Guelar: «En la tradición china, el eje no es democracia o dictadura, sino orden o caos»
Diego Guelar es abogado, ex diputado nacional y embajador en USA, la UE, Brasil y China. Consejero del CARI (Consejo para las Relaciones Internacionales) y ex director editorial del diario LA RAZON. Profesor en la UBA y la UB y director de la carrera de RRII en la UP. Es columnista en numerosos medios nacionales e internacionales y consultado permanentemente sobre temas de política mundial. Actualmente es precandidato a senador nacional por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (PRO).
por Pablo Touzon y Tomás Borovinsky
¿Qué era China para vos en los años setenta, antes de tu experiencia allí? ¿Ya la tenías tematizada? ¿Existía en tu marco político?
China existió siempre. Yo fui militante político en la década del setenta y, por supuesto, hubo un cambio extraordinario entre la China del siglo XX —para mí y para el mundo— y la China actual. En ese entonces era un país lejano, exótico, pobre, sin ejercicio alguno de poder mundial, ni remotamente. Esa era la característica de la China de los setenta. Un país vinculado a todo el fenómeno del Tercer Mundo, al que yo estuve ligado como militante juvenil.
Eso era así, indudablemente. Curiosamente, China nunca perteneció como miembro pleno al Movimiento de Países No Alineados: era un observador. China mantenía una distancia muy importante. Siempre hubo algún tipo de fantasía en los movimientos de izquierda del mundo, una idea de que China podía convertirse en un polo de poder como lo había sido la Unión Soviética, a través de la Komintern —el comité internacional del Partido Comunista Soviético de Moscú— que impulsaba abiertamente la creación de partidos comunistas dirigidos desde Moscú en todo el mundo. Esa fue una política expresa desde 1919, cuando se crea la Komintern.
Pero eso no fue una característica de China, más allá de lo que algunos imaginaran o de ciertas misiones puntuales. El propio Che Guevara, por ejemplo, fue uno de los muy pocos latinoamericanos que tuvo un encuentro con Mao. Pero eso no derivó en una política activa por parte de China. No funcionó así, ni entonces ni ahora. El Partido Comunista Chino nunca replicó el modelo soviético de exportación de partidos. No hay partidos comunistas de modelo chino instalados e impulsados por Beijing.
Ya en el siglo XX esa era su característica. Y en el siglo XXI aparece China como potencia. En estos 25 años del siglo XXI se instaló como la segunda potencia mundial, disputando incluso el primer lugar. El cambio ha sido sideral, no solo en términos personales —yo viví 50 años de mi vida en el siglo XX—, sino en términos históricos.
Lo que vimos fue una irrupción de velocidad inaudita en los últimos 20 años: de la marginalidad, la lejanía y la pobreza, a una superpotencia. Creo que no hay otro caso en el mundo de un tránsito tan abrupto. Por eso nos cuesta metabolizarlo. Todavía el gran ejercicio del siglo XXI es precisamente ese: metabolizar la explosión del relacionamiento de China con todo el mundo.
De los 192 países del mundo, China es el principal socio comercial de 140. Todo eso ocurrió en los últimos 25 años. Hay que entender la dimensión de esta irrupción china en el escenario global.
A Kissinger se le atribuye haber sido quien abrió China, y él mismo lo aclara en su gran libro —un libro importantísimo para entender la historia y la evolución de este proceso— que en realidad fue solo el mensajero de un mensaje que no era propio.

¿Cómo lo ven ellos desde adentro? Vos que estuviste allí, que fuiste embajador y conocés profundamente China, ¿cómo viven los propios chinos esta transformación? Porque ellos son una civilización milenaria, que pasó por dos siglos de crisis: fueron invadidos en el siglo XIX y también en el XX, primero por potencias europeas y luego por Japón. Hay un filósofo chino, Jiang Shigong, que resume esto diciendo: “Nos pusimos de pie con Mao, nos enriquecimos con Deng y nos hicimos poderosos con Xi”. Pero vos que estuviste ahí, ¿cómo lo experimentan ellos? Para vos fueron 50 años de vida en el siglo XX, pero en términos históricos es poco tiempo. ¿Qué piensan ellos, civilizacionalmente hablando?
Bueno, primero coincido con esa descripción que hacés. Me parece una excelente síntesis de la idea del “renacimiento” chino. Ellos hablan del fin de los “Cien años de humillación”, que van de 1850 a 1950 aproximadamente. Esos años incluyeron guerras intestinas, ocupación japonesa, pobreza en dimensiones que para nosotros son difíciles de imaginar. Mirá que nosotros somos un país pobre, pero no alcanzamos esas dimensiones de miseria y descomposición social.
De esa situación salen con Mao, quien es considerado por los chinos como el padre de la patria, su George Washington. Incluso para quienes, como Xi Jinping, fueron perseguidos durante la Revolución Cultural —Xi vivió toda su adolescencia castigado en un pueblito en el medio de la nada—, Mao sigue siendo la figura fundacional por excelencia. Ese consenso existe en China.
