Dos o tres formas de entender Buenos Aires

Buenos Aires no es una sola ciudad: es muchas a la vez. La que se levanta sobre el río que ya no ve, la que se extiende sin fin sobre la llanura, la que se parte entre norte y sur, entre capital y conurbano. Marcelo Corti recorre sus capas visibles e invisibles —los barrios, las vías, las barrancas, las cuencas— para contar cómo se hizo y cómo se deshace una metrópolis que nunca termina de entenderse a sí misma.

por Marcelo Corti

Sedimentos e infinitos

La Pirámide de Mayo, en realidad una escultura que representa a la República (y más que a la República Argentina, a la República como concepto general), encaramada sobre un obelisco truncado que a su vez se apoya en un podio prismático, es el centro de la plaza homónima de Buenos Aires y se ubica a 34°36’30” de latitud sur y 58°22’20” de longitud oeste. En la época de la fundación, ese punto distaba no más de un par de centenares de metros de la orilla del Río de la Plata; hoy esa distancia se ha decuplicado por el impacto de sucesivos rellenos que apartaron el borde costero. Algunos geógrafos y muchos uruguayos consideran al río un estuario, un brazo de mar (Mar Dulce lo bautizó su malogrado descubridor Juan Díaz de Solís), basados en su descomunal anchura: 230 kilómetros entre las puntas del Este en Uruguay y Rasa en la Bahía de Samborombón en Argentina, 51 entre Buenos Aires y Colonia. Su longitud en cambio es acotada a 325 kilómetros y se reduce paulatinamente con el avance de los sedimentos sobre el Delta del inmenso río Paraná, su principal afluente junto con el también majestuoso Uruguay. 

Otro contraste es el de su escasa profundidad –que solo en algunos puntos alcanza los diez metros y que obliga a su canalización y permanente dragado para garantizar la navegabilidad– y su vastísima cuenca, cuya superficie supera los tres millones de kilómetros cuadrados y abarca Brasil, Bolivia, Paraguay, Uruguay y Argentina. Valga decir, por ejemplo, que el río Tieté, que atraviesa la ciudad de São Paulo, es uno de los tantos afluentes del Paraná, vinculando así geográfica y simbólicamente las dos metrópolis más grandes de Sudamérica. El Paraguay, el Pilcomayo y el Bermejo son otros afluentes paranaenses y aportan buena parte de ese sedimento aluvional que avanza hacia el sur unos treinta o cuarenta metros por año y (si el cambio climático y el ascenso del nivel del mar no alteran ese ritmo) dejará sin su horizonte fluvial a Buenos Aires en unos 300 años. Tal sedimento explica además el color amarronado del agua, el “color de león” que le atribuye el escritor fascista Leopoldo Lugones en un insoportable poema dedicado a la ciudad.

En el otro sentido, este a oeste y viceversa, la metáfora más obvia es la del infinito, sensación asociada tanto a la inmensidad acuática platense y atlántica como a aquella terrena y firme de la llanura pampeana. En esa construcción imaginaria Buenos Aires sería algo parecido a la zona de memoria personal del final de Solaris de Tarkovsky, un refugio, un laberinto, un diafragma endógeno entre dos espacialidades inconcebibles. Conspiran contra este intento poético la negación que la ciudad hace de su río, poco incorporado a la experiencia sensible cotidiana de sus habitantes y paseantes, y la dispersión de su mancha urbana, que parece no terminar nunca de disolverse en lo rural. Ambos fenómenos, dar la espalda al rio y deshilacharse en su interfase con el campo, son dos de los errores urbanísticos más evidentes de Buenos Aires.

Mucha gente que no ha vivido en Buenos Aires creé que su nombre (hermoso, por cierto) alude a una benévola condición climática que caracterizaría su emplazamiento. No es así, al menos en lo referente a lo toponímico. Pedro de Mendoza homenajeó en su designación a Nuestra Señora del Buen Ayre o de los Buenos Aires, en referencia a la advocación de la Virgen protectora de los marinos, a la que estos habían dedicado una cofradía en Sevilla (Mendoza era andaluz). Juan de Garay refundó la ciudad (en realidad, la fundó; lo que su antecesor había creado era una fortaleza) como Santísima Trinidad y la diferenció del Puerto de Santa María de los Buenos Aires, también instituido en el mismo acto por una atinada decisión administrativa. Un acierto estético o mercadotécnico o la simple casualidad o la preponderancia de las charlas marineras en la designación habitual hizo prevalecer el nombre del puerto, librándonos así de ser trinitarios.

