«Desde muy joven entendí que la guerra es una constante de la humanidad y me llené de curiosidad en torno a esa disyuntiva moral»
Jon Lee Anderson (California, 1957) es escritor, periodista y uno de los reporteros de guerra más importantes del último medio siglo. Considerado el heredero de Ryszard Kapuściński, es colaborador de The New Yorker, donde ha publicado artículos sobre los conflictos más importantes de las últimas décadas. Es también profesor en la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano y es autor de libros como La caída de Bagdad, Che Guevara. Una vida revolucionaria y El dictador, los demonios y otras crónicas. En agosto sale su próximo libro titulado To Lose a War: The Fall and Rise of the Taliban.
Vos has visto guerras desde principios de los años 80. Entonces antes que nada la primera pregunta sería: ¿por qué? ¿de dónde viene ese vínculo tuyo con la guerra?
Sí, mis primeras crónicas fueron entre finales de los 70 y principios de los 80. Pero mi vínculo es desde mucho antes. De muy joven entendí que la guerra es una constante de la humanidad y me llené de curiosidad en torno a esa disyuntiva moral. De hecho, me causó una especie de crisis o curiosidad. Perplejidad desde muy pequeño. Vivíamos en Colombia (me crié por el mundo, mi padre era diplomático y mi madre escritora) y en la casa en la que yo andaba recluido había un libro asequible a mí, porque era de fotografías. Era sobre la vida de Pablo Picasso en el sur de Francia.
Y había unas páginas que eran de Picasso viendo fotos de la Guerra Civil Española. Que yo sepa era la primera vez que yo tengo conciencia de la guerra como tal. Y, es más, recuerden que Picasso tenía un rostro muy expresivo, y su mirada estaba llena de pena, de tristeza. Me gustó mucho el rostro de Picasso y recuerdo volver una y otra vez al libro. Y también recuerdo ir a mi madre y preguntarle qué era esto. Y no sé qué me dijo exactamente, pero, conociendo cómo era mi madre, ella intentó hacerme entender que es algo que pasa entre los mayores.
Además, vivimos en muchos países, en algunos casos “candentes”, y yo siempre quise entender cómo se podría matar y vivir en una sociedad civilizada. Por eso creo que ahí, desde los cuatro años, me “picó el bichito” del tema de la guerra. Tengo mucha constancia de eso, por eso creo que fue el germen.
Con mi familia vivíamos en un mundo muy convulsionado y ellos eran liberales en el sentido norteamericano. Muy anti-Vietnam por más que mi padre era funcionario. Y de hecho cuando volvimos a Estados Unidos nos llevó en marchas al rededor de la Casa Blanca en contra del gobierno y cosas por el estilo. Fui muy consciente de esta contradicción. Desde muy joven empecé a dejar como testimonios escritos, diarios precoces y cosas así intentando entender el mundo.
También entendí que gente que yo había admirado o que admiraba como escritores o como personas de acción y literatura tenían vidas de acción. Vivían la historia de su tiempo. Entonces me lo impuse como meta. Fui creciendo, pero la guerra siempre estaba ahí. A veces era ser minero de carbón, otras remar el Atlántico, ir a la prisión, etc. Algunos los cumplí y otros no. Pero la guerra sí, cumplí la cárcel también, pero bueno, es otra historia. Y nunca fui minero de carbón. Para mí lo importante era, como un requisito mío, vivir la vida en plenitud. Antes de ser periodista, cosa que no era una meta mía original, era escribir la meta original pero sin saber cómo.
Por eso yo digo que me caí en el periodismo, pero lo de la guerra era una cosa que me atrajo siempre. A pesar de que mi familia era anti Vietnam: yo no era pacifista. Yo creo que en una época pasé un umbral en que pasé de sentir horror y desagrado hacia la guerra a verlo como algo que, en determinadas circunstancias inclusive, era necesario y que podía mejorar el mundo. Asumiendo lo que significaba eso. Esa contradicción la tenía presente, pero nunca resuelta. Era una cuestión de seguir indagando y seguir experimentando. Entonces llegué a la guerra como tal, de verdad, en Guatemala en 1982, estando Efraín Ríos Montt, que de hecho fue el primer jefe de Estado, dictador, que yo entrevisté.
