La catedral sumergida

Neopaganismo, superstición y entorno tecnológico

por Alejandro Galliano

 «Phillips, que se lisonjeaba con el título de materialista, era en realidad el más crédulo de los hombres, aunque exigía que las maravillas se presentasen decentemente ataviadas con las vestiduras de la ciencia antes de darles el menor crédito». Así describe Arthur Machen a uno de los protagonistas de Los tres impostores, su novela de 1894. Machen, que fue anglicano, miembro de la logia esotérica Golden Dawn y simpatizante del franquismo, resume en esa descripción una contradicción de larga data en Occidente. En Los griegos y lo irracional, E. R. Dodds describe cómo la Grecia clásica, molde eterno del racionalismo, estaba plagada de supersticiones y oscurantismo. Dodds sabía de qué hablaba: junto a sus credenciales de filólogo oxoniense, republicano y socialista, adjuntaba la de presidente de la Sociedad para la Investigación Psíquica

Vivimos tiempos extraños: ateos que rezan por el Papa, conservadores que desean su muerte, un Bible Belt norteamericano que tiene los índices más altos de divorcio del país, jóvenes que vocean sus logros y penurias sexuales en cualquier plataforma pero reclaman un retorno a los valores de Dios, la Patria y la Familia. Sería fácil diagnosticar una «crisis de valores» siempre y cuando se trate de una crisis de sobreoferta: los viejos valores se invocan, mezclados y sin mucho criterio, como solución a los nuevos problemas, mientras los nuevos valores emergen y se sostienen por el propio estilo de vida, al tiempo que la discusión de masas online suma otros valores, ni viejos ni nuevos, solo valiosos por el brillo de la novedad o el bait, que al final no es solo bait.

En este contexto de saturación de valores, reaparecen diversas formas de paganismo: desde variaciones del viejo pachamamismo de los movimientos ambientalistas (incluyendo un furor neochamánico en Gran Bretaña) hasta el politeísmo pochoclero de Marvel, desde las inesperadas bodas alquímicas del feminismo con la astrología hasta el nuevo espíritu del capitalismo digital que pasó de la new age nativa de la Costa Oeste (la resaca de la Era de Acuario y el Esalen Institute) al estoicismo de Marco Aurelio sin pisar la ética protestante, ni siquiera el absoluto monoteísta. (El bizarro catolicismo transhumanista de Peter Thiel es parte de la confusión). En este caso, habría que invertir la paradoja de Machen: las nuevas condiciones técnicas y materiales parecen vestirse con las ropas del neopaganismo. Pero el sentido de esta deriva hay que rastrearlo en el tiempo. 

La deriva metafísica 

Hace tiempo que Occidente desechó la idea de un progreso lineal del espíritu. La materialidad puede seguir senderos claros (el desarrollo tecnológico, la mejora global del índice de desarrollo humano, el agravamiento del calentamiento global, la pérdida creciente de biodiversidad); las conciencias humanas, sus creencias y cosmovisiones, en cambio, parecen flotar a la deriva. Esa es la metáfora que usa Pablo Capanna en Natura, las derivas históricas, un ensayo histórico sobre las metafísicas occidentales, las «intuiciones recurrentes» que tuvo la humanidad para entender o negar su lugar en la naturaleza y el cosmos. Y las esquematiza en cuatro: el naturalismo pagano clásico, que entiende la naturaleza como una sistema creador eterno; el monoteísmo judeocristiano que concibe a la naturaleza subordinada y sostenida por un Creador; el humanismo moderno o, como lo llama Capanna, el «optimismo antrópico», confiado en su poder para transformar a una naturaleza a su disposición; y, por último, «Alógenes», el concepto que inventó Capanna para denominar al acosmismo gnóstico que niega al mundo físico como una mentira en la que el ser está atrapado.