Es algo que solo logran figuras fundadoras con gran reconocimiento. Por ejemplo, en Argentina, Perón todavía no alcanza ese consenso: una parte lo reconoce como fundador y otra lo rechaza frontalmente, lo considera casi antipatria. Eso refleja también nuestra inmadurez política. Brasil, en cambio, tiene una figura como Getúlio Vargas, que cumple ese rol de fundador. Es reconocido por todos los sectores ideológicos, desde la derecha hasta la izquierda, y hay un Instituto Vargas que produce inteligencia estratégica para todas las corrientes. Mao cumple ese rol en China.
Desde nuestra mirada podemos opinar cualquier cosa, pero para los chinos no hay pueblo ni ciudad que no tenga una plaza central con una estatua o busto de Mao. Este proceso está hoy mucho más ligado a la tradición china que a la influencia soviética. De hecho, Mao rompe con la Unión Soviética en los últimos años de su vida.
El proceso chino, incluso desde los tiempos de Mao, se fue caracterizando por algo que ellos llaman "con características chinas". La definición oficial del sistema es: “socialismo de mercado con características chinas”. Así te lo diría, sin dudar, el embajador chino en Argentina. Cada vez más, ese modelo se apoya en sus características propias. China se ha ido "chinificando", en contraste con la expectativa occidental —particularmente estadounidense— de que China iba a transformarse, a occidentalizarse, a integrarse como una gran factoría mundial. Pensaban que sería una especie de Taiwán a gran escala. Pero eso no ocurrió. De hecho, el propio presidente Trump critica a sus antecesores por haber fomentado el ascenso de su enemigo estratégico: haberlo financiado, apoyado, cooperado en su construcción. Y en su acusación hay algo de verdad. En efecto, durante la década del noventa predominaba una fuerte concepción de un mundo integrado bajo hegemonía norteamericana. Así se pensaba en Washington.
Los BRIC nacen justamente de esa visión. El término surge de un documento del economista Jim O'Neill, de Wall Street. Los países que luego adoptaron esa sigla —primero Brasil, Rusia, India y China; después Sudáfrica— en realidad copiaron un concepto que había sido generado en el corazón del sistema financiero estadounidense. Era un documento financiero, no político.
El propio Che Guevara, por ejemplo, fue uno de los muy pocos latinoamericanos que tuvo un encuentro con Mao. Pero eso no derivó en una política activa por parte de China. No funcionó así, ni entonces ni ahora.
¿Qué vio China en ese documento?
Era un documento netamente capitalista. Jim O'Neill planteaba un mundo en el que ya no existía más el Tercer Mundo. La Unión Soviética había sido derrotada, y se abría un escenario donde emergía un “Segundo Mundo”, compuesto por potencias intermedias. Ese segundo mundo debía ser integrado en un orden económico global bajo control del Primer Mundo: los países centrales, es decir, Estados Unidos, Europa y Japón.
Yo estaba en Washington en ese momento, cuando se creó el G20. El objetivo era encontrarle un espacio institucional a China, integrarla en un foro donde convivieran los países emergentes con los centrales. Era una ampliación del G7, que ya reunía a las principales potencias: Estados Unidos, Europa y Japón. Entonces surgió el G20, una mesa más grande que incorporaba a países emergentes, y que servía —según se decía entonces— como el “hogar” de China. En ese contexto se hablaba del “jarrón chino”: cómo ubicar a esa potencia en crecimiento sin que rompiera el orden preexistente.
Ese fue el origen central del debate que derivó en la creación del G20 en 1999. Y también fue el contexto en el que, en 2001, Estados Unidos patrocinó la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio. Ese período —fin del siglo XX y la década del noventa— estuvo fuertemente marcado por una estrategia norteamericana de cooperación e inclusión de China.
Pero eso cambió rápidamente. Ya hacia 2010 ese clima se tornó de confrontación. China apareció como un desafiante real. Hoy, de los 192 países del mundo, en 140 China es el principal socio comercial. Fue una irrupción vertiginosa, que ocurrió antes de que muchos pudieran siquiera percibirla. Los libros sobre China lo dicen claramente: China se enriqueció con esa apertura. Lo reconoce incluso el propio Xi Jinping. Él lo dice: “Nos enriquecimos con Deng Xiaoping”.
Porque en la crítica trumpista aparece esta idea de que, cuando Kissinger pensaba que estaba abriendo China, en realidad era China la que estaba abriendo a Estados Unidos. Como si hubiera sido una instrumentalización a la inversa...
A Kissinger se le atribuye haber sido quien abrió China, y él mismo lo aclara en su gran libro —un libro importantísimo para entender la historia y la evolución de este proceso— que en realidad fue solo el mensajero de un mensaje que no era propio. Con enorme honestidad intelectual, siendo una figura tan polémica, Kissinger confiesa que ese rol que el mundo le adjudica fue el de transmitir una propuesta que vino desde Beijing. Lo diseñaron Mao y su gran primer ministro y canciller, Zhou Enlai. Ellos fueron quienes le comunicaron a Estados Unidos una decisión estratégica china. Kissinger simplemente ejecutó ese proyecto. Así que, como bien decís, hubo mucho más de política china que de política americana en todo ese proceso.
A vos te tocó, como embajador, el comienzo del ascenso más fuerte de Xi Jinping, ¿verdad? ¿Cuándo llegaste a China, él ya había asumido?