Buenos Aires es en realidad un conglomerado de muchas ciudades agrupadas alrededor de una de ellas, que entre otras cosas es capital de un país, la República Argentina 

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 Algunos datos y una ambigüedad 

Buenos Aires es en realidad un conglomerado de muchas ciudades agrupadas alrededor de una de ellas, que entre otras cosas es capital de un país, la República Argentina (cabe aclarar que Buenos Aires no quería serlo y que alguna gente protesta porque lo sea). Ese conglomerado responde a varios nombres, tales como Gran Buenos Aires, Área Metropolitana de Buenos Aires (popularizada con sus iniciales AMBA durante la pandemia de 2020), Región Metropolitana Buenos Aires o conurbano bonaerense. Un dato que dice mucho de Buenos Aires y que quizás hubiera hecho las delicias de Jacques Lacan de haberlo sabido es que, en todas estas denominaciones, Buenos Aires como ciudad central –la que se despliega entre el majestuoso Río de la Plata, el humilde Riachuelo Matanza y la semicircunvalatoria Avenida General Paz) queda en una posición ambigua respecto a aquel conglomerado, como si no lo integrara o, incluso, como si pretendiera no formar parte de su metrópolis. Así, las estadísticas, las investigaciones y las notas periodísticas hablan a menudo de “Buenos Aires y el Gran Buenos Aires” o de “Buenos Aires y el AMBA” o de otros desdoblamientos similares. Lacan hablaba de “extimidad”: aquello que está más próximo, lo más interior, lo central, pero que es exterior.  

Esta ambigüedad o paradoja se refuerza con la existencia de dos jurisdicciones políticas que comparten el nombre Buenos Aires: la Ciudad Autónoma que centraliza la metrópolis y la extensa provincia, más grande que Italia, en la que se localizan el conurbano o el AMBA o como se prefiera llamarlo y una vasta pradera de envidiable fertilidad, extendida entre más de mil kilómetros de costa atlántica y casi setecientos kilómetros del meridiano 63º 23' longitud oeste, solo interrumpida en su planitud por las antiquísimas cadenas serranas de Tandilia y la Ventana.

Otra manifestación de este desdoblamiento es la abrupta diferenciación de gentilicios a un lado y otro del complejo hídrico-circunvalar del Plata, el Riachuelo y la General Paz. Hacia su interior, sus habitantes comparten con Asunción, Veracruz y Valparaíso el apelativo “porteño”, en alusión al dispositivo portuario que dio origen a la ciudad; por fuera, las gentes del conurbano y la provincia son denominadas “bonaerenses”. Los apelativos se confunden por fuera de sus ámbitos; muchos extranjeros llaman bonaerense a una persona de Flores o de Almagro, o consideran parte de la identidad y el encanto bonaerense al Obelisco o al café Tortoni. A su vez, la gente del interior suele considerar porteño (y con ello, según el caso, engreído, vividor, soberbio, inútil, agrandado, vacío, limitado en sus habilidades) a todo aquel que resida a una distancia a Buenos Aires menor o igual a la mitad de la distancia a la misma ciudad de quien emite el condenatorio adjetivo. Y mucha gente en Latinoamérica extiende esa opinión degradatoria a todo argentino, cualquiera sea su procedencia; el grupo musical humorístico venezolano Medio Evo le dedicó en los ochenta una canción a una ficticia artista y multigraduada argentina de nombre Malvina, devenida diputada porque “me lo pidió Perón”. Algunos argentinos, incluyendo porteños, se esfuerzan por aclarar que esos defectos solo son propios de los porteños…

Arnold Toynbee señala el punto más interno de un territorio al que se pueda llegar navegando como el más idóneo para ejercer la capitalidad. Londres le habrá inspirado ese modelo, la historia de la conquista española en la cuenca del Plata parece confirmarlo. Tras la fallida primera fundación de Buenos Aires en 1536 (cuyas desgracias sintetiza Mujica Laínez en uno de sus mejores cuentos, El hambre, y homenajea el apelativo “Matanza” en la toponimia del Riachuelo y del municipio más poblado de la metrópolis), los colonizadores se internan por el Paraná y el Paraguay y fundan Asunción, que sería capital de toda la región de haber prevalecido una lógica integracionista en la posterior independencia. De Asunción llegaron los nuevos fundadores en 1580; ni su fundación por paraguayos ni el origen boliviano de su primer gobernante criollo, Cornelio Saavedra, son suficientemente conocidos por los porteños. Ambas nacionalidades son o, al menos, están entre las más discriminadas en Buenos Aires por las capas racistas de la población 