A pesar de que mi familia era anti Vietnam: yo no era pacifista. Yo creo que en una época pasé un umbral en que pasé de sentir horror y desagrado hacia la guerra a verlo como algo que, en determinadas circunstancias inclusive, era necesario y que podía mejorar el mundo.

Es curioso que siempre la guerra tiene, como vos decías, una dimensión entre el vitalismo y la aventura y algo moral. Eso está en la guerra pero también en la literatura. ¿Cómo fue cruzar ese umbral del que hablás? ¿Cómo fue la primera vez que viste una batalla en vivo o que viste y sentiste ese estar ahí con gente matando otra gente?
Cada guerra que experimenté ha tenido diferentes matices y cada experiencia ha sido algo distinta. Por ejemplo, Guatemala fue más bien una guerra encubierta, una guerra del terror. Porque yo vi y escuché balaceras en la ciudad, de hecho una noche vi un escuadrón de la muerte escapándose de haber tiroteado a alguien y volver. A mí me sacaron un cohete rumbo al aeropuerto. Creo que era una advertencia. Un tipo que era como un sicario. Nunca he entendido de todo estas cosas que pasaban. Luego salí al campo con un salvoconducto.
Y era la época en que el Ríos Montt estaba masacrando a la gente indígena, pero no estaba muy claro lo que estaba pasando. En la Panamericana cada puente tenía campesinos conscriptos a la fuerza. Tampoco uno lo sabía del todo. Pero se supone que ellos eran los sobrevivientes de las masacres que estaba cometiendo el ejército de Ríos Montt.
En algunos casos supongo eran grupos de la llamada “defensa civil”. Iban vestidos de blanco, andaban con machetes y garrotes para estrangular y también alguna que otra escopeta. Y a veces llegabas a un puente y había treinta. La mayoría no hablaban español, entonces cada vez que tenía que pasar era un poco difícil. Era un país de masacres en que en algún que otro momento también vi los estragos. Literalmente apartándome del carro y caminando por las aldeas encontraba ahí ropa ensangrentada y cosas por el estilo. Un par de veces también gente blanca encapuchada con armas y jeeps, y logré pasar, eran gente que andaba matando también.
Y algún que otro campamento o pueblo tomado por los militares que te intentaban esquivar, eran momentos de mucha violencia. Me acuerdo llegar a un pueblo que resulta que estaba justamente al borde donde estaban masacrando, cosa que yo no supe hasta después. Había un “capitán” con una mirada que luego entendí que ese tipo de esos ojos y ese tipo de adrenalina viene de matar gente.
Yo tenía un salvoconducto, pero ese capitán era muy “bravucón”. Entonces me intentaba embobar. Me decía: “si se tiene que quedar aquí la noche, vamos a hacer un asado”. Y delante mío mató la vaca de un campesino de un tiro, y vi la cara del campesino, el dueño de la vaca, con la cara de terror. Luego comimos esa carne. Hay muchas historias así. Como de las tinieblas, donde uno no sabe bien qué estaba pasando. Es decir, no puedes creer que lo que te imaginas realmente está sucediendo.
También en Guatemala, recuerdo que para llegar a una plaza había que llegar en camión. Era un viaje en la serranía de Guatemala y llegamos a una plaza, uno de estos lugares coloniales muy pobres que estaba tomado por militares y había en esa plaza unos militares con dos campesinos indígenas con sogas en el cuello. Y yo creo que fue la primera vez que vi hombres que sabían que estaban a punto de morir. Los llevaban como si los fueran a ahorcar y ellos lo sabían, y pasaban en frente mío.
Creo que fue la primera vez que vi hombres que sabían que estaban a punto de morir. Los llevaban como si los fueran a ahorcar y ellos lo sabían, y pasaban en frente mío.
¿Hay una cara de morir y una cara de matar?
Sí. Para los soldados estos campesinos eran como sus trofeos vivientes. Y estos hombres estaban como resignados: estaban más allá del terror. Yo de hecho los seguí, por novato, o sea, yo los seguí y desaparecieron detrás de una casa tomada por otros militares. Y eran militares en descanso, supongo que habían estado en operativos en los caseríos alrededor, probablemente matando. Entonces yo pregunté por estos dos, me preocupé por lo que vi, y me miraban fijo y uno me hizo un gesto como de “están muertos”. No sé si los fusilaban o los ahorcaban.