Sí, él asume en 2012. En ese momento todavía regía una norma que establecía un límite de dos mandatos. Esa cláusula constitucional había sido incorporada para evitar el culto a la personalidad, como el que había existido con Mao. Pero ese límite se rompe con la reforma constitucional de 2017, y desde entonces Xi Jinping está en su tercer mandato, sin límites establecidos. No sabemos cuántos períodos más tendrá. Se trata de una gran concentración del poder político.
Lo interesante es que esa concentración convive con una enorme descentralización del poder económico. Hoy, el 75% de la economía china es privada. Es una experiencia inédita. Y Xi tuvo una prioridad clara: romper con la corrupción, que estaba carcomiendo al sistema. Se procesaron más de dos millones de funcionarios del Partido Comunista, y cientos de miles fueron condenados. Era un estigma.
Ustedes recordarán un episodio muy simbólico: en el último Congreso del Partido, se filmó el momento en que retiraban por la fuerza a Hu Jintao —el antecesor de Xi— que estaba sentado a su lado. Fue un gesto teatral, una forma de mostrar con claridad que toda la banda que se había generado alrededor de Hu Jintao, y en la que había muchísima corrupción, estaba siendo purgada.
Xi lanzó una campaña feroz contra esa corrupción, que era, en ese momento, la principal fragilidad del sistema. Y lo hizo sin disimulo. Yo lo viví como embajador. Había heredado un período previo —el de la relación entre China y Argentina durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner— que estaba muy teñido por sospechas, al menos, de irregularidades. Durante mi gestión, eso cambió radicalmente. No tuve ningún tipo de aproximación, ni como gestor activo ni como receptor de mensajes, que incluyera el dato de la corrupción. Al contrario: hubo un cuidado extremo.
Ese fue uno de los grandes cambios, que marcó una diferencia nítida con el pasado reciente. A eso se sumó la gran descentralización económica, pero siempre manteniendo una centralización absoluta del poder político. Eso no se negoció ni se cedió en ningún momento.
Hoy hay más ricos en China que la suma de los ricos e hiperricos de Estados Unidos y Europa juntos. Pero el poder político sigue firmemente en manos del Partido Comunista. Y eso se maneja con un criterio muy innovador, sin comparación con ninguna otra experiencia. Estamos hablando de un sistema que combina una sociedad hiperconsumista con una economía mayoritariamente privada, y un Estado políticamente centralizado.
El 75% de las empresas son de propiedad privada, con todas las garantías legales. Es un cambio extraordinario. El sistema dejó de ser un Estado empresario como lo fue en otros tiempos. Aunque siga llamándose comunista —en homenaje a Mao y a la centralización originaria—, hoy lo que hay es un socialismo de mercado con características chinas. Esa es la definición oficial, no mía.
Estamos ante un proceso nuevo, liderado por China, muy innovador. Combina descentralización económica, propiedad privada, un espíritu emprendedor maximizado. El objetivo de “hacerse rico” hoy es considerado una virtud socialista en China. A diferencia del socialismo occidental —que emparejaba para abajo—, en China el enriquecimiento individual es un ideal legítimo. Podrá sonar contradictorio, pero así funciona. Es un experimento fascinante.
Tenemos que observar cómo evoluciona este modelo. Es un proceso nuevo, lanzado en los últimos 20 años. Si uno lo observa con curiosidad intelectual y en el contexto de la evolución humana, es un fenómeno impresionante. Y, además, fue eficiente. Frente a las decadencias de las izquierdas occidentales —por no cumplir con el contrato social—, China aparece como un modelo exitoso.
Ese cambio no ocurre en China. En China hay una enorme satisfacción. Pensemos que la gente de mi generación conoció la pobreza extrema. Y hoy ven la abundancia en sus nietos. Ese tránsito extraordinario, en apenas una o dos generaciones, no tiene parangón con ninguna otra evolución social en la historia de la humanidad. Es un fenómeno muy original, y son los propios chinos quienes lo han protagonizado, desprendiéndose totalmente del modelo soviético.
Hoy ellos son los padres de la criatura. Rusia, en comparación, es un actor de reparto. China tiene un producto bruto que ronda los 20 trillones de dólares. Algunos cálculos incluso lo sitúan por encima del estadounidense o a la par. En cambio, Rusia está en los 2,5 trillones. Diez veces menos. Económicamente, Rusia está al nivel de Brasil, aunque tenga un arsenal nuclear comparable al estadounidense o incluso superior.
En términos de poder real, el salto entre China y Rusia es enorme. Hoy Putin juega un rol secundario. Pensemos en la guerra en Ucrania: China ha demostrado un manejo extraordinario de su política exterior. No le cuesta un centavo. No apoya militarmente a nadie, no financia a Putin, no se compromete con ninguna de las partes. Se limitan a observar cómo Occidente se debilita internamente, cómo se desgasta la concepción democrática occidental, y mientras tanto China gana tiempo, concentra poder y crece a un ritmo del 5% anual. Ese 5% equivale, por ejemplo, al PBI total de Francia por año. Una Francia nueva por año.
Por eso, la perspectiva de que China se ubique a la cabeza del mundo en los próximos 30 años no es ridícula. Es, al contrario, un escenario cada vez más plausible.
De los 192 países del mundo, China es el principal socio comercial de 140. Todo eso ocurrió en los últimos 25 años. Hay que entender la dimensión de esta irrupción china en el escenario global.