A diferencia del falso melting pot estadounidense, la inmigración europea y del entonces imperio turco a la Argentina entre 1880 y 1930 tendió a la mezcla de nacionalidades en matrimonios y descendencias mixtas. Este “crisol de razas”, como lo llamaban los textos de la escuela primaria, incluyó (aunque con menos frecuencia) el mestizaje con los cabecitas negras del interior, la oleada que los sucedió en Buenos Aires y su incipiente conurbano desde mediados del XX. En una visión sombría, Edgardo Cozarinsky los definió como “el interminable aluvión de provincianos de tez bruñida y ojos desconfiados que buscaban en la Capital una pobreza diferente, una desilusión más prestigiosa”. 

Todavía llegaron refugiados de la Guerra Civil española (pero más que nada del hambre y la miseria) y una buena cantidad de Italia luego de la Segunda Guerra Mundial. Con la caída del Muro de Berlín, llegaron contingentes del Este europeo. Paralelamente, Asia aportó inmigración japonesa a mediados de siglo y china y coreana desde los ochenta. Mientras tanto, la inmigración interna del Norte argentino se vio ampliada por la externa de países limítrofes o cercanos: Chile, Uruguay (cuya población no ha crecido en 70 años), Bolivia y sus yeseros y chacareros, Paraguay y sus albañiles, Perú y luego Colombia y Venezuela. Dejaban atrás en algunos casos la pobreza, en otros la convulsión política y la violencia, en otros una mezcla explosiva de todas ellas. Actualmente, hay también importantes flujos inmigratorios desde Senegal (muy visible por su dedicación al comercio callejero informal) y Rusia.

La llanura y la barranca 

La base geográfica y ambiental sobre la que se asienta Buenos Aires es una monótona planicie que llega desde las serranías y montañas del oeste, en una extensión de centenares de kilómetros con una mínima pendiente que promedia un milímetro por metro. Surcan esa planicie, esa llanura que recibe el nombre incaico de pampa, decenas de ríos y arroyos afluentes a las cuencas del Río de la Plata y el Océano Atlántico; los pocos metros entre los pelos de agua y las partes altas de las lomadas son su única distracción topográfica hasta llegar a la barranca continua que bordea los bajos costeros. Sobre esa modesta barranca se asientan las más memorables plazas y parques de Buenos Aires: el Lezama, la San Martín, la Francia, las Barrancas de Belgrano y la de San Isidro. También algunos variados episodios urbanos como la Recova en el Centro, las Escaleritas en Vicente López, el Águila en Martínez o los Tres Ombúes en el mismo San Isidro. Por debajo de la barranca, los bajos (el de Quilmes, el de Belgrano, el de Flores, y también el de San Isidro); por encima, la ciudad que, cuando se eleva apenas unos pocos metros, es bautizada con el pomposo apelativo de las lomas (de Zamora, del Mirador, nuevamente de San Isidro) o Bellavista en homenaje a la amplitud de su horizonte.

La base geográfica y ambiental sobre la que se asienta Buenos Aires es una monótona planicie que llega desde las serranías y montañas del oeste, en una extensión de centenares de kilómetros con una mínima pendiente que promedia un milímetro por metro.

Los corredores

Adrián Gorelik explica muy bien en La grilla y el parque lo aleatorio de la clausura jurisdiccional de la Buenos Aires capital, limitada arbitrariamente al espacio entre el Riachuelo de la Matanza y su avenida de circunvalación. El crecimiento posterior sobre el territorio no es homogéneo, la mancha urbana no se expande como una “mancha de aceite” sino que sigue precisos ejes radiales que coinciden con los antiguos caminos reales de la época colonial y con los mayormente decimonónicos ejes ferroviarios, montados sobre la “cumbrera” de las tímidas lomadas por ser las cotas más altas y protegidas de inundaciones; todos ellos, convergentes en el Centro. Algunas de esas líneas ferroviarias se diseñaron para conectar cercanías y otras fueron regionales o nacionales, pero también se usaron para la conexión suburbana. Estos corredores unieron pueblos y ciudades ya existentes, como San Isidro, Morón o Quilmes, y fueron condición para el surgimiento de otros nuevos, alrededor de estaciones ferroviarias o cruces de avenidas. En 1932, el Ferrocarril Central Argentino sostenía que sus servicios al norte de la metrópolis configuraban el servicio urbano eléctrico más extenso del mundo (“en trocha ancha”), con 181 kilómetros y casi 500 trenes diarios.