Natura es un relato deudor tanto de la historia de las civilizaciones (Spengler, Toynbee) como de la «teoría de la secularización» que busca las raíces teológicas del pensamiento moderno (Löwith, Schmitt). En ese sentido, Capanna explica a la Modernidad y la Posmodernidad como derivas casi simultáneas de dos metafísicas cuasi paganas: por un lado, siguiendo los trabajos de Frances Yates, cifra el origen del pensamiento científico y del antropismo moderno en general en la alquimia y los escritos apócrifos de Hermes Trimegisto; por otro, a partir de la obra de Hans Jonas y Eric Voegelin, rastrea la influencia contemporánea del gnosticismo en la teosofía y el linaje que va del último surrealismo a Georges Bataille y a la «filosofía francesa», expresiones que Capanna vincula con la posmodernidad. 

Al llegar el siglo XX, el relato se torna una lucha de gigantes metafísicos. Así, la Segunda Guerra Mundial fue una guerra de religiones entre el gnosticismo (el nazismo como síntesis de nihilismo y teosofía) y el antropismo (el stalinismo como punto álgido y aberración del optimismo humanista). Y la posguerra fue el triunfo de una tecnarquía que convive bien con el gnosticismo posmoderno, sea en forma de «filosofía francesa» o de new age, una tradición teosófica que va de Carl Jung a Star Wars: 

Destronados el Dios relojero, la sabia Naturaleza y el Hombre deificado, el último ídolo llegó a ser la tecnología, que en lugar del progreso ofrece el cambio y la obsolescencia. Los dos conviven en el marco de un relativismo que puede aceptar la diversidad politeista pero nunca el absoluto monoteísta.

Es el lamento de un humanista católico que ve cómo la muerte de sus viejos adversarios (el iluminismo, el positivismo, el marxismo) lo deja solo ante un verdadero enemigo: el gnosticismo posmoderno. Pero Capanna tiene la agudeza de entender al neopaganismo como funcional al desarrollo de un parque tecnológico envolvente y potencialmente totalitario. No es el primero en sospecharlo. Philip Dick y Marshall McLuhan, por vías muy diferentes, habían llegado a la conclusión de que el ecosistema tecnológico informático reproduce las condiciones que hicieron posible al animismo, el tribalismo y el pensamiento mágico de las sociedades ágrafas: hoy vivimos más interconectados que nunca con nuestro entorno. En definitiva, ya en 1963 Arthur C. Clarke había sentenciado que «cualquier tecnología suficientemente desarrollada es indistinguible de la magia». La paradoja de Machen invertida una vez más.

El ecosistema tecnológico informático reproduce las condiciones que hicieron posible al pensamiento mágico de las sociedades ágrafas: hoy vivimos más interconectados que nunca con nuestro entorno

Espíritus del bosque digital

La paradoja de Machen también es la hipótesis de Tecgnosis, un largo ensayo de Erik Davis publicado originalmente en 1998, que con el tiempo adquirió un aura de culto. Se trata de un libro que huele a década del 90 en cada una de sus 500 páginas, escrito antes de la crisis de las puntocom y la emergencia de la web 2.0. Pero no olvidemos que los años 90 no fueron tan optimistas como quisieron aparentar. Más bien se trató de una segunda Belle Epoque, en donde el desarrollo tecnocapitalista convivía con el pesimismo cultural, algo evidente ya desde su banda de sonido: la violencia del gangsta rap y la abulia blanca del grunge (un ánimo que en Argentina se expresó en la cumbia villera y el rock chabón). El pensamiento de Davis es tributario de los claroscuros de su época: la recuperación de Philip Dick, la desconfianza hacia la globalización, el temor latente de que las tecnologías del yo terminen en experiencias alienantes o totalitarias como la Cienciología. 

Todas esas sospechas y clarividencias proyectan a Tecgnosis hacia nuestra época. En un solo párrafo de la página 43 podemos encontrar tres zeitgeister digitales distintos. La promesa de los 90: 

Seguramente Hermes habría aprobado Internet, una red mercurial de mensajes remotos que funciona como un mercado de ideas y productos.

La paranoia post 2001: 

La retórica utópica de Internet deja entrever una serie de cuestiones preocupantes: las ocultas maquinaciones de los poderes mediáticos corporativos, los efectos potencialmente atomizadores de la pantalla sobre la vida social y psicológica, y la problemática del acceso.