¿Qué implica este ascenso del poder personal de Xi Jinping? Porque nosotros, cuando hablamos de crisis política, solemos referirnos a lo que ocurre en Occidente desde 2016: el Brexit, Trump, etc. Pero en China, lo que parece haber pasado es otra cosa: la idea del poder colectivo, que existía en el Partido después de la Banda de los Cuatro, se rompe, y reaparece un poder unipersonal. ¿Eso implica que el modelo anterior tenía límites estructurales? ¿Por qué sucedió?
Es una incógnita. Lo cierto es que se salió de un modelo colectivo —que venía muy marcado por la corrupción heredada de Hu Jintao— y apareció una nueva ofensiva de acumulación de poder personal. Xi rompe con esa lógica y concentra un poder inédito en las últimas décadas.
Si hago un análisis histórico, hoy Xi es mucho más que un secretario general del partido. Se parece más a un emperador. Lo veo más ligado a esa figura simbólica: y el Partido funciona como su corte imperial.
¿Ese modelo va a continuar? ¿Entrará en crisis? No lo sé. Pero en la historia china no se puede vaticinar fácilmente una crisis de este tipo. Al contrario, este modelo imperial y de alta concentración del poder responde a una tradición milenaria. No está ligado solamente al Partido Comunista. Está arraigado en la historia cultural y política de China.
En China existe lo que yo llamo una sociedad vertical. No se trata de una dictadura al estilo occidental. La verticalidad está profundamente anclada en la familia, en el pueblo, en la provincia, en la nación. Es una forma de organización cultural. Por eso, a mi juicio, es un error analizar a China en términos binarios como democracia o dictadura. Esos son términos occidentales, donde la disputa política cotidiana gira en torno a cómo evitar los excesos autoritarios y proteger la democracia.
En cambio, en la tradición china, el eje no es democraciao dictadura, sino orden o caos. Y en ese eje, el orden que garantiza el Partido ha sido, además, extremadamente eficiente: sacó a 800 millones de personas de la pobreza en 40 años. Eso es parte del contrato social.
Ese contrato se da entre una élite —el Partido Comunista, que tiene unos 100 millones de miembros en un país de 1.400 millones— y el resto de la sociedad. Esa élite es tratada como tal. El proceso de incorporación al Partido dura entre tres y cinco años. No te dan una beca, pero te convertís en parte de un cuerpo dirigente.
De esos 100 millones, unos 500.000 ocupan cargos de dirección a nivel municipal, provincial o nacional. El resto es una red, una verdadera estructura de gestión territorial y de proximidad que, en muchos aspectos, funciona como una maquinaria organizada con un fuerte componente de control social.
Todo eso es muy visible en China. De esos cien millones de miembros del Partido Comunista, noventa y nueve o incluso más están distribuidos territorialmente, en contacto muy estricto con la población. Están ahí para percibir e informar a los quinientos mil que están arriba cómo se procesan y cómo impactan las políticas. Ese es el contrato social entre el partido —llamado comunista, pero que bien podría llamarse de cualquier otro modo— y la gente. Hay un acuerdo tácito: tiene que funcionar, y ellos lo saben. Si se les enojan veinte millones, cincuenta millones, doscientos millones de personas, tienen un problema enorme. Y eso el poder lo entiende.
La inmensa mayoría de esos miembros no están para reprimir, sino para dialogar, para canalizar demandas, para incorporar reclamos. Son la polea de transmisión entre la conducción nacional, que está muy lejos, y un país con mil cuatrocientos millones de habitantes, una geografía enorme, una complejidad inmensa. El Partido Comunista tiene que procesar esa complejidad. No es una tarea policial, y eso es importante entenderlo para no darle un carácter represivo o dictatorial en términos occidentales.
No existe “el dictador del barrio” o “el dictador de la provincia”. Lo que hay son cuadros que trabajan activamente, que deben reunirse con la comunidad, preocuparse, hacer un seguimiento de los vínculos con la población. Un buen ejemplo es el tema medioambiental. China no actúa en esa materia para cumplir con los Acuerdos de París o quedar bien con Occidente. Actúa porque su propia población lo exige.
Recuerdo que en 2015 me impresionó ver la cantidad de personas que usaban mascarillas por la contaminación. No había comida contaminada, pero el aire era irrespirable. La contaminación era un problema serio, y el gobierno lo asumió. Lo mismo ocurrió con la política del hijo único. Se tuvo que levantar porque la población se reducía peligrosamente. Hoy casi no hay restricciones. Yo tengo conocidos que tienen tres o cuatro hijos. Ya no los sancionan económicamente como antes. Es muy probable que pronto empiecen a subsidiar activamente a quienes tengan hijos.
Pensemos que hasta los años 80 —ayer en términos históricos— tener muchos hijos era un símbolo de estatus, de machismo, de orgullo social. Hoy los jóvenes chinos no quieren tener hijos porque son hiperconsumistas. Un chino medio consume más que un estadounidense medio. Y tener un hijo es muy caro: salvo por los ocho años de educación básica, todo se paga. Educación, salud, todo. No hay gratuidad. Entonces, esa imagen que tiene cierta izquierda utópica de China no podría estar más alejada de la realidad.
Estamos ante una sociedad profundamente materialista y consumista. Por eso hay muchas ideas equivocadas, tanto desde la izquierda como desde la derecha. Si yo tuviera que establecer un correlato ideológico, te diría que el gobierno chino tiene una estructura más cercana a la derecha dura occidental: mucha disciplina, todo se paga, fuerte énfasis en el mérito, presencia de una aristocracia funcional.
