El sur, el mar y el frío

Una crónica del último rapto de posibilidad argentina —y del último intento de pensar al país desde otro punto del mapa de Occidente—: 1986, cuando Alfonsín quiso mover el eje nacional “hacia el sur, hacia el mar y hacia el frío” y fundar en Viedma–Patagones una nueva capital y una nueva orientación. En el gesto de desplazar el centro desde el río de la Plata hacia la intemperie patagónica se cifraba algo más que una política territorial: una herejía occidental, un intento de salir del eje histórico del poder y repensar desde el borde del mundo qué podía significar todavía un futuro argentino.

por Mariano Canal

1986 fue el mejor año del gobierno de Raúl Alfonsín: en el octubre anterior había derrotado al aún caótico peronismo, que no se reponía de la derrota del 83 y dirimió a cielo abierto en esas elecciones intermedias su futuro entre los renovadores de Cafiero y la vieja guardia sindical de Lorenzo Miguel; el juicio a las juntas militares había concluido con las condenas (inéditas en el mundo para un régimen recién nacido) de los ex dictadores que hasta cinco minutos antes habían tenido poder absoluto sobre vidas y haciendas; el plan económico puesto en marcha por el ministro Sourrouille, una combinación audaz de ortodoxia clásica, cambio de signo monetario y los más avanzados papers sobre estabilización parecían haber domado, al fin, la inflación altísima que se arrastraba desde el colapso del plan Gelbard y que la dictadura había terminado por desquiciar.

Todo parecía, insólitamente, posible en ese anno mirabilis alfonsinista de 1986. Insólitamente porque la carga, la herencia, seguramente no del todo mensurable en ese momento de entusiasmo, resultaría excesiva, absurdamente endemoniada, bajo cualquier circunstancia: una dictadura militar que se destacó en un mar de dictaduras militares por su ultraviolencia; una economía sometida a diversos shocks hasta la agonía, la hiperinflación y el default; una guerra perdida contra una potencia de la OTAN, en las aguas heladas del Atlántico sur, con un costo de vidas y unas heridas que el tiempo no haría más que incrementar a pesar de los esfuerzos negacionistas de gran parte de la sociedad. ¿Podía pasar algo más? 

Y sin embargo ahí estaba Argentina 1986: la inflación era de alrededor de un 2 o 3 o 4% mensual (poco después todo se iría a la mierda, pero no todavía, aunque ya todo se iba incubando), Silvio Rodríguez y Pablo Milanés tocaban -parecía- todos los fines de semana en Ferro, los sábados las familias sintonizaban el programa ómnibus del amable Juan Alberto Badía y veían cruzarse como si nada a Piero, Sandra Mihanovich, Soda Stereo, Virus o los revulsivos Sumo en el todavía amplio paraguas de lo que se llamaba rock nacional. En Los Ángeles, La historia oficial ganaba el Oscar, las bandas de la pesada en situación de desocupación secuestraban empresarios judíos o armenios en zona norte, los culos y las tetas en los kioscos de revistas luchaban por recuperar el terreno libidinal perdido por largos años de oscuridad dictatorial y militancia revolucionaria; un médico anunciaba al mundo, desde los estudios del legendario programa “La noticia rebelde”, la cura del cáncer a partir de un compuesto llamado crotoxina extraído del veneno de las víboras de cascabel; y otro científico, graduado en ginecología pero afortunadamente dedicado a otra cuestión, preparaba a la selección que disputaría el mundial de México, no sin antes tener que sortear serias amenazas de destitución.

Sucesos arbitrarios, grandes y pequeños, de un año argentino en el que el nuevo gobierno planteaba discursivamente una etapa de enormes transformaciones futuras al mismo tiempo que navegaba en el mar de una sociedad que había salido irreversiblemente transformada de la etapa anterior, aunque con contornos que no se llegaban a dimensionar. En ese panorama, en abril de 1986, Alfonsín anunció un ambicioso paquete de reformas, a la altura de ese clima donde todo parecía posible tan sólo con ser formulado, que tenía como punto más destacado el traslado de la capital federal unos mil kilómetros hacia el sur, a la comarca de Viedma y Carmen de Patagones, a poca distancia de donde el rio Negro desagua en el océano Atlántico. 

