El amor en Occidente
Del modelo del amor eterno al auge de las terapias, las canciones pop y las separaciones consensuadas: cómo se reinventó el amor en Occidente en un siglo marcado por la tensión entre mandato y deseo. El amor en Occidente según Joaquín Linne.
por Joaquín Linne
El siglo del amor moderno
En el siglo XX, el amor fue más que una vivencia privada: se convirtió en dispositivo cultural, ficción socialmente organizada y anhelo masivo. En ese marco se consolidó el ideal romántico-monogámico como núcleo de la pareja y de la familia moderna, sostenido por narrativas poderosas, instituciones estables y mandatos de género bien definidos. A la vez, las transformaciones sociales, políticas y tecnológicas comenzaron a tensionar ese ideal y a reconfigurar las formas de vincularnos.
Desde los radioteatros y las novelas de Corín Tellado hasta clásicos de Hollywood como Lo que el viento se llevó o Casablanca, el amor romántico se volvió ubicuo. La cultura popular lo retrató como una fuerza totalizante —a veces trágica, otras redentora, casi siempre heteronormada— que prometía plenitud y sentido. Pero esa omnipresencia no trajo estabilidad: fue escenario de desplazamientos, fracturas y resignificaciones.
A lo largo del siglo XX, el amor se movió del mandato sacrificial a la búsqueda de realización, sin abandonar el conflicto. Del papel perfumado al chat, del altar al diván, de la promesa de eternidad al divorcio consensuado, este artículo recorre las mutaciones del amor moderno: sus formas, sus lenguajes y sus tensiones. Un amor que —como el siglo que lo moldeó— condensa promesas y contradicciones que todavía hoy nos habitan.
A lo largo del siglo XX, el amor se movió del mandato sacrificial a la búsqueda de realización, sin abandonar el conflicto. Del papel perfumado al chat, del altar al diván, de la promesa de eternidad al divorcio consensuado, este artículo recorre las mutaciones del amor moderno

Entre mandatos de sacrificio y horizontes de compañerismo
Durante gran parte del siglo XX, el amor se pensó bajo la gramática del deber. Inscripto en estructuras patriarcales, normas religiosas y roles de género rígidos, se valoraba sostener “a pesar de todo”: ceder, adaptarse, soportar. La estabilidad institucional pesaba más que la realización subjetiva; él proveedor, ella cuidadora. Hubo, por supuesto, parejas de mutuo cuidado y ternura, pero el guión dominante privilegiaba la permanencia por encima del bienestar. En muchas ciudades, llegar a los treinta sin casarse ni tener hijos aún cargaba un estigma: más destino que elección, la familia se concebía como trayectoria “normal”.
Ese ideal empezó a resquebrajarse a medida que cambiaba la sociedad. En las ciudades occidentales, la incorporación masiva de mujeres al trabajo asalariado, la expansión educativa, la revolución sexual y la anticoncepción corrieron el eje del deseo. El lenguaje terapéutico fue ganando terreno sobre el mandato de soportar —bienestar emocional, comunicación, autoestima—. En el plano normativo, las reformas del divorcio normalizaron la salida legal sin estigma: en Argentina llegó en 1987; en Estados Unidos, durante los años setenta se expandió el divorcio “sin culpa” (no-fault divorce, que ya no exige probar faltas como adulterio o abandono, sino que admite la simple declaración de ruptura irreparable).
Así emergió un horizonte de amor compañero: vínculos más horizontales, basados en reciprocidad, diálogo y afinidad electiva. No solo “hacer familia”, sino construir un espacio de cuidado mutuo donde la libertad individual no fuera incompatible con el compromiso. Nada de esto fue lineal ni homogéneo. Viejas y nuevas formas convivieron —y conviven— en tensión. La violencia de género siguió (y sigue) operando como trama silenciada bajo la idea de que lo privado no se discute, hasta que los feminismos instalaron con fuerza que lo personal es político. En paralelo, en regiones como Asia meridional y el Golfo Pérsico, la transformación cultural y legal fue más gradual.