Recuerdo una anécdota: un secretario de Vivienda de un municipio argentino, alineado con el PRO, fue a China a pedir subsidios para vivienda. Se rieron en su cara. Le dijeron: “Nosotros no damos subsidios a los chinos, ¿les vamos a dar subsidios a los argentinos?”. No podían creer semejante estupidez.
Y otro punto: en Argentina, algunos sectores oficialistas llegaron a decir que el cambio climático es una conspiración comunista. Eso ya entra en el terreno del delirio. En China, en cambio, encontramos un gobierno que —aunque no me gusta usar estas categorías, porque no aplican del todo a China— si tuviera que elegir, diría que su ideología se parece más a la derecha occidental que al sueño idealista de la izquierda.
Y esa es, entre otras razones, la causa del fracaso de las izquierdas en Occidente: su debilidad estructural. Cuando uno piensa en modelos, ¿cuál es el modelo comunista del siglo XXI? ¿Venezuela? ¿Nicaragua? ¿Cuba? Eso es una fantochada. El modelo real, moderno, es China.
Diego, en ese punto —volviendo a tu primera respuesta— vos decías que en los años setenta existía un internacionalismo declarado por parte de Mao, pero que no tenía una contraprestación práctica en términos de exportación del modelo. El maoísmo, decías, siempre fue minúsculo. Y es verdad: no se difundió realmente.
Claro. Al pobre Che Guevara no le prestaron ni una mula.
Por eso decía: hay una idea en China que no es internacionalizable.
Eso es exactamente lo que hicieron los chinos. No hay un modelo chino para exportar, no hay reuniones de partidos comunistas organizadas para difundir su sistema. Bueno, en realidad sí existen esas reuniones, y yo incluso participé. Fui invitado varias veces porque tenía relación, como representante del PRO, con el Partido Comunista Chino. Los chinos sabían que yo era un excéntrico, un hombre de derecha. Pero aun así teníamos acuerdos de cooperación entre el PRO y el Partido Comunista Chino.
Fui a esos encuentros con partidos comunistas y socialistas del mundo. Un embole total. Puedo contar la cantidad de boludeces que se decían. Y muchas de ellas nada tenían que ver con China. En definitiva, los chinos se llevaban muy bien con Macri. Fue, de hecho, el mejor vínculo que tuvo China con un presidente argentino. Superaron incluso lo que había sido la etapa previa, con Néstor y Cristina, muy marcada por las valijas y la opacidad.
Yo fui embajador durante los cuatro años de Macri, y puedo decir con certeza que nunca recibí un mensaje del gobierno argentino que incluyera prácticas de corrupción. Y tampoco recibí nada de parte de China. Algunas cosas funcionaron mejor, otras no tanto, pero la relación fue transparente. Cien por ciento.
Recuerdo un día que vino un tipo que era pariente de Macri, acompañado por una empresa china. Intentó "chapear" con que era primo del presidente. Lo eché. Los chinos no lo podían creer. Le dije: "Le doy toda la información que necesite. Es bienvenido en Argentina todos los días. Pero olvídese de usar ese vínculo para conseguir nada".
Estoy seguro de que luego llamó al primo para putearme, pero Mauricio nunca me llamó. Nunca me reprochó nada. No tengo ni un solo episodio, en cuatro años, ni de ida ni de vuelta, que haya implicado algo turbio. Fue una relación muy buena.
Por eso digo que esa etapa estuvo marcada por un vínculo muy sólido, sin ideologización. Macri era claramente un presidente de derecha occidental. Eso estaba fuera de discusión. Pero como no había un eje de corrupción y los análisis se hacían con racionalidad, la relación funcionó muy bien.
Lo que quería plantear es esto: ¿es China la primera vez en la historia que una potencia de este tamaño —segunda o incluso primera del mundo— no tiene un modelo político para universalizar? ¿O que directamente no quiere hacerlo?
Exactamente. No lo están intentando. En el año 2019 —es decir, ayer nomás, en términos históricos— en el anteúltimo Congreso del Partido Comunista Chino —estos congresos importantes se hacen cada cinco años— apareció una frase, apenas una línea en un documento de 200 o 300 páginas, que sugería la posibilidad de que el sistema chino pueda ser considerado como una alternativa para el resto del mundo. Fue solo eso, una mención marginal. Estamos hablando de apenas seis años atrás.
Ahora bien, el desarrollo posterior fue vertiginoso. Hoy vemos un BRICS que crece como bloque, conducido por China, en un proceso que ya no se trata solo de cooperación o negocios, sino de una alternativa global frente a la confrontación con Occidente. Y pensar que los BRICS fueron una invención de Wall Street, ideados para identificar a países emergentes con los que hacer negocios. La transformación fue extraordinaria.
China no está creando partidos comunistas por el mundo ni exportando ideología, pero sí se ha convertido en el principal socio de muchos países. Recordemos que Javier Milei decía que no iba a negociar con China, pero hoy la relación comercial y financiera más dinámica que tiene la Argentina es con China. Hay mucho más apoyo chino que norteamericano en términos prácticos, no retóricos.