Trabajosamente aparecen algunas transversales o semicircunvalares que cosen los corredores: las líneas C, E y H del Subte, en cierto modo la avenida Juan B. Justo, la avenida o autopista General Paz, el Camino de Cintura, las autopistas del Buen Ayre y Presidente Perón, la ruta 6. Los corredores no terminan en la metrópolis, se extienden por cientos o miles de kilómetros hasta el interior o el exterior del país. Las transversal-circunvalares, en cambio, nunca están terminadas. En los intersticios entre corredores crece la ciudad más vulnerable, la que nunca se consolida.

El corredor norte sigue el eje ferroviario Retiro-Tigre, paralelo al borde costero y a las avenidas de Libertador y Santa Fe, que luego es Cabildo en Belgrano, Maipú en Vicente López, nuevamente Santa Fe en Martínez, Centenario en San Isidro y Perón en San Fernando hasta chocar con el canal. El ramal del Bajo, desactivado parcialmente en los sesenta y luego retornado como turístico y comercial Tren de la Costa en los noventa, cruza el sistema a la altura de Olivos.

El corredor oeste comienza en Plaza de Mayo con la avenida Rivadavia, alguna vez conocida como “la más larga del mundo” por mantener su mismo nombre por casi 30 kilómetros hasta Morón. En Once se le aparea el ferrocarril Sarmiento, que llega hasta Moreno y más allá a Luján y (a veces) Chivilcoy y (ya no) a la provincia de La Pampa. 

El corredor sur comienza en Constitución (vértice sur que completa el triángulo de estaciones alrededor del centro ampliado porteño) y apenas pasado el Riachuelo se bifurca en Avellaneda (hoy estación Darío Santillán y Maxi Kosteki, en homenaje a dos militantes populares fusilados allí en el año 2002 por la policía bonaerense, en la represión de una protesta). Uno de los ramales toma rumbo sudoeste en dirección a Lanús, Lomas de Zamora y Adrogué, acompañado de la Avenida Pavón (luego Hipólito Yrigoyen); otro lleva a La Plata pasando por Quilmes y Berazategui, en compañía de la avenida Mitre

Entre estas tres (o en realidad, cuatro) líneas ferroviarias circulan otras igualmente transitadas pero carentes de compañía vial: desde Retiro; el Belgrano que lleva (llevaba) a Salta y Jujuy, el Mitre que lleva a Rosario –y a veces a Córdoba– y el San Martín que lleva (llevaba) a Mendoza, ambos desde Retiro, y el Urquiza que lleva (llevaba) a la Mesopotamia argentina, desde la Chacarita, donde transfiere con la Línea B del subterráneo.  

El esquema de crecimiento metropolitano que sostuvieron estos corredores es muy sencillo en su concepción. Los alrededores de las estaciones concentran actividad comercial y de servicios; las principales (por ser cabeceras municipales o estar estratégicamente cercanas a o cruzadas por avenidas importantes) nuclean también la más alta densidad residencial, en general en edificios de cierta altura. Entre los corredores crecen, a veces ordenadamente y otras no, loteos y barrios de baja densidad, es decir casitas con un espacio abierto al que algunos llaman patio y otros llaman jardín, conectados a las estaciones y a las grandes avenidas por colectivos locales o por el automóvil familiar.

Desde mitad del siglo pasado, en los “valles” entre cumbreras ferroviarias comenzaron a surgir otros corredores, las autopistas. La más temprana fue la Panamericana, en el norte, comienzo de la ruta que lleva a Córdoba, Rosario y el norte argentino y de la que al bifurcarse tras pasar el Reconquista va a Pergamino, Venado Tuerto y Río Cuarto. Se construyó en los cincuenta como una autovía parque, se le agregó un carril en los setenta y se amplió generosamente en los noventa, sin considerar la posibilidad de incorporarle carriles exclusivos de transporte público. El Acceso Oeste es más reciente y lleva a Morón, Moreno y Luján, donde se bifurca hacia Mendoza y hacia La Pampa. La Ricchieri es también de los cincuenta y es eje de un sistema urbano que culmina en el aeropuerto más grande de la ciudad, el de Ezeiza. Hacia el sur, la Ricardo Balbín llega hasta La Plata y separa los confines de la urbanización con los humedales y bañados del Plata.   