Tecnologías del amor: pantallas, interfaces y afectos mediatizados
Si el siglo XX abrió con cartas manuscritas, citas en bailes y amores cultivados en la cercanía, hacia su final ya se gestaba una mutación profunda en las formas de encontrarse y sostener vínculos. La telefonía fija, el contestador y el correo electrónico alteraron el régimen de espera y la lógica epistolar; luego llegaron los mensajeros (ICQ, MSN), los chats de Terra/LatinChat y los SMS, que inauguraron una temporalidad acelerada. No solo importaba qué se decía, también cuándo, cómo y con qué gesto digital —un “visto”, un silencio, un emoji— se respondía.
A fines de los noventa y comienzos de los 2000, los sitios de citas como Match.com propusieron otro paradigma: el del encuentro gestionado por perfiles, formularios y filtros. La identidad amorosa empezó a presentarse como un relato editado —curado, estratégico— mediado por la interfaz
A fines de los noventa y comienzos de los 2000, los sitios de citas como Match.com propusieron otro paradigma: el del encuentro gestionado por perfiles, formularios y filtros. La identidad amorosa empezó a presentarse como un relato editado —curado, estratégico— mediado por la interfaz. Con la masificación del smartphone y la expansión de las redes sociales (Facebook abierto globalmente desde 2006; Instagram desde 2010), la visibilidad de los vínculos se volvió parte constitutiva de la vida afectiva. Estados sentimentales, fotos, comentarios y likes funcionaron como señales de validación, orgullo o conflicto. La pareja comenzó a narrarse en público, y esa exposición habilitó nuevas formas de sintonía… y de vigilancia suave.
Las tecnologías no solo facilitaron encuentros: reconfiguraron la textura emocional del vínculo. Hicieron posible sostener relaciones a distancia, multiplicar conversaciones en paralelo, intensificar la presencia mediante notificaciones permanentes y, también, introducir modos de desconexión abrupta como el ghosting. La presencia se negocia hoy en tiempos de respuesta, íconos y microseñales visuales. El deseo se dosifica en microseñales —likes, reacciones, stories— que activan la atención y la expectativa, pero no aseguran continuidad.
Este nuevo régimen de señales y tiempos amplifica las oportunidades de encuentro y, a la vez, abarata los costos de salida. Se inician vínculos con facilidad, pero sostenerlos exige más coordinación y cuidado: las notificaciones intensifican la presencia, mientras que las microdistancias —esperar, posponer, silenciar, dejar de seguir— erosionan la continuidad. La intensidad se reparte en chispazos —mensajes, reacciones, vistos— que encienden el ánimo sin garantizar proyecto.
Desde 2012, el ecosistema de aplicaciones de citas profundizó la lógica de perfiles y filtros, y en 2020 los confinamientos globales aceleraron la digitalización del lazo. Hubo más acceso y contacto, pero también más fricción de salida y mayor “negociación de visibilidad” del vínculo en la esfera pública digital.
El siglo XX dejó una paradoja persistente: el amor se idealizó como nunca y, a la vez, se volvió más inestable.
Las paradojas del amor moderno
El siglo XX dejó una paradoja persistente: el amor se idealizó como nunca y, a la vez, se volvió más inestable. La promesa romántica —única, exclusiva, duradera— continuó como horizonte, incluso cuando se aflojaron las condiciones sociales que la sostenían. La convivencia dejó de ser destino, el divorcio se normalizó y las separaciones ingresaron al repertorio vital. El amor, antes sentido como destino, empezó a pensarse en ciclos, temporadas y aprendizajes.
Al mismo tiempo, se amplió el mapa de lo deseable y lo posible. Los movimientos LGBTQ+ y los feminismos impugnaron la matriz heterosexual, monogámica y reproductiva del vínculo hegemónico. Surgieron configuraciones diversas: parejas del mismo género, familias reconstituidas, convivencias sin cohabitación, relaciones abiertas, vínculos poliamorosos y triadas (triejas), maternidades y paternidades en solitario, amistades sexoafectivas y también la soltería elegida como forma legítima de habitar lo vincular.