Los chinos le dan importancia a eso. Son marxistas en un sentido muy específico: el economicismo. Ellos creen que el mejor análisis del capitalismo lo hizo Marx. Entienden la plusvalía, y entienden cómo funciona el sistema. No discuten eso. En ese aspecto, son marxistas del dato. Mientras hagamos cosas que les resulten convenientes, no hay problema: la relación avanza. No imponen nada.
Por ejemplo, un ministro de Economía argentino disfrazado de tecnócrata les pidió 5.500 millones de dólares por un año porque no tenía reservas. ¿Qué hicieron los chinos? Se los dieron. Y quince días antes del vencimiento, en julio del año pasado —cuando si no pagábamos entrábamos en default— nos dieron dos años más. Lo dijo el presidente argentino en una entrevista con Susana Giménez: “Son muy buenos socios, y no nos piden nada a cambio”.
Tienen una política exterior de una inteligencia extraordinaria. Mucho más eficaz que cualquier ideología. Y, encima, no les cuesta nada. No subsidian, no bancan militarmente a nadie. Al final, terminan cobrando todo. En ese sentido, son muy parecidos a los norteamericanos. El sueño chino y el sueño americano se parecen más de lo que se cree. La diferencia es que los chinos no usan la retórica: dejan que Trump diga cualquier barbaridad, y no se inmutan. De vez en cuando, ponen algún límite, pero su estilo no es discursivo.
China no está creando partidos comunistas por el mundo ni exportando ideología, pero sí se ha convertido en el principal socio de muchos países. Recordemos que Javier Milei decía que no iba a negociar con China, pero hoy la relación comercial y financiera más dinámica que tiene la Argentina es con China.
Siguiendo incluso con lo último que decías: vos fuiste embajador en Brasil, en Estados Unidos, en la Unión Europea. Conocés China, conocés Estados Unidos, Brasil, Europa. Entre 2000 y 2016 hubo grandes transformaciones a nivel global. Brexit, Trump… un gran reordenamiento. ¿Cómo ves vos ese proceso?
El primer impacto fue Trump, que cambió las reglas de juego. Hasta Obama, la regla era la cooperación internacional. El gran quiebre es el inicio de la confrontación con China.
En lengua marxista uno podría decir: 2008 fue la crisis estructural del sistema, y 2016 es cuando ese quiebre impacta en la superestructura.
Exactamente. Como decía Perón: “Todos somos peronistas”. Y en otro plano: todos somos marxistas. Aunque a ninguno de los dos te los cruzás por la calle. Es así.
Vos que seguiste el pulso de la política global y fuiste embajador en Estados Unidos y Brasil —nuestro principal socio regional—, ¿cómo ves las transformaciones en esos vínculos? Y, especialmente, el vínculo entre China y Estados Unidos. ¿Cómo se transformó? ¿Cómo afecta eso a la Argentina y al BRICS?
Es una contradicción fascinante. La relación entre China y Estados Unidos es la sociedad entre los dos países más importante en la historia de la humanidad. Representan una tensión fundamental entre Oriente y Occidente. Son el yin y el yang: opuestos pero complementarios, en tensión permanente, pero inseparables.
Esa contradicción dialéctica está en el centro del sistema global. Son los dos socios más importantes del mundo y, al mismo tiempo, compiten ferozmente. Es un fenómeno extraordinario. Yo espero que Dios me dé unos años más de vida para seguir viéndolo, porque me apasiona. Miro el mundo con los mismos ojos de ingenuidad que un chico de veinte años. La diferencia es que yo tengo un poco más de historia encima.
Mi experiencia más rica hoy es con mi nieto mayor, que tiene veinte años. Tenemos una relación de mucho respeto y aprendizaje mutuo. Yo aprendo mirando a través de sus ojos, y él aprende de mi experiencia. Es un privilegio enorme.
Vivimos juntos. Una vez tuve un episodio de presión alta muy fuerte: empecé a sangrar por ambas fosas nasales. No sabía qué hacer. Él me dijo: “No tragues, escupí y soplá”. Hice lo que me dijo. Después fui al Hospital Alemán y pregunté: “¿De dónde sacaste eso?”. Me respondió: “No tengo idea, me pareció que era lo correcto”.
Fue una situación espantosa, pero él me ayudó con naturalidad. Esos gestos son parte de la experiencia. Con él vi la serie de El Eternauta, y me impresionó mucho cómo la vivió, por las preguntas que me hacía, por su curiosidad. Es un chico normal, curioso, sin prejuicios.
Y ese intercambio es extraordinario. Porque hoy no podemos explicar con claridad lo que está pasando, ni mucho menos predecir lo que va a pasar. Lo hablamos, lo pensamos juntos, pero no tenemos certezas.
La velocidad de los cambios es tan grande que descoloca. Tuvimos 80 años de reducción de aranceles. Y de golpe aparece este loco —Trump— y empieza a subirlos. Se terminó la Organización Mundial del Comercio como la conocíamos. Hasta hace diez años, el mundo iba camino a eliminar casi por completo los aranceles de importación. Ya estábamos en un promedio del 3% en Europa, EE.UU. y China. Ahora todo eso cambió. ¿Qué va a pasar? ¿El mundo va a seguir por este camino? ¿Va a estallar?
Tengo la expectativa de que esta fase dure lo que duró la primera mitad del mandato de Trump, y después se diluya. Pero es solo una esperanza.