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Desde hoy, releer el discurso que Alfonsín formuló por cadena nacional el 16 de abril de 1986 suscita la sensación extraña de visitar no sólo una época perdida sino también un lenguaje que ya resulta ajeno. Aun reponiendo, con la trampa que permiten los casi cuarenta años de fracasos transcurridos, el conocimiento de que nada de todo eso se concretó, de que todo eso sería barrido al poco tiempo por los alzamientos carapintadas, el hundimiento del plan Austral, la crisis de la deuda y la derrota electoral, el alcance de las ambiciones de ese discurso tiene algo de delirio, de desanclaje social, de promesa totalmente innecesaria con respecto a las urgencias de un país quebrado y saqueado, pero al mismo tiempo una justificación conmovedora en el sentido de que esos años primeros de democracia eran una ventana de oportunidad única para plantear problemas que la coyuntura nunca tenía tiempo de plantear. Alfonsín lee ese discurso, con más sustancia y más profundidad que el mucho más famoso discurso de Parque Norte de unos meses antes (famoso por sus ghost writers sociológicos, y mucho más fantasmal por eso mismo) y habla de una Segunda República, de una reforma constitucional para ir a un régimen semipresidencialista, de avanzar hacia la informatización de la administración pública, de la descentralización del estado, de abandonar el sistema judicial inquisitorial, de descorporativizar la economía y, finalmente, de cambiar el equilibrio territorial del país, trasladando el eje desde río de la Plata hacia los espacios olvidados, abiertos y todavía no contaminados por el fracaso secular argentino de la Patagonia.

Hay un desbalance brutal entre las ambiciones del discurso y las realidades de un país cruzado por crisis múltiples, pero también hay un planteo desesperado por llamar a la utilización de una oportunidad que Alfonsín ve como única para liquidar dicotomías argentinas que cruzaron los doscientos años desde la independencia: el lugar de Buenos Aires, la debilidad del interior, la centralidad de la pampa húmeda y el litoral, el olvido de la porción sur del país. Pero se trata de un discurso, que más allá de que los sueños presidenciales tengan su peso por mérito propio, más allá de que la retórica florida de Alfonsín llena de guiños épicos, de referencias a Leandro Alem y de un tono ochentista modernizador a la Mitterrand quedará en el plano de lo irrealizable. Alfonsín invocaba el ejemplo de otros países nuevos, extensos y desparejamente poblados para justificar la necesidad de crear una nueva capital que separara la sede del poder político nacional de los grandes centros económicos: así estaba el ejemplo clásico de Washington, construida en unos pantanos a distancia de Filadelfia y Nueva York; de Canberra, alejada de Sydney y Melbourne; y obviamente, de Brasilia, el gran proyecto modernista construido en tiempo récord en la meseta del interior brasileño como signo futurista de un país que se imaginaba cortando lazos con un pasado de atraso. Pero en el caso argentino, lo central del proyecto de traslado no estaba tanto la planificación monumental de una nueva ciudad sino en su ubicación: era el gesto de descentrar el eje nacional desde el litoral rioplatense a las costas patagónicas, mover el centro unos mil kilómetros hacia el sur para privilegiar la proyección oceánica de un país que había relegado esa región a la periferia poblacional y productiva. 

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A mediados del siglo XVIII la nueva dinastía de los Borbones se da cuenta de que la larga costa atlántica que se extendía hacia el sur desde el río de la Plata y hasta el Estrecho de Magallanes (y más allá, aunque eso era todavía terra incognita dentro de la terra incognita) constituía uno de los flancos más desamparados del hiper extenso y ya por entonces crujiente imperio español. Los Borbones, que se proponían como misión el reordenamiento administrativo y la racionalización desde Madrid de la heterogeneidad y diversidad de realidades que era el imperio, se abocaron a la tarea (muy propia del despotismo ilustrado) de centralizar la toma de decisiones y al mismo tiempo fundarlas en una voraz recopilación de datos y estadísticas que los alejaran de las maneras mucho más pragmáticas, negociadoras y flexibles (y por eso tachadas como arbitrarias e irracionales) que había caracterizado a los anteriores monarcas de las casa Habsburgo.