El imaginario contemporáneo de abundancia —alimentado por redes y apps— reconfiguró las condiciones del encuentro. La hiperdisponibilidad afectivo-sexual no suprime la soledad estructural, pero multiplica experiencias de búsqueda, exposición y fugacidad. Al mismo tiempo, sube la vara: se espera que la pareja combine deseo y ternura, afinidad política y proyecto de vida, comunicación transparente, crecimiento personal e inteligencia emocional. No tanto un “para siempre”, sino un “que funcione bien aquí y ahora”, sometido a evaluación continua.
En ese marco proliferan formas de evitación y ruptura súbita: ghosting (corte sin respuesta), curving (responder espaciado y en modo evasivo para enfriar) y orbiting (mantener presencia periférica —ver stories, dejar señales— sin contacto directo ni compromiso). La ausencia dice y el silencio significa.
En buena parte de Occidente y también en regiones de Oriente se observan descensos de natalidad y de matrimonios. Encuestas en Europa, América del Norte y Asia oriental registran, entre jóvenes, menor frecuencia de relaciones sexuales que décadas atrás. Las causas son múltiples —tiempos laborales, vivienda, expectativas más altas, cambios culturales—. En entornos hiperurbanos muy digitalizados, los microestímulos constantes de las pantallas a veces compiten con el encuentro presencial y otras conviven con él.
Convergencias urbanas: las grandes metrópolis hipertecnologizadas —con más hogares unipersonales, convivencia con roommates o mascotas y redes densas de servicios— tienden a parecerse más entre sí que a sus propios entornos rurales o pequeñas ciudades, tanto en Occidente como en Oriente. Es una tendencia, no una regla: persisten modulaciones locales —religiosas, de clase, étnicas— que introducen diferencias relevantes en las prácticas sexoafectivas.
Así, el amor contemporáneo oscila entre más libertad y más exigencia; entre democratización del deseo y fragmentación de las prácticas; entre autonomía individual y nostalgia por un “nosotros” sostenido. Filtrado por pantallas y nuevas gramáticas, el amor persiste como apuesta situada: requiere negociar expectativas, cuidar los tiempos y elaborar modos de continuidad en un entorno de aceleración y sobreestimulación.
Afectividad y subjetividad: del mandato social al amor hiperconsciente
El amor nunca estuvo por fuera de las estructuras sociales. Alianzas de clase, arreglos económicos y estrategias familiares han organizado históricamente el emparejamiento. Antes del siglo XX, casarse no era una experiencia universal ni estrictamente “romántica”: en muchos contextos rurales o populares primaban convivencias informales y, en sectores urbanos del XIX, el matrimonio operaba como dispositivo patrimonial, religioso y de honor. Afirmar que antes el amor era “solo sentimiento” borra su densidad simbólica y moral: amar implicaba riesgos y costos —de clase, de género, de honor, de reputación.
Con el siglo XX —expansión del Estado-nación, registro civil, escolarización y emergencia de clases medias— el matrimonio se masificó y el ideal romántico se volvió horizonte accesible. La fórmula “sí, hasta que la muerte nos separe” dejó de ser privilegio aristocrático y pasó a promesa extendida. En paralelo, una industrialización afectiva (cine, radio, televisión, canción popular) difundió guiones que consolidaron la pareja monogámica, heterosexual y estable como núcleo de bienestar y ciudadanía.
A la vez, avanzó la psicologización del amor. Desde mediados de siglo, psicoanálisis, psicología y autoayuda forjaron una gramática íntima —“vínculo sano”, “dependencia emocional”, “relación tóxica”— que volvió evaluable la experiencia amorosa. La terapia se expandió como práctica y como lenguaje; el sufrimiento por amor pasó a ser tratable y, en ocasiones, evitable. El impulso de los feminismos y la revolución sexual desnaturalizó la violencia intramuros y disputó el credo del sacrificio, instalando que “lo personal es político”. La legalización del divorcio —en Argentina, 1987— institucionalizó la ruptura sin clandestinidad ni estigma.