Y el caos actual:

Pero Hermes nos prepara para tales peligros, porque el mercader de mensajes comercia mediante el engaño: miente, roba y su varita mágica cierra para siempre los ojos humanos.

La hipótesis de Tecgnosis es que la época hipertecnológica en la que vivimos continúa cruzada por impulsos premodernos que se entienden mejor a partir del pensamiento mágico o religioso. Al famoso aserto de Bruno Latour (nunca fuimos modernos: la división entre naturaleza y cultura que pretendió efectuar la Modernidad, eliminando híbridos como el animismo, fracasó desde el momento en que se multiplicaron otros híbridos), Davis le suma un corolario: las tecnologías de información y comunicación son híbridas por naturaleza ya que trascienden su condición de dispositivos materiales para moldear el «alma». 

Como las derivas de Capanna, el relato de Tecgnosis comunica y entrechoca metafísicas o, al menos, mentalidadas de épocas diversas: 1) la Antigüedad que nunca se fue (así pasan los misterios eleusinos, la tecnología alfabética al servicio de los monoteísmos, y, otra vez la tradición hermética y los gnósticos, portadores de «la primera gran teoría de la información»); 2) la contracultura de los años 60 («años en los que toda una generación abrazó un amplio abanico de "tecnologías sagradas" que incluían drogas, medios y técnicas espirituales. A pesar del narcisismo y la necedad que caracterizó a esta generación de exploradores de la mente-cuerpo, su tradición no murió con la defunción de los hippies»); 3) los años 90, que procesaron aquella contracultura: la fascinación del último Timothy Leary con las computadoras, la diáspora del Homebrew Computer Club en Silicon Valley, la noosfera de Teilhard de Chardin reivindicada por Al Gore, la «inteligencia colectiva» de Pierre Lévy. 

La paradoja macheniana de racionalidad técnica entrelazada con irracionalidad entró al nuevo siglo perfectamente madura y lista para salir del bosque digital: 

La web es por naturaleza una especie de máquina conspirativa, un mecanismo que propicia una red cada vez más extensa de saltos especulativos, enlaces sincrónicos y curiosas yuxtaposiciones de los últimos signos y portentos… El universo digital ya no está «ahí afuera»: está en todos lados. 

Como la catedral sumergida de Ys, una leyenda bretona que mezcla elementos celtas y cristianos, por debajo de la linea de flotación de la cultura mainstream se erigía un templo atemporal cuyas campanadas cada tanto se escuchaban en la superficie. En 2019, cuatro años después de que Davis reeditara Tecgnosis, Brenton Tarrant, el terrorista ecofascista que entró a dos mezquitas en Christchurch, Nueva Zelanda, y asesinó a 50 personas, escribió en su manifiesto: «los memes hicieron más por el etnonacionalismo que todos los manifiestos juntos». El universo digital ya estaba en todos lados. 

El triunfo pírrico de Alógenes

La relación entre el neopaganismo y las nuevas derechas, inevitablemente intermediada por las nuevas tecnologías, es un tema complejo que motivó algunos papers académicos, una columna crítica en The Catholic Herald, y varios subforos en QAnon y Reddit. Sea por las variaciones en torno al Heathenry pseudogermánico, el culto a Odin, la fascinación con el Imperio Romano, o la Era del Bronce en general, o la apropiación de temas new age, incluso nietzscheanos, vinculados al bienestar personal como parte de una lucha política más amplia (lo que Mark Townsend llama el «fitness fascista»), el neopaganismo conviven en la alt right con los fundamentalismos cristianos y el neocatolicismo alla J.D. Vance. A los fines de este artículo, quisiera concentrarme en dos observaciones que hace Juan Ruocco casi al paso en su exitoso ensayo sobre la influencia de los memes en la política contemporánea. La primera es el caso de Kek, una deidad egipcia con cabeza de rana que las comunidades de Reddit y 4chan interpretaron como buen augurio para Trump a partir de sus similitud con el meme de la rana Pepe y de la «magia del caos», una rama del ocultismo que «hace especial énfasis en la capacidad para crear sigilos, símbolos que están "cargados" mágicamente y pueden afectar el curso de los acontecimientos históricos». Una vez más el entorno tecnológico no solo alberga pensamiento mágico y alimenta el feedback positivo que saca a los memes «del universo digital a todas partes». La segunda observación es aún más escueta pero más profunda: 

QAnon es una especie de reacción (lo sepan o no sus seguidores) frente al milenarismo tecnológico made in Silicon Valley que, en definitiva, reivindica un milenarismo político con sede en Washington, supuestamente en favor de la Constitución y los valores patrióticos estadounidenses.