Por su propia lógica, las autopistas carecen de centralidades como las que puntúan los otros corredores. Son en cambio la ocasión de shoppings y de sedes empresariales, llevan a las márgenes.

Las cuencas

Otra forma de comprender este crecimiento metropolitano es mirar el territorio cruzado por las cuencas principales que lo cruzan de oeste a este. Al sur, el Riachuelo o Matanza divide la Ciudad de la Provincia; al norte, el Reconquista atraviesa varios municipios provinciales antes de volcarse en el Tigre al Luján, a las puertas del Delta, ya cerca del Plata. Entre ambos, una serie de arroyitos van directamente al Plata, la mayoría lastimosamente entubados. Al sur del Riachuelo, también, la mayoría abiertos; al norte del Reconquista, también, pero van al Luján. Cada cuenca tiene su impronta; todas comienzan en la campaña, más dramático el Riachuelo con sus barracas y fábricas paleotécnicas, más suburbano el Reconquista, más bucólico el Luján hasta que en su cuenca baja lo invaden las megaurbanizaciones cerradas. Son también ocasión de grandes vacíos urbanos que Buenos Aires no aprovecha como debiera, como parques metropolitanos y corredores de biodiversidad: Campo de Mayo en el Reconquista, los bosques de Ezeiza en el Matanza o incluso los trazados ferroviarios. Diego Garay y Leonardo Fernández promovieron a partir de sus estudios sobre biodiversidad urbana la necesidad de un Sistema de Áreas Verdes metropolitano; “Comenzar a entender la problemática ambiental”, dicen, “y en particular la de los espacios verdes, desde la idea de los sistemas complejos, nos ayudó a alejarnos de la visión fragmentaria para abordar la madeja de interrelaciones de la ecología de la ciudad, y paradójicamente, pese a su complejidad, abordar la gran escala regional”.

Las coronas

Y otra forma de comprender el crecimiento metropolitano es el concéntrico, por coronas de desarrollo. La primera ya está completa, lo que no quiere decir consolidada; nuclea las zonas industriales más conspicuas (San Martín, Munro, Lanús, Avellaneda) y barrios en ocasiones notables, en otras, desangelados. Al igual que el carozo porteño, desde hace décadas mantiene estable su población. La segunda es claramente periférica, predominan los loteos de los cincuenta y sesenta. La tercera era periurbana, era el lugar de los viveros y las tosqueras, ahora llegó la conurbación; quizás haya surgido ya una cuarta y, quién sabe, una quinta… No siempre coinciden con los límites municipales: La Matanza tiene situaciones de primera, segunda y tercera, San Isidro es formalmente segunda corona pero su conformación es propia de la primera, algo parecido ocurre con Morón y partes de Quilmes.

Las mejores explicaciones del desarrollo barrial de Buenos Aires las dan James Scobie y Adrián Gorelik en sus respectivos clásicos, Del centro a los barrios y La grilla y el parque. Scobie privilegia el rol de los tranvías y trenes, Gorelik el del trazado en dameros de calles y manzanas alrededor de grandes parques adaptados al primitivo catastro rural y las sutilezas de la hidrografía. Aunque Borges (en forma explícita, con ironía y ternura) y el tango (embozadamente y con pretensiones fundantes) postulan una cierta intemporalidad y origen remoto de los barrios porteños, lo cierto es que cuando se escribieron la Fundación mítica y los tangos clásicos, los barrios no tenían más de unas pocas décadas de fundados. La nostalgia por sus épocas de gloria es más bien añoranza de la infancia o del despertar erótico de sus compositores. Pero habla bien de esos barrios que ya en sus decenas o veintenas de años tuvieran homenajes poéticos que en cambio no reciben Nordelta y otros countries y barrios cerrados, en algunos casos ya más viejos que lo que eran Pompeya o Boedo cuando Homero Manzi les dedicó Sur.