Pero en fin, eso es Guatemala: un lugar siniestro que hasta ahora nunca se ha enfrentado con su historia. Luego en El Salvador es cuando empiezo a experimentar y ver combates, emboscadas y cosas por el estilo.
A vos te toca entrar al fenómeno de la guerra en la época de mucha guerra irregular, mucha guerra asimétrica y mucha carnicería, digamos. ¿Vos podés distinguir como si hubiese una diferencia entre la vieja moral caballeresca del militar “cara a cara” antigua y la carnicería más de este tipo de masacre o es un poco lo mismo?
Claro, es bien distinto. A mí me tocaron las guerras encubiertas. Yo entro en el campo justo después de la Revolución Sandinista, y entonces lo que hay es la contrainsurgencia encubierta. Guatemala tiene una característica que es que desaparecían los cuerpos. El Salvador los exponía, eran dos formas de terror y de crear un terror público. Acá en Argentina hubo desaparecidos también, pero en El Salvador exponían los cuerpos, no los desaparecían. Es una diferencia de táctica.
Yo estuve en operativos con los militares y con la guerrilla. En Nicaragua quizás fue donde realmente experimenté la guerra. En un episodio que me viene a la mente, sobre todo en donde la pasé más como lo pasaría un soldado en un mal día. Cuando ya estaban los contras habían unos rebeldes, que no les gustaba ser llamados contras, que eran seguidores de un Pastor que era un ex sandinista que rompió con Daniel Ortega y se fue al sur.
Bueno, estando con él me di cuenta que le estaban suministrando recursos los de la CIA, aunque nunca lo quiso admitir. Pero le armaron un campamento en el río San Juan. Era un tipo que ostentaba ser tan revolucionario como antes, simplemente que ahora no era marxista. Era un tipo carismático, bromista, que tenía cuentos de cómo había tratado de sacar plata de Muamar el Gadafi y cosas así.
El hecho es que supe que iban a intentar tomar un pueblo. Y de alguna forma u otra logré estar. Y, puede sonar un cliché, pero era como estar en Apocalipsis Now. Porque el acercamiento era por un río de noche, y en la madrugada, con cayucos jalados uno se topaba con animales como antas, y en la mañana uno escuchaba el combate y se venían monos aviadores en fuga.
Era como estar en Apocalipsis Now. Porque el acercamiento era por un río de noche, y en la madrugada, con cayucos jalados uno se topaba con animales como antas, y en la mañana uno escuchaba el combate y se venían monos aviadores en fuga.
A la vuelta de eso llegamos al borde de un claro, había que correr a un árbol y había un francotirador. Entonces llegamos ahí al claro y llovían balas. Era un francotirador que ya había matado a uno y había herido a otro (de hecho habían matado el hermano de uno de los que estaban en el bajo del árbol). Entonces llegué yo con un chico llamado Manuel de unos 27 años y un fotógrafo mío, y ahí pasamos todo el día bajo fuego por el francotirador. Y en un momento dado Manuel se paró delante mío porque había recibido una bala en el estómago. Entonces se cae al suelo y empieza a rascarse y pierde color. Cae junto a otro que, ante lo que entiende instintivamente como la muerte (de Manuel), como que lo intenta empujar.
Y este se vuelve blanco gris y grita y está con un dolor terrible. Yo no sé lo que pasó exactamente, una bala que atravesó su intenstito, pero era un hombre muerto. Entonces el otro hizo algo que nunca había visto hacer a nadie en la guerra: no tener miedo a la muerte. Un pequeño que tenía pelo largo salió en el claro a gritar y le tiraba al francotirador encrespando y no le cayó ninguna bala, pero caían por todos lados.
Y como había que sacar a Manuel de ahí, entonces corrimos. Y este, en la travesía, pedía que lo matase, sabía que iba a morir y pedía que le dieran el tiro de gracia. Nadie se lo dio y eventualmente horas después llegamos a un claro en el bosque donde había otros heridos. Digamos de diez a doce y Manuel todavía estaba con conciencia, pero ya se iba. Eventualmente murió, demoró, según me dijeron después, once horas en morir. Y nosotros salimos en helicóptero. Porque el fotógrafo insistía en sacar sus fotos.
Eso sí fue duro. Luego a los pocos días volví, porque cayó el pueblo del que salimos con Manuel, y volvimos porque habían tomado el pueblo y me acuerdo que hicimos la misma caminata del árbol hasta el pueblo y pasamos por unos restos de un ser humano. No solamente calcinado: estaba como aplastado como si le hubiera pasado un tanque por encima. No sé cómo lo aplanaron. Nos contaron que era un francotirador.