Esto fue escrito en 2023. A partir del segundo gobierno de Trump, y de sus alianzas, podemos dudar de la oposición frontal entre QAnon y Silicon Valley. Pero mantiene interés la idea de dos milenarismos en pugna, una deriva metafísica, casi un choque de civilizaciones, ahora al interior de las ruinas de Occidente. Y que se podría entender a partir de las condiciones que generó el neopaganismo: no estableció un nuevo sistema politeísta que explique el universo sino que redujo todas las creencias a supersticiones competitivas en el circuito digital de radicalización y amplificación memética.

En la medida en que este ecosistema digital crezca y el nuevo estilo de vida se consolide, también podrá hacerlo el neopaganismo, o transformarse en un modelo de espiritualidad para otros credos

En su artículo Woke somos todos, Pablo Touzon define al wokismo como un ethos de época que abarca también a las formas de neotradicionalismo que aparentemente se oponen a lo woke: 

El revival católico actual tiene mucho de este espíritu, porque el ethos woke penetra en todo. Aman y añoran la verticalidad y organización de la verdad jerárquica que propone la Iglesia Católica, en el marco de una sobreestetización que no penetra en el alma y en ninguna experiencia profunda de fe, siempre necesariamente más íntima y sobria. Como la cruz gigantesca en la cara de Marco Rubio, tiene la debilidad de toda reestructuración posmoderna, y la sobreactuación de época.

Sería fácil diagnosticar al neopaganismo de la misma manera. Sin embargo, vimos hasta qué punto se retroalimenta del ecosistema tecnológico que nos envuelve. En un punto ya no es pose, es sistema. En todo caso, si el neopaganismo es un naipe más del juego identitario actual –plano y con una sola cara como todos las naipes de ese juego– también es cierto que está conectado con el estilo de vida de los jugadores. Una proyección de esa lógica permitiría pensar un escenario en el que, en la medida en que este ecosistema digital crezca y este nuevo estilo de vida se difunda y consolide, también podrá hacerlo el neopaganismo gnóstico. O quizás, transformarse en un modelo de espiritualidad que otros credos repliquen. 

Estoy especulando. Pero no hay otra manera de acercarse al futuro en tiempos de incertidumbre. Y en ese mismo plan, me atrevo a identificar dos posibles vectores, dos misiones históricas del hipotético paganismo triunfante, que voy a representar con dos referentes caprichosos y trabajar solo desde fuentes literarias. 

San Lucas versus Cthulhu: dos misiones neopaganas

H.P. Lovecraft debe ser, junto a Tolkien, el autor más referido por la derecha neopagana. Sin embargo, aquí el neopaganismo no es un problema solo de la derecha. Capanna los menciona como autores secretamente influenciados por la teosofía, en la línea que llega hasta la new age. La pertenencia de Tolkien a esa genealogía es indiscutible, pese a su catolicismo. La de Lovecraft, pese a su politeísmo, no tanto. Por una sencilla razón: no hay valores en Lovecraft, no hay bien ni mal, ni autosuperación posible. Faltan dos de los cuatro elementos del mito señalados por el mucho más claramente new age Joseph Campbell. La gran traición del círculo de Lovecraft, en especial de August Derleth, fue continuar los «mitos de Cthulhu» sobre un esquema maniqueísta totalmente ajeno a su maestro. 