¿Te imaginás que esto es una nueva dirección para el mundo, una pausa, un paréntesis? Nadie sabe, pero ¿vos qué te imaginás?
Esto es distinto a lo que vivimos hace cien años. No quiero compararlo directamente, porque era otra cosa: comunismo extremo, nazismo. Hoy no hay ni comunismo ni nazismo. Pero sí hay una extremización del nacionalismo, mezclado con elementos sociales. Lo que se llamó en esa época, para mí, no sirve como referencia política, pero sí como alerta sobre el peligro del fanatismo.
Estamos, otra vez, en una etapa donde los fanáticos ganan terreno. Si todo sale bien, esa etapa debería durar poco. Pero también puede pasar que nos lleven puestos. La pregunta es: ¿ganan los fanáticos y destruyen el planeta —con guerras, violencia, deterioro ambiental sin control— o son neutralizados por el sentido común?
Yo espero que no ganen. En su momento, se pudo neutralizar el nazismo, el estalinismo, el militarismo japonés. Hitler, Stalin… no se quedaron con el mundo. Fueron contenidos. Y todo eso pasó en menos de diez años. Hoy, estamos apenas empezando este nuevo ciclo. No sabemos si se va a imponer el caos o si lo vamos a poder controlar.
Mi esperanza es que el equilibrio planetario —llamémosle el plan divino, o el sentido común colectivo— logre poner las cosas en caja y nos permita salir de esta etapa hacia algo mejor: con mayor control ambiental, con más eficacia en la lucha contra la pobreza. No igual, mejor que lo que heredamos. Esa es mi aspiración.
Muy ligado a eso que decís: si estamos viendo nuevos extremismos y, como dijiste antes, China se rige por la lógica de “orden o caos” hacia adentro, ¿no podría pensarse que China podría también jugar ese papel de orden frente al caos a nivel global?
Claro. Yo creo que hoy no lo está haciendo, pero va a tener que hacerlo. Porque, al final, esa lógica de “orden o caos” funciona. En el caos no hay nada. Es verdad, no todo orden es bueno…
Sí, pero sin orden no hay nada.
Exacto. Y hoy China todavía tiene una actitud más contemplativa o especulativa. Se regodea con los errores de Occidente, pero no pone dinero. No financia a Putin, no sostiene a Irán en su guerra en Medio Oriente. Está sacando todo esto muy barato. Esa es la verdad.
Todavía no ha asumido la responsabilidad completa que implica ser una superpotencia. Pero si el caos avanza y los asusta, quizás empiecen a actuar de manera más responsable, para volver a un orden más consensuado. Dejarán de disfrutar de Trump y pasarán a decir: “Paremos un poco. Somos una superpotencia, comportémonos como tal”.
Estados Unidos hoy parece ser un exportador neto de caos. No hay duda.
Totalmente. Esa frase —“exportador neto de caos”— es brillante. Mirá, hoy me están llamando todos por las declaraciones de Peter Lamelas, que fueron una joyita. Lamelas es el vocero de Trump en Argentina, aunque formalmente sea el embajador. Y acá se armó un escándalo porque repitió lo que dice Trump. ¡Y también lo que dice Milei!
Él podría ser tranquilamente embajador allá o viceversa. El hearing en el Senado fue una joya. Me llaman periodistas para preguntarme si eso no es injerencia. Y yo les digo: ¿qué injerencia? Representa la política de los Estados Unidos. ¿Qué quieren, que venga a las provincias a decir que va a financiar proyectos de cooperación con China? Él viene a hacer negocios para los americanos. Punto.
Me preguntan: ¿usted qué piensa? Les digo: yo le deseo lo mejor. Que le vaya bien, que vengan inversiones, que los americanos compren cosas acá. Eso sería positivo.
Después, claro, me dicen: “Pero apoyó la condena a Cristina”. ¿Dónde está la injerencia ahí? Injerencia sería que hubiera dicho, antes de que falle la Corte, que Cristina debía ser condenada. Pero la Corte ya falló. La justicia argentina, en su máxima instancia, decidió. Entonces, que él coincida con esa decisión no es injerencia. Al contrario: sería injerencia si dijera que está en contra o si lo hubiese dicho antes del fallo.
Me insistían, dos periodistas jóvenes. Yo les dije: está bien que ustedes no estén de acuerdo, pero eso no convierte la opinión de Lamelas en injerencia. No es injerencia coincidir con un fallo judicial firme.
Sobre la relación entre China y Argentina de aquí para adelante. Vos viviste en carne propia esa relación como representante durante el gobierno de Macri. Después vino el Frente de Todos, que no tengo claro cuál fue su vínculo con China, pero vos quizás podés explicarlo. Y ahora está Milei. Supongamos que mañana sos canciller de la Argentina y tenés que diseñar la política exterior: ¿cuál debería ser la relación con China hacia adelante?
La prioridad política de Argentina debe ser la relación sudamericana, porque es donde estamos. El primer circuito es la relación con Brasil. Es como Francia y Alemania en Europa. Esto lo aprendí durante los seis años que fui embajador ante la Unión Europea. Sin la relación franco-alemana, no hay Unión Europea. Incluso Inglaterra estuvo de paseo.