Lanzaron expediciones marítimas para cartografiar las costas de ambos océanos, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego ida y vuelta, que debían levantar los datos sobre las poblaciones costeras y lo que se supiera del interior, además de proveer informaciones sobre posibles nuevos asentamientos y los movimientos de las potencias rivales. Todo este impulso modernizador del aparato estatal imperial tuvo inmensas consecuencias, y no precisamente de las buscadas originalmente, al someter los modos de vida de los distintos rincones del imperio a reformas fiscales y administrativas que hicieron crujir los delicados equilibrios de unas sociedades coloniales habituadas a unos arreglos más o menos institucionalizados entre clases, castas y corporaciones que las habían hecho funcionar durante más de doscientos años. Sin saberlo, esos años de la segunda mitad del XVIII, con todo el ímpetu de las ideas ilustradas marcarían el inicio del fin para el imperio. 

Todo este impulso modernizador del aparato estatal imperial tuvo inmensas consecuencias, y no precisamente de las buscadas originalmente, al someter los modos de vida de los distintos rincones del imperio a reformas fiscales y administrativas que hicieron crujir los delicados equilibrios de unas sociedades coloniales

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 La cuestión de las fronteras del imperio español en sus últimas estribaciones, al norte en los territorios californianos y al sur en los patagónicos, se volvió de primera importancia por el giro que daría el mundo atlántico a partir de la guerra de los Siete Años que enfrentó a Inglaterra contra Francia y España, entre 1756 y 1763, el primer conflicto verdaderamente global (con enfrentamientos entre potencias en lugares tan disímiles como Calcuta, la Silesia polaca, Colonia del Sacramento o los oscuros bosques del Canadá) y del que el imperio británico saldría como gran triunfador gracias a su incontestable poderío naval que marcaría desde entonces y por más de un siglo su dominio, fundamentalmente, del espacio atlántico. Esa derrota española aceleró los planes tecnocráticos (por usar un anacronismo) del gobierno modernizador (otro anacronismo) de los Borbones para reforzar el control sobre las zonas más desprotegidas del imperio. En 1774 la publicación en Londres de los viajes alrededor de la Patagonia de un jesuita inglés, el padre Falkner, alertó a los agentes españoles que los planes de la Pérfida Albión sobre esos territorios inhóspitos, sólo españoles de nombre, podían perfectamente estar en marcha.

Con abierta inocencia imperialista, el padre Falkner (que como cualquier europeo hasta entonces apenas había visto la región desde el barco o, a lo sumo, acampado en sus playas un par de semanas) razonaba que “si a una nación cualquiera se le antojase poblar esta tierra será asunto de tener a los españoles en continua alarma. Los indios de las orillas del río se enrolarían en la expedición por amor al botín y de este modo será factible la caída de Valdivia e incluso de Valparaíso en poder del enemigo”. Indios amigos al mejor postor y un paso (imaginario, pero entonces no se sabía, como no se sabía verdaderamente nada de la Patagonia) hacia Chile remontando alguno de los ríos que desaguaban en la costa atlántica, bastaban para prender todas las alarmas en los elefantiásicos ministerios de la burocracia borbónica. Al mismo tiempo, por esos años Inglaterra comienza a empantanarse en la guerra de la independencia de las colonias norteamericanas en la que terminarán involucrándose Francia y España, las anteriores derrotadas.

Para 1778, el panorama parece perdido para los ingleses y el gobierno español razona, con bastante lógica, que su poder naval y sus ambiciones imperiales tenderá a redirigirse hacia las zonas más débiles del blando vientre español. Una de las cabezas ilustradas del rey Carlos III, el ministro conde de Floridablanca (los nombres son magníficos) lo dice claramente: “Desesperanzados los Ingleses de recobrar las vastas posesiones que ven substraídas de su dominio en América Septentrional con tanto menoscabo de su marina y comercio, y consiguientemente de su extensivo poder, les es ya indispensable pensar en hacer alguna adquisición en América Meridional, la cual sirva al mismo tiempo de empleo y de fomento a sus pesquerías, navegación mercantil y fuerzas navales, y prometa a la Potencia Británica para lo sucesivo alguna competente indemnización de la gran pérdida que ha padecido.”