La división territorial primaria de Buenos Aires no es la de los barrios sino aquella entre el Norte, en general más rico, presuntuoso y moderno, y el Sur, en general más pobre pero supuestamente prestigiado con su historia y encanto

Norte y sur (Sur)

La división territorial primaria de Buenos Aires no es la de los barrios sino aquella entre el Norte, en general más rico, presuntuoso y moderno, y el Sur, en general más pobre pero supuestamente prestigiado con su historia y encanto. El Centro media entre ellos y Rivadavia, la avenida en que las calles cambian de nombre, es el borde que los separa o, más bien, el eje de una franja que participa de ambos valores y es, en particular, la quintaesencia de la clase media porteña en Caballito, Almagro y Flores. Borges, en realidad un hijo del Norte, de Palermo, exagera y la mitologiza al presentar Rivadavia como “puerta de entrada a un mundo más antiguo y más firme”, en el cuento que precisamente se titula Sur y en que un alter ego borgeano debe asumir su condición sureña, más amplia que la porteña, argentina, sudamericana, porque está definida en relación a un Norte que es Europa y la cultura occidental (Bolaño reinterpreta deliciosamente esa historia en El gaucho insufrible, en el que el porteño sobrevive al sur bonaerense y vuelve temible y violento a la ciudad). 

Hay un Sur más prestigioso y fotogénico: el histórico de Monserrat y San Telmo, el portuario y fabril de La Boca del Riachuelo y Barracas, el austero y proletario de Boedo y Parque Patricios. La Autopista 25 de Mayo materializa otro borde hacia un sur más profundo, arrabalero y sufrido en Nueva Pompeya y Mataderos, ya casi un anticipo del conurbano en Soldati y Lugano.

La leyenda fundante del Norte remite a la epidemia de fiebre amarilla de 1871, que llevó a las clases acomodadas a dejar los barrios de Monserrat y San Telmo para dirigirse a Retiro, Barrio Norte y Recoleta. En particular Retiro fue el lugar donde los ganaderos consolidados como oligarquía criolla levantaron sus palacios afrancesados, que hoy sobreviven como ministerios, embajadas o círculos militares o fueron demolidos impiadosamente. Palermo fue hasta las primeras décadas del siglo XX un arrabal de armas llevar. 

Belgrano fue fundado como pueblo suburbano en 1857 y luego de la capitalización fue incorporado al ejido municipal, al igual que Flores. Ambos tuvieron roles destacados en episodios históricos del siglo XIX: el Pacto de Unión Nacional o Pacto de Familia, firmado en San José de Flores en 1859, reintegró la Provincia a la entonces Confederación Argentina; Belgrano fue capital provisoria de la República entre junio y octubre de 1880, cuando las autoridades nacionales debieron refugiarse ante la insurrección del gobernador Tejedor, opuesto a la separación de la ciudad de Buenos Aires como Capital Federal.

Este y oeste

Tony Díaz, arquitecto imprescindible de las vanguardias porteñas entre los sesenta y los ochenta (antes de radicarse en Madrid), advirtió alguna vez sobre otra diferencia socioterritorial porteña –y también conurbana–: además del norte y el sur, el carácter de los barrios de Buenos Aires varía entre este y oeste. El giro a 45 grados que hacen la barranca y la costa a la altura de Retiro influye en la menor fama de esa polaridad; lo que llamamos zona norte o corredor norte de la Ciudad y del AMBA es en realidad un corredor nor-noroeste (y el llamado corredor noroeste, es oeste-noroeste). 

El río explica la diferencia. Los barrios del este gozan de las ventajas climáticas, ambientales y paisajísticas de la cercanía a la costa, en especial los de muy al este, en especial su borde contra la barranca. En Olivos, La Lucila, Martínez o Beccar o Punta Chica la estratificación es clarísima: sobre la barranca vive lo más afluente del 1%, “vías al río” es el territorio de la clase alta o media muy alta, sobre la avenida “del alto” la clase media y al oeste se disputan el suelo diversos usos y estratos sociales. Mucho antes de que se hiciera famosa la imagen de los balcones escalonados del condominio Penthouse en Morumbí sobre la favela Paraisópolis en São Paulo, la inmediatez de la villa miseria La Cava con las mansiones de Lomas de San Isidro ya era una ominosa impronta de desigualdad en lo que por entonces era la sociedad más equitativa de Latinoamérica.

Este es un adelanto del libro La susceptible, próximo a publicarse. Más información aquí.