Cada guerra tiene sus matices y yo pasé un ciclo de como doce años yendo a la guerra. A diferentes guerras. Después de Centroamérica fui a Afganistán, a Palestina, a Irlanda del Norte, y Birmania. También a Uganda, al Sahara, eso fue un ciclo. Entre dines de los 70 y cuando empecé con el libro del Che. Bosnia fue la última experiencia.
Yo sentí que en Bosnia no aprendí nada nuevo y para mí era un aprendizaje ir a la guerra, no iba porque me gustaba la guerra en sí. En Bosnia sentí un vacío, por más que uno podía compadecerse con ellos, entonces para mí era un aprendizaje y yo sentía que ya había experimentado todo lo que se podía experimentar ante la cercanía de la muerte o la guerra y para entonces yo sentía que no tenía más nada que aprender de la guerra.
Mi segundo ciclo empieza con el 11 de septiembre y dura otro más o menos doce o quince años.
¿Y qué diferencia ves entre un ciclo y otro? Es decir más allá de tu experiencia personal, porque hay una parte de la guerra que no cambia nunca, que es invariable. Lo existencial: matás y morís. Pero hay una dimensión histórica.
Yo soy la primera generación de periodistas que no van con un bando. En Centroamérica éramos una curiosidad. En la segunda tanda después del 11 de septiembre yo voy como “enquistado”. Yo había estado en Afganistán antes con la guerrilla, de hecho con muchos niños peleando contra de los rusos que eran islamistas entonces. Pero al ocurrir el 11 de septiembre, al saber que Estados Unidos iba, yo me acerqué a Afganistán y me enquisté si se quiere decir, con señores de la guerra que estaban peleando contra los talibanes. Nunca anduve con tropas norteamericanas salvo en 2010 en Afganistán. En Irak pasó algo parecido, yo me había ido a Irak fascinado un poco por la dictadura de Sadam y con la intuición que ahí inevitablemente iba a haber otra guerra porque la habían dejado en el poder después de la primera guerra del Golfo y era insostenible.
Yo me había ido a Irak fascinado un poco por la dictadura de Sadam y con la intuición que ahí inevitablemente iba a haber otra guerra porque la habían dejado en el poder después de la primera guerra del Golfo y era insostenible.
Y de hecho había una guerra de baja intensidad. Un no fly zone, y le tiraban bombas cada dos o tres días durante esos diez años. Entonces yo me había ido a Irak para entender cómo era ese nicho. Y cuando oí que iban a invadir a Irak, como otros periodistas, me acerqué, pero yo ya tenía un feeling y tenía gente que conocía en ambos lugares. Entonces durante un largo trecho intenté seguir independiente y estando con los pueblos del lugar. No es fácil, pero es como siempre había experimentado los otros pueblos, hasta unos momentos en que ya no se podía por las guerras civiles y sectarias y las últimas en Irak eran difíciles.
La última fue en Afganistán hace poco. Fui con los talibanes hace dos años. Volví a tres meses de su triunfo y estuve ahí entre talibanes victoriosos. Pero ahí la gran diferencia es que antes Estados Unidos aparecía como abiertamente un país bélico, se había ido a guerrear y estaba en plan venganza buscando Al Qaida con tanques chicos norteamericanos en las calles de Bagdad a Kabul peleando.
Me vi de todo. Eran guerras de gran envergadura. Yo vi el “shock and awe”. Misiles crucero pasándote de lado haciéndote caer y gritar involuntariamente por la presencia, por la rapidez y el volumen y hacer contacto con el palacio de Sadam delante de uno, era increíble. Un cazabombarderos suspendido en el aire tirando contra edificios y veías que cada misil tenía un impacto. Misiles que buscan calor detrás de las casas, era como una sinfonía de la guerra.
Y más tecnológica también ¿no? Una guerra de los drones más deshumanizante inclusive, dicen algunos, porque tú no puedes matar a distancia sin ver al otro de frente.
Sí. Ahí aparecen los drones que hoy son una matiz de la guerra tanto en el Medio Oriente como el Ucrania. Yo empiezo a ver a ver drones en Afganistán, que son como jets pequeños. Y luego los vi en acción un poco, pero empezaron a proliferar más fuerte al final de la década del primer decenio con Barack Obama.