La Patagonia no había representado para el imperio español hasta entonces una zona digna de importancia, al menos en el sentido de llevar a cabo un esfuerzo colonizador. El imperio era demasiado gigante, demasiado complejo, demasiado desmesurado, demasiado desafiante. Abarcaba desde viejos imperios indígenas sofisticados y ricos a zonas fronterizas inhóspitas y violentas; una geografía imposible por lo extensa y lo intrincada hacia que las comunicaciones se dilataran por meses o años; abarcaba desde ciudades con cien mil habitantes a puestos de frontera imposibles, habitados por funcionarios caídos en desgracia y presidiarios patibularios; iba de universidades donde se discutían incluso los tratados filosóficos prohibidos por la Inquisición a poblados donde las figuras del Inca o del último Tlatloani aún estaban vivas y presentes. En ese contexto, la frontera atlántica sur, la Patagonia fue durante siglos apenas poco más que un contorno dibujado en las cartas de navegación, como mucho un territorio mitológico de gigantes y ciudades perdidas que aguardaban a exploradores que nunca llegaban.

Magallanes, que fue el primero en desembarcar en esas costas para capear el invierno, en 1520, no sólo bautizó la región y a sus pobladores (en rigor, su cronista de a bordo, Antonio Pigafetta, que como un Quijote intoxicado por las novelas de caballería emparentó a los muy sorprendidos tehuelches con personajes de fábulas europeas y los llamó patagones) sino que también derramó la primera sangre, cuando en la bahía de San Julián mandó a ahorcar a los tripulantes que se habían amotinado en su contra. Setenta y siete años después de esas ejecuciones, y esto muestra la virginidad casi extraterrestre de esas tierras, cuando el pirata Francis Drake buscó refugio en la caleta de San Julián se encontró con los maderos del patíbulo intactos y desde entonces ese lugar se sigue llamando Punta Horca. 

Magallanes, que fue el primero en desembarcar en esas costas para capear el invierno, en 1520, no sólo bautizó la región y a sus pobladores sino que también derramó la primera sangre

La desesperada movida borbónica por adelantarse a una potencial ocupación inglesa, y a la amenaza concreta que representaban el creciente tránsito marino hacia el Pacífico vía el estrecho de Drake y la presencia británica en las Islas Malvinas, condujo a la elaboración del primer proyecto Patagonia, el original: los planificadores madrileños decidieron ordenar el poblamiento de esas costas con al menos cuatro nuevos asentamientos y lo hicieron según los principios al uso de la época: la instalación de pequeños enclaves de frontera donde se combinaran las funciones defensivas que marcaran con su presencia la soberanía imperial y el poblamiento con colonos hábiles en las tareas agrícolas que permitieran, con el tiempo hacer de esas lejanas avanzadas núcleos autosustentables. Al mismo tiempo que esto se intentaba en el extremo sur, se hacía algo parecido para la frontera del extremo norte californiano: por esos años se fundarían San Diego, Monterrey y San Francisco.

Se eligió como lugares para esos futuros poblados la Bahía Sin Fondo (el ominoso nombre de lo que ahora conocemos como Golfo de San Matías) y mucho más al sur las caletas de Puerto Deseado y San Julián, cercanas a lo que literalmente era el fin del mundo conocido. Resulta conmovedor seguir el detalle de esa planificación burocrática en algún palacio de Madrid, con cartas y órdenes demencialmente precisas cruzadas hacia Buenos Aires y Montevideo; expedientes de compra de insumos y enseres de todo tipo para montar pueblos que estarían ubicados en lugares de los que se sabía sólo lo que unos marineros tal vez un siglo antes habían alcanzado a esbozar en bitácoras y mapas dibujados a mano alzada; contratos de trabajo ofrecidos por pregoneros en aldeas de Galicia, Asturias o Andalucía para reclutar familias campesinas dispuestas a embarcarse a un lugar desconocido a cambio de tierra, semillas, herramientas y alojamiento; funcionarios de todo el escalafón escribiendo reglamentos, diseñando la disposición que tendrían los edificios según los principios del buen diseño urbano dieciochesco, anticipando qué perfil de habitantes se necesitaría, negociando los barcos y las fechas de partida y llegada, aterrorizados para cumplir los plazos impuestos desde arriba, anticipándose a todos los posibles contratiempos, soñando con cómo negociar y evangelizar con los formidables salvajes descriptos por Pigafetta. Lo más sorprendente de todo es que esa tarea se cumplió en menos de un año y para finales de 1778 las primeras embarcaciones con colonos españoles estaban zarpando hacia el Río de la Plata. 