La relación central en Sudamérica es la relación argentino-brasileña. Nos cuesta mucho trabajo, pero lo tengo claro. El mayor esfuerzo de la política exterior argentina debe ser acompañar a Brasil. Antes podíamos ser coautores. Hoy, por errores y retrocesos nuestros, nos toca acompañar. Francia y Alemania están mucho más cerca una de otra que nosotros de Brasil, en términos políticos y económicos.
Yo, como canciller, apoyaría que Brasil tenga una silla permanente cuando se reforme el Consejo de Seguridad. O que ocupe la silla rotativa del Mercosur. Brasil representa el 52% del PBI sudamericano; nosotros apenas el 15%. Las estadísticas sirven para evitar decir boludeces. No somos pares.
Por eso debemos acompañar, pero activamente. Participando. El modelo sudamericano que se imponga lo va a definir Brasil. Y sin conducción de Brasil, no hay Sudamérica. Eso es lo que le falta a Brasil: asumir ese liderazgo. Ellos no se lo creen. Lo discutí muchas veces en Brasilia. El liderazgo no es natural. Uno no lidera por tener poder: lidera cuando lo ejerce.
Además, se tiene que parar...
Exacto. Hay muchas variables. Recuerdo que en la vieja Gaceta Mercantil publiqué, siendo embajador en Brasil, un artículo titulado "David y Goliat". Decía que Argentina y Brasil eran como David y Goliat, pero que en vez de pelearse, decidieron trabajar juntos. Me llamó el canciller de entonces, Luis Felipe Lampreia, a protestar. Le dije: "Pero Luis Felipe, ¡David lo mató a Goliat!". Me respondió: "¡Nosotros les ganamos la guerra a ustedes y ustedes no lo reconocen!". Se refería a la guerra en la que luego la diplomacia inglesa inventó Uruguay.
La verdad es que la creación de Uruguay fue una buena salida. Pero si en vez de pelearse, David le hubiese dicho a Goliat: "Arreglemos esto. Vos sos el rey y yo el primer ministro", se quedaban con el mundo. Esa es mi mirada: acompañar a Brasil, no para que nos pisen, sino para que juntos armemos algo potente.
Si Argentina dijera: "Vengo a acompañar a mi jefe, Brasil", y lo hiciéramos de verdad, tendríamos un Mercosur operativo, 300 millones de habitantes, 20 millones de kilómetros cuadrados de territorio. Rusia tiene 18 millones. Seríamos la sexta potencia mundial. Eso cambia todo. Yo siempre lo hice en las embajadas: largaba a mis colaboradores más jóvenes al frente, y yo iba atrás con la carretilla. Las minas que ellos tiraban, me las quedaba yo.
Y en relación a China, ¿es mejor tener una visión sudamericana o una visión bilateral?
China hace 25 años que va adelante. Te deja quedarte con lo que quieras, con lo que tengas. Pero la realidad es que tenemos que acompañar a Brasil, apuntalarlo para que ejerza su liderazgo regional y tener una unidad geopolítica, económica y cultural sudamericana. No latinoamericana, sudamericana.
¿Y sentís que los chinos lo veían así cuando estabas allá? ¿Que veían en Brasil esa referencia o era más difuso?
Los confundía la CELAC, esta historia de los 34 países de América Latina, que no sirve para nada porque no tenemos agenda. No se puede negociar con eso. En cambio, si vos decís: "Una Sudamérica liderada por Brasil es un socio espectacular para China", ahí estamos en la primera línea.
Una Sudamérica organizada tendría mayor autonomía, más capacidad de inversión, de endeudamiento, de comercio, de turismo. No hay dudas. Es un dato de realismo y de realpolitik.
No lo hemos logrado. Pero los brasileros tampoco llegaron a eso. Mi tarea como futuro canciller va a ser de persuasín: decirles "Dejénse de joder y ejerzan el liderazgo. Pongan un peso, inviertan". Tienen que resolver temas menores con Guyana, Venezuela, Perú, Bolivia, Paraguay. Tienen que ser jefes generosos. Como jefe, ponés cinco y sacás diez. Pero tenés que poner los cinco primero.
Más aún: Brasil ya tiene 370 mil millones en reservas, representa el 52% del PBI regional, tiene estabilidad política y económica. Tiene reconocimiento internacional. No ejerce su rol de potencia regional simplemente porque no lo decide. Pero el día que diga "Acá estoy", lo va a ejercer.
La actitud ideológica de Lula a veces es medio "caprichanga". Pero tiene que asumir ese rol. Viste la escena del abrazo que no fue, porque no sabían dónde poner los brazos. Uno abraza y el otro no. Basta, hermano, dejáte de joder. Le toca a Lula. No importa lo que diga nuestro presidente. El que lidera tiene que asumir la responsabilidad gestual.
Lula tenía que decir: "Ahora que presido el Mercosur”, en vez de invitar a Pedro Sánchez, que se está cayendo a pedazos, o a Petro, que ya no está, vamos a citar a los países del Mercosur más Chile para negociar juntos un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. Ahí está el verdadero liderazgo. Eso es lo que está faltando.
La relación entre China y Estados Unidos es la sociedad entre los dos países más importante en la historia de la humanidad. Representan una tensión fundamental entre Oriente y Occidente. Son el yin y el yang: opuestos pero complementarios, en tensión permanente, pero inseparables.