¿Hay un cambio en la prensa? ¿Qué cambio encontrás en el contexto de la guerra?
Bueno está el tema de los enquistados. Porque quizás hasta un punto excesivo yo no quise ser enquistado, de hecho cuando vino la invasión a Bagdad yo me quedé en Bagdad. Llegaron otros periodistas con las tropas norteamericanas. Aparecen de pronto en Bagdad ya con los marines. Yo no, yo había estado en Bagdad, yo fui uno de los que estaban ahí. Éramos un grupo en realidad, éramos varias decenas, pero cuando empieza el clock para la guerra, el 80% se fueron. Fueron llamados por sus editores y el gobierno quiso sacar a todos. Y en su mayoría se fueron.
Yo burlé la petición de mi editor y me quedé con dos o tres más. Me quedé con un buen amigo irlandés y nos quedamos, y de hecho estábamos un poco secuestrados también en el famoso Hotal Palestina en donde estaban todos, que luego fue blanco de los norteamericanos el día de la invasión a Bagdad y murieron varios. Estaba el hijo de Sadam que estaba a cargo de los de la Seguridad del Estado. Tomó el control y estábamos de hecho rehenes de ellos. Pero no nos hicieron nada, tenía tres amigos que sí fueron secuestrados y desaparecieron de su cuarto. Era peligroso. No sabíamos lo que iba a pasar.
Yo tenía una una escapada diaria porque me dolía la espalda y el médico de Sadam me atendía a mí y habíamos hecho migas, entonces yo tenía todos los días una salida para verlo a él y él en la medida que fueron avanzando los norteamericanos se abría cada vez más, como que me buscaba como una lifeline. Fue una historia interesante. Al Bashir se llamaba.
Pero ¿por qué es importante la cuestión de los enquistados? Porque se hizo famoso y notorio, sobre todo entre gente de izquierda que veía a Estados Unidos y sus aliados como invasores de otros países. Entonces, de paso, también eran "la casta" y sus secuaces, ¿no? Era la idea de que la prensa estaba toda vendida, metida en el bolsillo del poder. Y no es que necesariamente fuera así, pero había muchos casos que alimentaban esa percepción.
Imaginate que llegás a un país cuya cultura no conocés, no hablás el idioma, y además es un lugar que ha sido protegido por quienes te han atacado. Entonces, desde el comienzo, llegás con cierta animadversión, o al menos con una gran ignorancia cultural. En ese contexto, vos terminás del lado de las tropas de tu país, que hablan tu idioma, te protegen, y a veces hasta arriesgan su vida por vos. Son chicos que podrían tener la edad de tus hijos. Eso genera un síndrome de Estocolmo casi inevitable: te identificás con ellos, y no con “Imán Alí”, que quizá te ve como un infiel.
Y había periodistas que nunca se salieron de ese rol enquistado. Estuvieron así en ambas guerras (Afganistán e Irak). Algunos de ellos obtuvieron las mejores primicias —las “chivas”— pero también publicaron informaciones muy dañinas para la imagen de Estados Unidos, porque escuchaban y veían cosas desde adentro, desde la posición privilegiada que tenían por estar enquistados. Quien hace público el caso de la Masacre de My Lai, era un enquistado, por ejemplo. Es complejo. Pero yo no quería eso.
Yo estuve en Afganistán, y traté de seguir conociendo el país a través de los afganos. Lo mismo intenté en Irak, hasta que ya no pude más. En Irak dejé de ir porque mi hombre de confianza —un tipo duro, casi un malandro, pero era mi malandro— empezó a asesinar gente como parte de una venganza tribal. Me lo confesó: ya había matado a 20 personas y decía que iba a matar a 100. Argumentamos y discutimos, intenté disuadirlo. Hablé con su cómplice y me lo confirmó. Era imposible seguir trabajando así.
Además, ya era casi imposible operar ahí. Yo ya estaba al límite de mis capacidades. Imaginate: uno, extranjero, que se me nota a leguas, caminando por Bagdad como un blanco fácil. Llegamos al extremo de solo salir de noche pero casi nos topamos con la milicia. Y las consecuencias eran que te serruchaban el cuello delante de una cámara.
¿Vos pensás que hay una continuidad entre los periodistas de una era y la otra?