En Buenos Aires y Montevideo se reunió el resto de la expedición al mando de Francisco de Viedma, encargado de poblar la Bahía Sin Fondo y de Juan de la Piedra (otro nombre magnífico) que haría lo mismo, pero en la Bahía de San Julián. Eran cuatro naves que, además de los colonos transportaban “cien hombres de infantería, veinte de artillería, cinco oficiales, capellanes, cirujanos, artesanos, setenta negros y una tripulación de noventa y cuatro marineros” y que para el día de Reyes de 1779 se encontraban ya fondeados en la Bahía Sin Fondo, en la que desembarcaron al día siguiente en una lengua de tierra que no figuraba en un ningún mapa. Era el pequeño istmo que une el continente con la Península Valdés, no muy lejos de donde hoy parten las alegres lanchas de excursión para avistar ballenas y donde todavía un monolito vandalizado recuerda el nombre de Juan de la Piedra.

 Lo que siguió se parece bastante a muchas de las clásicas historias de la locura americana que atravesaron a los conquistadores, adelantados, exploradores españoles: la fundación de un asentamiento extremadamente precario en medio de un clima y un entorno hostil refractario a las disposiciones que los burócratas imperiales habían previsto; la búsqueda de una fuente de agua dulce para suplir a decenas de personas recién desembarcadas y desorientadas; las pequeñas rencillas de poder entre los jefes de la expedición, cada vez más amargas, a tono con la desolación del paisaje; la preocupación por la cantidad de víveres, incrementada al no ver alrededor más que arbustos y ningún árbol y sentir el ruido de unos vientos que no tienen nada que ver con los vientos de la vieja España. Fundan en ese lugar un pequeño fuerte, que tendría que servir como apoyo para las expediciones que seguirían más hacia el sur, al que llamaron La Candelaria pero que reconocieron como difícilmente apto para cumplir con la misión agrícola encomendada por la Corona, aunque, con esos destinos estilo Zama tan propios de las colonias hispanoamericanas, perduraría habitada más de treinta años, hasta terminar arrasada por un malón tehuelche en el por otras razones significativo año de 1810.

La historia de Carmen de Patagones se desprende de ese primer poblamiento y del enfrentamiento entre los dos jefes de la expedición, Viedma y De la Piedra, sobre cómo continuar los planes trazados originalmente. Sin llegar al drama paranoico de un Lope de Aguirre o de un Pedro de Mendoza, Juan de la Piedra desesperado al ver que no llegan barcos con nuevas provisiones para continuar hasta San Julián y los colonos empiezan a mostrar los primeros síntomas del previsible escorbuto decide abandonar la población y volver a Montevideo. Al mismo tiempo se envían misiones de reconocimiento por los alrededores en busca de lugares más aptos para un asentamiento permanente. Es ahí donde se descubre la desembocadura del rio Negro y al remontar ese curso de agua, generoso, fértil y tan diferente en cuanto a vegetación y condiciones para un poblamiento permanente que la pobreza del asentamiento original, Viedma decide trasladar al grueso de los colonos hacia allá.  

No es necesario ser un Alfonsín para ver la grandiosidad de ese curso inferior del rio Negro: cualquiera que visite hoy las ciudades gemelas de Viedma y Carmen de Patagones puede apreciar el correr del rio, ancho, desesperado para desaguar en el océano Atlántico, a unos pocos kilómetros, flanqueado en todo su curso por tierras verdes, una especie de tierra prometida esperando sus buenos colonos. Viedma no lo duda un segundo (y hablamos literalmente de días medidos en gente muriendo de escorbuto) y traslada el grueso de la población a ese nuevo fuerte sobre el rio Negro. Se llamará Nuestra Señora del Carmen, pero la necesidad del comercio con los indígenas para sobrevivir le agregará el nombre de Nuestra Señora del Carmen de Patagones.

