: jardineros, maestras, albañiles, instructores de tenis, limpiadores de piscinas, repartidores, taxistas, guardias de seguridad y más de 3500 empleadas domésticas cama adentro cuya tarea es mantener a flote el sueño suburbano y cuya ubicua presencia termina por debilitar la eterna promesa de reclusión.

Al analizar la influencia de los barrios privados en Pilar, otro municipio suburbano donde se construyeron numerosos complejos en los últimos treinta años, Guy Thuillier mostró cómo hombres y mujeres de clase trabajadora, provenientes de toda la periferia, se desplazan a diario para encontrar trabajo en los countries de la zona norte. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos, el crecimiento poblacional de Tigre alcanzó su pico en la década de 1970, llegando a una variación intercensal del 66% en diez años, y luego comenzó a declinar. La tendencia se revirtió con la llegada de los countries a comienzos del nuevo siglo. Entre 2001 –año de fundación de Nordelta–y 2010 el partido creció un 25%. Sin embargo, se estima que solo una fracción de ese crecimiento, cercana al 17%, corresponde a los residentes de barrios cerrados. El resto se explica porque cada unidad residencial genera 1,8 empleos permanentes, a los que deben sumarse otros sesenta durante el período de construcción.

Pese a este fructífero intercambio, o probablemente a causa de él, el deseo de mantener la vida cotidiana resguardada en una suerte de santuario sigue siendo fundamental para los residentes, que han adoptado una estrategia dual para hacer frente a las posibles transgresiones. De los bordes hacia afuera, han negociado con el Estado para lograr un aislamiento y una soberanía parciales; de los bordes hacia adentro, han desplegado mecanismos y tecnologías de poder para regular el desarrollo de sus proyectos vitales, controlando no solo a sus residentes sino también a las visitas y los empleados, sancionando cualquier anormalidad y produciendo subjetividades específicas y domesticadas. De esta manera, Nordelta se (re)presenta a sí mismo como un ambiente apropiado para vivir una vida confortable.

Para urbanizar Nordelta, la compañía siguió la estrategia comenzar ofreciento los lotes más caros: el estatus de los compradores adinerados funcionó como argumento de venta para una segunda etapa, enfocada familias de clase media alta con casas más pequeñas o departamentos.

Estamos trabajando para usted

La primera vez que entré no esperaba encontrar un paraíso, pero tampoco un lugar tan poderosamente intervenido por excavadoras, mezcladoras de cemento, obreros, soldadoras, ruido de palas y martillos, bolsas de tierra, montículos de piedras y gravilla, cientos de árboles de media altura listos para ser plantados. Había faenas de construcción por doquier: máquinas levantando muros y pérgolas, delineando lagos y estanques, trabajando en las terminaciones de restaurantes, hoteles y canchas de golf. Pero eso no era todo. En simultáneo, invisible pero igualmente bulliciosa, se construía una segunda ciudad, no de piedra sino de carne: la identidad de los nordelteños. Ya desde un comienzo, la AVN y los primeros residentes implementaron una serie de prácticas para producir una nueva realidad social. La AVN asumió la responsabilidad de ensamblar y resguardar esa identidad, que los vecinos aceptaron (y desafiaron) desplegando estrategias en el espacio social y urbano.

Muchos de los primeros residentes de Nordelta dejaron Buenos Aires tras la crisis de 2001, y aunque buena parte creyó encontrar lo que estaba buscando –seguridad, verdor, homogeneidad–, no dejaron de extrañar la firme personalidad de la ciudad. En Buenos Aires cada barrio tiene una historia enérgica y definida, y una vida cultural densa y variada. Rubén, periodista y residente de Castores, reflexiona de esta manera:

Si vivís en Palermo conocés los códigos, sabés cuál es la panadería, a qué club vas, y sos parte de la comunidad. Acá todo el mundo es nuevo y nadie tiene códigos. Entonces hay que poner mucho el hombro para construir. Y eso termina siendo un problema, porque parte de esa energía termina levantando muros. Yo creo que gran parte de esas necesidades de seguridad –cerrar la Troncal, establecer muchas barreras de seguridad–tiene que ver con este problema de que la gente necesita pertenecer para poder identificarse. Poder saber quién sos en la medida en que definís los límites del otro. A veces se ponen un poco paranoicos con todo, y notás que se exacerban los gestos que indican pertenencias. En una época yo había inventado los patronímicos de todos los barrios. Había hecho votar a la gente de cada barrio cómo se llamaban: castorenses, alamarenses… Nombres ridículos.

Thuillier escribió que “uno puede caminar [por Buenos Aires], cubrir diez o veinte cuadras, y nunca ver lo mismo, mientras que aquí ni siquiera es posible caminar. Nadie ‘sale a caminar’ en el country”. Algo que juega en contra de Nordelta es su gran escala y su juventud. No ha pasado el tiempo suficiente para que los árboles crezcan, para que la inmensidad se densifique y se vea más como ciudad que como descampado. Así, aunque los valores centrales están claros desde el comienzo, carecen de profundidad y matices. “Tenemos mucho aquí”, me dice Sofía, “pero falta carácter, falta personalidad. Le falta que sea un poco más interesante, no hay creatividad”. José, residente de La Isla, escribe en la Revista Nordelta:

Como hizo Augusto en la Roma antigua, Eduardo Costantini llamará a algún Virgilio para que escriba algún argumento, por qué no. Pero tendrá que haber algún espíritu que vaya gestándose. Hay que crear una cultura Nordelta.

La identidad es una actividad en constante transformación, producida por los modos en que se define un nosotros que contrasta con un otro, y es siempre un proceso en movimiento. Se forja a partir de prácticas recursivas, que se replican y van anudando relatos, lugares y actores. El caso de Nordelta es particular porque se fundó aparentemente desde cero y una de las tareas que se impuso la empresa desarrolladora fue imaginarle una identidad. Antes de poner la primera piedra, solo existía en la mente de Astolfoni, Costantini y el equipo de profesionales y tecnócratas que contribuyeron a hacerlo realidad. El proyecto, destacado por su exclusividad –no suntuosa o palaciega, sino la de algo reservado a unos pocos–, se comercializó poniendo énfasis en una ética del confort que toma elementos de la naturaleza, la salud, la espiritualidad y la vida familiar para definir las características del buen vivir.

De los bordes hacia afuera, Nordelta negoció con el Estado para lograr un aislamiento y una soberanía parciales; de los bordes hacia adentro, desplegó mecanismos de poder para controlar no solo a sus residentes sino también a las visitas y los empleados, sancionando cualquier anormalidad y produciendo subjetividades específicas y domesticadas.

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* Fragmento de Ricardo Greene, Vivir en un barrio cerrado. Cómo se produce la ilusión de confort, pureza y aislamiento, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2025. (link)