Es que hay de todo. Pero hay que entender algo: quienes, con error y mucho alarde, acusaban a la prensa de estar completamente "enquistada" lo hacían desde una mirada muy simplista. Yo diría: ojo. Porque los corresponsales de guerra, desde la Guerra de Crimea —cuando prácticamente nace la figura del corresponsal de guerra— hasta la guerra de Vietnam, todos eran enquistados.
Es decir, diganme: ¿conocén algún corresponsal argentino que haya cubierto la Segunda Guerra Mundial y que no estuviera vinculado a algún mando militar? Lo más probable es que incluso haya usado uniforme. Lo mismo pasó con casi todos los periodistas de esa época. En Vietnam y en la Segunda Guerra Mundial, muchos incluso portaban armas. Yo personalmente conozco periodistas que han llevado armas durante coberturas de guerra.
Llegué a tener una pistola para pegarme un tiro en Irak. Porque no iba a dejar que me llevaran y me degollaran.
¿Has portado armas?
Solo una vez. Y fue por autoprotección. Llegué a tener una pistola para pegarme un tiro en Irak. Porque no iba a dejar que me llevaran y me degollaran. Y ahora bien, era muy oscuro eso. Y luego me dije que qué coño estaba haciendo yo.
¿Había mercenarios?
Sí, bueno, ellos los llaman "contratistas", ex militares. Eso siempre existió. Hay una diferencia pero para resumir: el viaje fue muy interesante. El día clave fue cuando fuimos a ver al gobernador de la ciudad... aunque "ciudad" es mucho decir. Era un lugar de adobe en medio de la nada, parecía la luna. Y ya se sospechaba de él: decían que secretamente era talibán, y que además estaba colaborando con los narcos que sembraban opio por toda la zona.
Ellos —los contratistas— decían que iban a hacer un operativo de reconocimiento cruzando el río, y luego volverían. Pero todo era muy sospechoso. Nadie confiaba en nadie. Ellos no confiaban en nosotros, nosotros tampoco en ellos.
Bueno, no llegamos ni a cuatro kilómetros antes de que nos emboscaran. Todo se desarticuló. Nos atacaron. Y digo “nosotros” porque yo estaba con ellos. Primero íbamos caminando por un campo de opio. Conmigo venía un joven fotógrafo, pobre, que nunca había estado bajo fuego.
Y justo al salir del campo, nos emboscaron. Pensamos que ya estábamos a salvo, pero no. Nos volvieron a emboscar. No sabíamos ni de dónde venían los disparos. En un momento, me encontré en un claro, cerca de un río, con una camioneta abandonada. Me escondí detrás de una rueda grande con el chico este, el fotógrafo. Para calmarlo, le conté una broma sucia.
Recuerdo que tenía que gritarle la broma porque los disparos no paraban. El pobre se estaba desbordando, lo cual es totalmente comprensible —yo tampoco pensé que íbamos a salir vivos de ahí. La única cosa que se me ocurrió fue repetirle esa misma broma, una y otra vez. Era una broma tonta, chanta, pero era lo único que tenía a mano para calmarlo.
Eventualmente, nos sacaron de ahí. Llegó un grupo —no sé si eran Fuerzas Especiales o mercenarios—, empezaron a disparar por todos lados, era un caos. Logramos salir en un jeep. Lo manejaba uno de esos contratistas armados. Yo iba al lado, el chico atrás, con dos afganos más. Íbamos en caravana, todo olía a pólvora, y entonces... nos vuelven a atacar. Disparos de nuevo.
Un tipo en el vehículo de adelante cayó muerto. Pasamos por encima de su cuerpo. Las balas empezaron a pegarle al jeep en el que íbamos. Una de ellas alcanzó al conductor, en la pierna. Él trataba de manejar como podía, pero ya no podía disparar. Atrás, uno de los afganos estaba en shock, como paralizado. Entonces le agarré el arma.
Me preparé para disparar. Era un AK. Nunca había tenido una en las manos. Pero me dije: “No me voy a dejar llevar como un carnero”. No importa quién seas, no te pueden proteger siempre. Tenés que estar listo.
Y justo cuando agarré el arma... terminó la balacera. Se hizo el silencio. Logramos salir. No tuve que dispararle a nadie. Pero durante unos minutos, estuve ahí, con el arma lista. Fue instinto puro. Supervivencia. En ese momento, no pensás en ética ni en moral ni en nada de eso. Solo en salir vivo.