Era el año 1779, era un enclave a mil kilómetros de Buenos Aires, era un asentamiento de unas decenas de colonos asturianos más unas decenas de funcionarios virreinales, marineros y presidiarios, tipos contratados para ejercer oficios diversos a cambio de purgar sus penas. Una compañía humana de lo peor pero que increíblemente sobrevivió pese a todo. Ese fuerte del Carmen se convirtió en la única avanzada española en la Patagonia, porque pocos años después, en 1784, desde el virreinato del Rio de la Plata llegó la orden de abandonar todos los puestos de avanzada en la Patagonia, y así sería por exactamente cien años, ya desaparecido el imperio español, ya formada la nueva Argentina con sus mil encarnaciones y guerras civiles, hasta que Roca en 1879 extendiera definitivamente la presencia estatal al sur del rio Colorado.

Así que el Carmen, desde ese embrión borbónico nacido de un plan de extensión y defensa del extremo sur atlántico, abortado por los problemas financieros del imperio, permanecería como un enclave desanclado y olvidado de Buenos Aires en medio de una región áspera y donde todo, desde el cultivo de hortalizas a la cría de ganado, desde la edificación de las viviendas a la obtención de carne para alimentarse, lleva la marca de la hostilidad del ambiente y de la presencia ambigua de los indígenas que reinan extra muros. 

Francisco de Viedma, el fundador del enclave y primer gobernante durante esos años iniciales ejemplifica una política de supervivencia del asentamiento signada por la negociación con los indígenas que miran a la nueva población más que con hostilidad con deleite ante una fuente de nuevas oportunidades de trueque. Son elocuentes los informes que Viedma remite al virrey de Buenos Aires pidiendo constantemente más mercancías de las que se necesitan para intercambiar con los indios: yerba mate, tabaco y aguardiente, la santa trilogía del trueque estupefaciente colonial a cambio, básicamente, de parte del ganado vacuno y los caballos robados más al norte, en las fronteras de Buenos Aires. Por ejemplo, en algún momento desesperado les escribe a los funcionarios del virrey: “de aguardiente  ha  venido  muy  poco,  y  presto  no  quedaremos   sin   tener  con  qué  comprar  Bacas,  y  Caballos  a  los  Yndios”.

Lo que hay en esos primeros meses y años es una lucha desesperada por la supervivencia con todo en contra: la asistencia desde Buenos Aires es irregular, inconstante y el proyecto civilizatorio autónomo basado en la agricultura y los saberes que esos colonos traen desde sus tierras del norte de España se enfrenta a la aridez del suelo y las condiciones de aislamiento de última frontera atlántica. ¿Qué representaba ese fuerte y población del Carmen en 1780? Agotado el impulso planificador que lo había concebido unos años antes todo parecía volver a la lógica del abandono que había primado durante los siglos anteriores. Buenos Aires, ahora convertida en capital de un virreinato que incluía al norte las riquezas inagotables del Cerro Rico del Potosí y con un puerto por el que aprovechar las nuevas disposiciones comerciales que habilitaban la salida y entrada de mercaderías (más las ventajas de la periferia para el contrabando) parecía volver a desentenderse de ese plan de proyección hacia el sur patagónico, demasiado lejano, demasiado caro de sostener, demasiado pretencioso para las condiciones actuales del reino.

Viedma mantuvo como pudo el asentamiento, principalmente ejerciendo una diplomacia con los caciques de la zona basada en la mutua necesidad y aprovechando la condición de última población antes del fin del mundo para relacionarse con toda la fauna de la marinería que se aventuraba a esas latitudes, lo que obviamente incluía gente que estaba más allá de los límites legales previstos oficialmente, pero que eran parte de ese mundo atlántico del siglo XVIII: balleneros, barcos espías, corsarios de buenos modales que atracaban buscando agua y provisiones para seguir su ruta, sin hacer muchas preguntas incómodas. En la lotería de los nombramientos de la burocracia colonial, Viedma sería a los pocos años ascendido a gobernador de otro territorio, uno que no tenía nada que ver con el litoral patagónico, pero con mejores perspectivas para un funcionario: la zona de Santa Cruz de la Sierra, en Alto Perú, la actual Bolivia, donde finalmente moriría en 1809. Su reemplazante en la Patagonia fue el execrado Juan de la Piedra, ya absuelto de sus sumarios administrativos y que retornó al sur con unas ideas un tanto más radicales.