No desapareció el romanticismo: se reconfiguró. Del mandato colectivo se pasó al proyecto individual y, con esa liberación, llegó otra presión. Elegir bien, comunicar mejor, gestionar emociones, sostener el deseo, consensuar reglas. La pareja devino institución exigente y de alto rendimiento simbólico. Ya no alcanza con compartir estabilidad material: se reclama afinidad emocional, sexualidad activa, crecimiento mutuo y validación continua.
Desde diversos feminismos lo denominan trabajo afectivo, categoría que toma y amplía la idea de “trabajo emocional” desarrollada por Arlie Hochschild para el mundo laboral, aplicada aquí a la vida íntima. El trabajo afectivo refiere al conjunto de tareas de sostener el clima del vínculo (comunicación, contención, coordinación, articulación de agendas, resolución de conflictos, distribución de cuidados y “carga mental”), que han recaído desproporcionadamente en las mujeres, y hoy se renegocian -o se sobrellevan- con mayores tensiones.
El resultado de la ampliación de opciones respecto a las herramientas para elegir partenaires no fue necesariamente mayor consistencia y duración en las relaciones afectivas, sino mayor experimentación, reflexividad (racionalidad + intuición) y exigencia: más separaciones consensuadas, diversidad de formatos (relaciones abiertas, vínculos fluidos, amistades sexoafectivas, convivencias sin cohabitación, familias humano-animal) y negociación cotidiana más explícita. La estabilidad cedió terreno frente a la búsqueda de autenticidad y bienestar subjetivo. En el pasaje al XXI, esa reflexividad se intensificó: el amor se volvió hiperconsciente. No solo se vive, también se teoriza, se problematiza, se mide. La pareja opera como laboratorio íntimo donde se ensayan valores —lealtad, autonomía, cuidado— y se monitorean prácticas —comunicar, escuchar, poner límites, soltar—. La autonomía tan valorada convive con el anhelo de amparo; la lucidez, con zonas opacas que no se dejan administrar del todo.
La herencia es doble. Por un lado, democratización: más personas pueden aspirar a amar y ser amadas fuera de viejos corsés. Por otro, sobrecarga: cada vínculo corre el riesgo de transformarse en examen emocional y cada ruptura, en presunta falla personal. Entre ambas fuerzas —libertad y exigencia— se mueve hoy la experiencia amorosa: menos destino que antes, más trabajo afectivo que nunca y, pese a todo, un territorio de invención compartida.
De la promesa social a la promesa emocional
Antes del siglo XX, el amor también podía operar como promesa, pero rara vez bajo coordenadas individualistas y de autorrealización. El matrimonio respondía a alianzas familiares, mandatos religiosos y estrategias de reproducción social: la promesa era del orden —pertenencia, estatus, continuidad patrimonial, legitimidad— más que del sentimiento. El deseo, cuando aparecía, solía encontrar sus márgenes —cortesanía, romanticismo trágico, pasiones sublimadas—, pero no organizaba la vida familiar ni justificaba decisiones vitales.
Con la modernidad —y, en especial, a lo largo del siglo XX— el amor pasó al centro de la escena como elección íntima y motor existencial. Casarse o no, convivir, separarse o elegir vínculos no normativos empezó a leerse en clave de deseo, compatibilidad, bienestar y realización. En el mundo de tradición occidental, el marco liberal de derechos —autonomía, consentimiento, igualdad ante la ley— favoreció la contractualización del vínculo: divorcio unilateral, ampliación de derechos reproductivos y, más tarde, reconocimiento legal de parejas del mismo género. Esa matriz se expandió de forma desigual, dialogando —y a veces chocando— con regímenes normativos locales.
Con la modernidad —y, en especial, a lo largo del siglo XX— el amor pasó al centro de la escena como elección íntima y motor existencial. Casarse o no, convivir, separarse o elegir vínculos no normativos empezó a leerse en clave de deseo, compatibilidad, bienestar y realización.