¿Viste la película Civil War?
Sí, madre mía... me pareció muy realista. Muy realista. Sobre todo en las escenas cuando salen de la ciudad y empiezan a recorrer las autopistas: ves los autos volcados, señales de que algo terrible pasó ahí. Luego, la guerra aparece de a poco, como en ráfagas: una bomba, algo ardiendo. No hay simetría. Es caos. Y así es la guerra: una escalada, no un frente ordenado.
La escena de la fosa común también fue brutal. Fue tan realista que daba escalofríos. Y eso es en Estados Unidos. Si algo así llegara a pasar allá, no sería tan diferente. Justamente por eso fue tan perturbador: porque era escalofriantemente realista.
¿Pensás que puede haber una guerra civil en Estados Unidos?
Sí. Empecé a pensarlo a mitad del primer gobierno de Donald Trump. Al principio no me animaba a decirlo en voz alta, pero con el tiempo descubrí que muchos otros pensaban igual. Ese país está muy armado y hay muchos odios profundos. Trump, con su discurso, sacó a la luz cosas que estaban contenidas. Es como si hubiese venido a destapar una olla de resentimientos: el racismo y el odio soterrado.
Cuando salís de las grandes ciudades, encontrás realidades muy distintas: hay muchos Estados Unidos dentro de Estados Unidos. Diferencias culturales enormes. Y muchos de esos lugares están cargados de armas y resentimientos.
¿Y qué creés que podría ser lo que detone un conflicto de ese tipo? ¿La “gota que rebalse el vaso” o el “trigger”?
No sé si hay una "gota" que lo rebalse, pero sí hay condiciones: odio, armas, diferencias irreconciliables. Podría pasar si Trump sigue agitando y activando a los grupos paramilitares que lo siguen.
Desde Obama ya se había comenzado a destapar el racismo. Pero con Trump eso se profundizó. Hay muchos estados donde antes no podías portar un arma oculta, a menos que fueras policía. Hoy, hay lugares donde podés entrar armado a un Walmart, a una iglesia o a un bar, con un rifle semiautomático. No para cazar venados, sino armas de guerra, como el AR-15 o el M16. Es lo que se usa en las masacres. Y todo eso es legal.
Imaginate: estás comprando una caña de pescar con tu hijo un sábado, y entra un tipo con un AR-15. ¿Te va a disparar? ¿Está haciendo valer su derecho constitucional? ¿Cómo sabés? Algunos de estos tipos han marchado armados dentro de los Capitolios estatales. Lo hicieron en Michigan, por ejemplo, cuando gobernaba Gretchen Whitmer. Ella intentó frenar eso.
Todo esto es una bomba de tiempo. Basta que se dispare una bala equivocada, que alguien mate por error a la persona equivocada, y se desata una cadena. Ya no sería como el asalto al Capitolio, donde parecía que estaban solo exaltados. Podrían tomar rehenes, levantar banderas confederadas, disparar a la policía federal… Y eso podría generar represalias en todo el país. Una cadena de tiroteos, como actos de solidaridad entre grupos armados.
Ya hay antecedentes: Waco, Ruby Ridge... lugares que se han vuelto símbolos para el paramilitarismo estadounidense. Y Trump ha visitado esos sitios, ha hablado en ellos. Él le silba a esos grupos, les habla en su idioma. Hay que entender que entre 2001 y 2015, más de tres millones de estadounidenses han tenido experiencia en combate. Ya no es gente cualquiera: es gente entrenada.
Yo sí creo que podrían pasar cosas muy feas. No digo que vaya a estallar una guerra civil mañana, pero por primera vez en mi vida, empecé a pensar que no se puede descartar. El país está muy intoxicado. El discurso de Trump —y de mucha otra gente que ha aparecido desde entonces— es muy peligroso. Son cosas que no se veían desde los años 60. Pensábamos que ese pasado estaba enterrado, pero no.
Quizás algún día tengamos cronistas de guerra, otra vez, en Estados Unidos.
Puede ser. Ojalá que no.
El discurso de Trump —y de mucha otra gente que ha aparecido desde entonces— es muy peligroso. Son cosas que no se veían desde los años 60. Pensábamos que ese pasado estaba enterrado, pero no.