Cortó la política de diplomacia con los indígenas a cambio de ganado y cueros y se embarcó en un raid punitivo contra las tolderías cercanas. Remontó el rio Negro hasta las cercanías de la isla de Choele Choel donde masacró unos asentamientos indios y después se empecinó en la idea de abrir un corredor terrestre entre el Carmen y Buenos Aires, es decir atravesar cerca de mil kilómetros de territorio dominado por los diferentes núcleos indígenas. En 1785 organizó una gran incursión a la zona de la Sierra de la Ventana en la que sus columnas terminaron rodeadas por los ejércitos indios y el malogrado Juan de la Piedra muerto, según dicen las crónicas, de un infarto a la par que 38 soldados eran lanceados o abatidos con boleadoras y otros cientos capturados (entre ellos cierto León Ortiz de Rozas, padre de un futuro gobernador de Buenos Aires) que permanecerían cautivos por más de un año. Así terminó esa primera fase del poblamiento de la Patagonia y lo que siguió fueron unas largas décadas de hibernación hasta que casi doscientos años después un presidente en la breve cima de su popularidad la volviera a poner en primer plano. 

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¿Qué pasó con el Proyecto Patagonia de Alfonsín y, especialmente, con el traslado de la capital a Viedma después de ese anuncio tan sorpresivo? De una manera muy argentina, el tema acaparó los titulares durante los primeros días y obligó a pronunciarse al respecto a los principales dirigentes, pero desde el principio sobrevoló cierta atmósfera de irrealidad. Los radicales de todo pelaje, obviamente, respaldaron la iniciativa y desempolvaron los viejos argumentos que desde el siglo XIX se acumulaban contra la capitalía de Buenos Aires, sumados a los evidentes desequilibrios de la centralidad económica y política porteña. Siempre el federalismo en su vena más resentida y antiporteña es un filón de inagotable popularidad, casi automática.

También los dirigentes del peronismo del interior, puestos a opinar ante una medida totalmente sorpresiva y de la que no habían tenido la menor noticia a pesar de que nada menos que cambiaba el equilibrio político y territorial del país, se mostraban favorables a quitarle poder a la ciudad puerto y contrabalancear el peso del interior. Apenas los liberales de Alsogaray y el mundo que orbitaba alrededor suyo en los centros de estudios y los medios de ese palo planteaban la cuestión del costo fiscal del traslado, de lo que implicaría construir toda una nueva infraestructura y una mudanza obligada de miles de empleados públicos hacia el sur. Pero 1986 era la ventana de oportunidad para el alfonsinismo y el éxito del Plan Austral más la impronta carismática de Alfonsín y la desorganización general de la oposición hicieron que el proyecto continuara, al menos discursivamente, su ruta legislativa. 

En Viedma y Carmen de Patagones las cosas eran diferentes: Alfonsín había aterrizado en la capital rionegrina un par de días después del discurso en cadena nacional donde anunciaba el Proyecto Patagonia y la voluntad de trasladar la capital federal y desde los balcones del ministerio de Economía provincial (un gran edificio a metros del rio Negro, desde donde se pueden observar las barrancas de Carmen de Patagones) pronunció el famoso discurso sobre “el mar, el sur, y el frío”. Tal vez uno de los mejores discursos de quien fue un gran orador, empieza diciendo: “La sociedad argentina tiene conciencia de que solamente puede emerger de la crisis marchando hacia adelante.” Después entronca con toda una recapitulización de la historia argentina en donde la organización nacional desde el modelo agroexportador (vieja crítica de un yrigoyenista a los conservadores, después de todo) deviene en la macrocefalia de Buenos Aires y en los desequilibrios económicos que terminaron lastrando el desarrollo argentino.

La decadencia argentina, decía Alfonsín esa tarde frente a una pequeña multitud reunida para escuchar más detalles sobre su futuro como nueva capital, sólo se revertiría con la convicción de “que el país necesita vertebrarse virilmente, endurecerse, plantar su energía y su rostro a la intemperie del futuro, asentado firmemente sobre sus pies.” Y a partir de ese momento, desgrana toda una épica que vinculaba cierto espíritu pionero sureño con la puesta en valor de la Patagonia como región estratégica para impulsar el desarrollo argentino: están las menciones a los grandes espacios abiertos, a la impetuosa naturaleza de los ríos y los bosques, al carácter de frontera de un territorio donde todo está por hacerse, hay un llamado explícito a pensar esos territorios como una nueva promesa argentina, una segunda oportunidad, después de un siglo de fracasos, para enderezar lo que se torció en el camino. Incluso el fantasma cercano de Malvinas es invocado como una muestra de lo que significó el olvido del Atlántico austral, que si se hubiera desarrollado de manera armónica con el resto del país habría servido como barrera para las ambiciones imperiales británicas. 