La actualidad de Lovecraft no reside en su teosofía sino en esa mirada alogénica que llevó a Fritz Leiber a considerarlo «el Copérnico del relato de horror. Desplazó el foco del temor sobrenatural del hombre y su pequeño mundo y sus dioses, a las estrellas y a los negros e insondables abismos del espacio intergaláctico». Esa mirada no humana es la que parecen estar buscando atolondradamente las Humanidades en medio de su crisis: desde el compost de Donna Haraway hasta el aceleracionismo de Nick Land, pasando por el nuevo realismo de Graham Harman y el pesimismo cósmico de Eugene Thacker, todo el antihumanismo actual hace fila frente al templo de Cthulhu para expurgar su antropocentrismo, como una versión cósmica de la culpa poscolonial del hombre blanco. Pero sumergirse en busca de la catedral de Cthulhu también es una forma de escapismo. Pensar como una montaña, mirar como un jaguar, compostar con los bichos, habitar como un pájaro, vivir como una planta terminan siendo, además de empresas imposibles para un ser humano, excusas para huir éticamente de este mundo y de lo que hicimos con él, de la misma manera en que SpaceX y la Mars Society quiere huir de este planeta contaminado. Un neopaganismo alogénico que no crea comunidad ni civilización.

En las antípodas de esa fuga neopagana, está el San Lucas que se inventa Emmanuel Carrere en El Reino: un paganismo de este mundo, dispuesto a negociar con metafísicas en pugna. Carrére no tuvo que esforzarse mucho en trazar el mapa social y cultural del Imperio Romano sobre la superficie de la Unión Europea (al menos la de 2014, cuando publicó la novela): los romanos perfeccionaron la globalización helenista, son pluralistas en cuanto a religiones, tienen ciudades atestadas y cierto vacío de espíritu que llenan con una curiosidad hacia los cultos orientales, como Carrére y sus amigos practican yoga y artes marciales. Lo que queda más allá de eso es superstitio: el judaísmo duro y esa línea interna llamada «cristianismo», portadores de odio y muerte de la civilización, como siglos más tarde «ha sido el comunismo y actualmente es el integrismo islámico». Es el gran Otro oriental que acecha al confortable mundo de Séneca y Marcial: los judíos irredentos y los discípulos de ese criminal ya muerto que fue Jesús. Y Pablo, el converso que predica con el sentido estratégico de un Lenin y se enfrenta a la ley romana, a los judíos y al propio Santiago, que luchaba por encauzar el legado de su hermano crucificado dentro del Templo y la Ley.

En ese relato, a Lucas, el médico gentil, le corresponde el lugar de intelectual escéptico y pluralista con el que se identifican Carrére y su público: occidental, culto, incluso algo snob. Un pluralista que acompaña a Pablo en su prédica pero no duda en consultar con el adversario Filipo para documentar su evangelio o en escribir la epístola de Santiago. Finalmente, será su Evangelio, escrito por un griego en plena desjudaización del cristianismo, el que vincule a Jesús con el Antiguo Testamento y describa su circuncisión. Lucas fue el traductor del odio y muerte cristianos a la tradición clásica. Posiblemente un pagano converso que le habló a otros paganos. 

Capanna deja claro que el cristianismo no pudo reemplazar todo el tesoro cultural clásico y que debió fusionarse con él. De la misma manera que más tarde, la tolerancia antrópica de la modernidad tuvo un lugar para el monoteísmo. Hoy la síntesis tecnocapitalista gnóstica «convive en el marco de un relativismo que puede aceptar la diversidad politeísta pero nunca el absoluto monoteísta». De allí la lucha de milenarismos. Si el neopaganismo aspira a ser la metafísica de nuestra época, si su catedral va a reemerger un día del fondo del mar, que honre el rol verdaderamente civilizatorio de su mayores: no encerrarse en una fe y una cultura reducidas a una mueca identitaria, sino atreverse a traducir los valores que se agolpan en la sociedad actual, crear puentes, pacíficar la lucha de milenarismos y, en ese acto, fundar una verdadera civilización. 

El neopaganismo no estableció un nuevo sistema politeísta que explique el universo sino que redujo todas las creencias a supersticiones competitivas en el circuito digital de radicalización y amplificación memética

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