Lo económico nunca estuvo ausente —de las dotes a los bienes gananciales—, pero su visibilidad creció. Bodas, anillos, lunas de miel, escapadas románticas y “experiencias” se volvieron consumo simbólico y capital romántico. El pasaje del siglo XX al XXI no reemplaza la promesa emocional: la modula. Las plataformas introducen una tercera escena: de la promesa social (orden) a la promesa emocional (autenticidad) y, hoy, a la promesa gestionada por interfaces. Perfiles, algoritmos y economías de la visibilidad reordenan tiempos, encuentros y despedidas; likes, vistos, silencios y matches se vuelven signos de presencia y de sentido.
El recorrido deja una conclusión nítida. El amor ya no opera como un régimen único, sino como un campo de opciones regulado por derechos, mercados y plataformas —sobre todo en Occidente. Afecto y economía no se separan; cambió su gramática del patrimonio al capital romántico y a la métrica de la atención. La legitimidad migra del “para siempre” hacia criterios de consentimiento, cuidado y equidad, auditados de forma constante por instancias jurídicas, terapéuticas y algorítmicas. El resultado es un campo amoroso más amplio y más exigente: más inclusivo en sus formas y más inestable en sus duraciones; más atento a la autonomía y más consciente del cuidado mutuo; más visible en pantallas y, a la vez, más expuesto a la ansiedad evaluativa. Con ese doble filo entramos al presente. Los hitos que siguen ordenan esa transformación.
Cronología mínima (Occidente)
• Fines s. XIX – mediados s. XX: consolidación del registro civil y secularización del matrimonio.
• Años 60: aprobación y masificación de la píldora anticonceptiva.
• 1969: Stonewall impulsa una nueva etapa del activismo LGBTQ+.• Años 70: en EE. UU. se expande el divorcio sin culpa (no-fault divorce), sin necesidad de probar faltas.
• 1987: ley de divorcio vincular en Argentina.
• 2010: matrimonio igualitario en Argentina.• 2012 en adelante: auge global de apps de citas y gestión algorítmica del encuentro.
• 2020: confinamientos pandémicos aceleran la mediación digital de los vínculos.
• 2025: fatiga con las apps percibidas como transaccionales y diversificación de espacios de encuentro; más búsquedas en redes sociales y comunidades online (foros, streaming, videojuegos) y retorno a actividades presenciales (ferias, catas, grupos de runners o ciclistas).
Epílogo. El amor después del amor: herencias del siglo XX
Lo que persiste, lo que se erosiona y lo que se reinventa en nuestras formas de vincularnos.
El siglo XX transformó el amor: lo volvió promesa emocional, proyecto de vida y exigencia afectiva. Lo que durante siglos fue deber conyugal, arreglo familiar o mandato divino pasó a pensarse como elección íntima, cargada de expectativas de plenitud, reciprocidad y sentido. Esa expectativa tuvo costos —nuevas ansiedades, evaluaciones permanentes, autoexigencias.
Hoy, de Buenos Aires a Madrid, de Ciudad de México a París, persisten tensiones entre autonomía y compañía, entre conexión digital y soledad estructural, entre abundancia de posibles parejas y dificultad para sostener un vínculo. En el Occidente liberal, el mismo marco de derechos que amplió libertades también favoreció la mercantilización y la cuantificación del deseo; sin embargo, esa expansión de libertades habilita renegociaciones más justas del vínculo.
El mercado, que siempre orbitó los bordes del amor —de las dotes a los avisos de “corazones solitarios”—, hoy lo atraviesa como mutación algorítmica: perfiles, validaciones públicas, contratos afectivos implícitos y una economía del deseo donde mucho parece posible y poco está garantizado.
Aun así, el amor —inestable, intermitente, mediatizado, mestizo, también reinventado— sigue funcionando a veces como refugio concreto frente a la deriva y la saturación de estímulos. No promete redención, pero abre un espacio compartido que suspende por un momento la lógica del rendimiento. Persisten dimensiones de lo afectivo que escapan a la métrica y, sin embargo, siguen orientando la vida en común: conversación sostenida, reparto de cuidados, confianza que requiere tiempo. Ahí se juega hoy su potencia y también sus límites.
En el Occidente liberal, el mismo marco de derechos que amplió libertades también favoreció la mercantilización y la cuantificación del deseo; sin embargo, esa expansión de libertades habilita renegociaciones más justas del vínculo.