La decadencia argentina, decía Alfonsín esa tarde frente a una pequeña multitud reunida para escuchar más detalles sobre su futuro como nueva capital, sólo se revertiría con la convicción de “que el país necesita vertebrarse virilmente, endurecerse, plantar su energía y su rostro a la intemperie del futuro, asentado firmemente sobre sus pies.” 

Poco después de ese discurso el gobierno produjo un corto televisivo, de unos pocos minutos, que sintetizaba el mensaje de Viedma y lo acompañaba con una serie de imágenes sobre el sitio de la nueva capital. Es una pieza extraordinaria y que se puede encontrar en Youtube. Con una música instrumental estilo Vangelis y tomas aéreas que sobrevuelan las playas heladas, los acantilados, la desembocadura del rio Negro, se intenta mostrar la majestuosidad natural del entorno. Luego aparecen unos segundos de metraje en blanco y negro mostrando a pioneros patagónicos con sus carretas, sus almacenes pueblerinos, bajando de un tren, formados frente a la bandera en lo que uno imagina alguna celebración patria de principios de siglo XX. Finalmente hay unas tomas en movimiento por las calles de Patagones y Viedma, pero lo que más resalta es la ausencia total de gente, de movimiento humano, de vida urbana real.

El corto, pensado para promover la idea de esa nueva oportunidad, sureña, fría, marítima para la Argentina termina dejando la sensación de un entorno natural agreste, sin dudas hermoso y cuasi virgen, pero difícilmente atractivo para esos miles de empleados públicos, funcionarios y políticos que ya se imaginarían teniendo que abandonar la grandiosidad de Buenos Aires para convertirse en pioneros de la nueva utopía alfonsinista. Hay una sola persona real, viva, que aparece en el corto: sobre el final se ve la espalda de Alfonsín, caminado por un jardín mientras en off se escucha su voz repitiendo el mantra central de su llamado: “Es indispensable crecer hacia el Sur, hacia el mar y hacia el frío, porque el Sur, el mar y el frío fueron casi las señales de la franja que abandonamos, los segmentos del perfil inconcluso que subsiste en la Argentina.”

El plan Viedma-Patagones sufrió el mismo vaivén que el gobierno de Alfonsín. Ese 1986 fue tal vez el último de relativa expansión política, luego todo fue una escalera descendente: el plan Austral dejó de contener la inflación, los levantamientos carapintadas marcaron los límites que la nueva democracia tenía aún en la cuestión militar, el peronismo ya reorganizado ganó las elecciones legislativas y las ensoñaciones apenas esbozadas de un tercer movimiento histórico o de transformaciones profundas que cambiaran de raíz el curso del país quedaron envueltas en las urgencias de la supervivencia política.

Notablemente el proyecto Patagonia cruzó con éxito su paso por el Congreso, siendo aprobado tanto en Diputados como en el Senado, con mayoría peronista. Fue creado un ente encargado de planificar el traslado de la capital y las obras necesarias para adaptar a esas dos ciudades (que sumaban poco más de 50 mil habitantes) a una expansión urbana que debía llevarlas a recibir, en la primera etapa, unos 150 mil nuevos pobladores.

El ente funcionaba en unas lujosas oficinas de la Avenida Libertador y a Viedma apenas se alcanzaron a iniciar unas obras de cloacas y agua y algunos monoblocks para acomodar a los crédulos que se mudaron pensando en las perspectivas que tendrían en la construcción de la nueva ciudad. Varios terrenos y parcelas sí cambiaron de manos aprovechando el subidón inmobiliario que se esperaba se concretara con el desembarco de las autoridades federales. Y no mucho más. Alfonsín repetía años después aquello de “me tendría que haber instalado allá aunque sea en carpa”. La distancia entre un discurso épico y articulado y las realidades operativas del estado argentino pocas veces fue tan grande. No fue, es verdad, la primera vez que planes juiciosamente elaborados a distancia se estrellaban contra la dureza de esas costas.