Del paraíso ultramarino al infierno colonial

La historia de la colonización de Virginia, el primer asentamiento inglés en América, traza un recorrido que va desde el paraíso ultramarino al infierno colonial, la relación entre las expectativas imperiales y la dinámica histórica. 

por Malena López Palmero

Entre fines del siglo XVI y principios del XVII, el proyecto colonial inglés en América estuvo al vilo del fracaso. Un primer intento de asentamiento, en Roanoke (1585-1590), fue abandonado, y aquel que prosperó, en Jamestown (1607-1624), lo hizo a costa de grandes dificultades, que amenazaron la continuidad de la colonia durante al menos dos décadas. La historia de la temprana colonización de Virginia se remonta a tiempos anteriores a los viajes de exploración y conquista ingleses. La intensa actividad editorial desde mediados del siglo XVI fomentó y articuló las pretensiones imperiales. Las ambiciones coloniales se gestaron en un contexto de amplia circulación de relatos de viajes, cuyas intervenciones editoriales (selección, traducción, organización en obras de compilación, entre otras) terminaron por configurar un verdadero programa imperial inglés.

La fuerza de los textos de viajeros no se agotó en su capacidad de transmitir informaciones útiles para la navegación, la explotación de la tierra o el trato y/o dominación de los pueblos nativos. La literatura de viajes en sus diversos géneros catalizó voluntades políticas, aportes financieros y el arrojo de los aventureros que se embarcaron en aquellas impredecibles empresas. Colecciones como las de Richard Hakluyt y su discípulo Samuel Purchas “trazaron una cultura de la adquisición y la expansión”, al decir de Myra Jehlen, una “cultura en movimiento”, en aquellos tiempos de alta inestabilidad y riesgo, afrontados con un no menor grado de improvisación en ultramar.

El proceso de expansión ultramarina inglesa se inscribió en la rivalidad con la corona de Castilla, lo cual incitó alianzas políticas y militares con los antagonistas de España en contiendas europeas. Asimismo, los ingleses lanzaron su ofensiva naval con sus piratas y corsarios, que amedrentaron a los puertos españoles en América y acecharon a las embarcaciones cargadas de mercaderías y metálico, mientras que unos todavía más audaces navegantes exploraban la región ártica en busca de un paso interoceánico que favoreciera el comercio con Oriente. Las experiencias de estos viajeros inflamaron el mercado editorial inglés, abonando al todavía precario conocimiento sobre los contornos marginales de la América hispana. Los encuentros violentos con los habitantes nativos, según divulgaban estos textos, eran resultado de su naturaleza degenerada. Esos otros, sean “esquimales” diabólicos o “patagones” corrompidos por el contacto con los españoles, fueron presentados como actores de un teatro del mundo aumentado en lo espacial y amplificado respecto de las expectativas de dominio inglesas.

El paraíso ultramarino: la influencia de los libros de viajes

En la competencia de las potencias europeas por el dominio colonial de América, la denominada Leyenda Negra fue decisiva a partir del último cuarto del siglo XVI. A la “retórica de la culpa”, tal como la estudia Jonathan Hart en Representing the New World, difundida a partir de los textos de Pedro Mártir de Anglería, Girolamo Benzoni y sobre todo Bartolomé de las Casas, se montó una extensa literatura antiespañola y anticatólica. Se lanzaron reediciones de aquellos mismos textos en francés, inglés, latín, holandés y alemán para denunciar las atrocidades de encomenderos y conquistadores entre lectores que empatizaban con los indígenas en su calidad de víctimas del yugo español y aquellos que fomentaban una colonización alternativa basada en un trato amistoso, el evangelio de la verdadera fe y el comercio. Los impresos sobre viajes franceses e ingleses fueron el aparato de propaganda por excelencia debido a sus seductores relatos sobre las bondades de la tierra y la aptitud de los nativos para recibir el “marco civilizatorio” de las potencias reformadas.

Además de su cualidad programática, los libros de viaje provocaron un cimbronazo en la cultura temprano-moderna, disputando al canon grecolatino clásico su capacidad explicativa frente a la inusitada novedad americana. El viajero testigo, aun apelando a motivos fantásticos, nuevos o ya conocidos, se presenta como autoridad de lo visto. En la confusa intersección de la experiencia ultramarina y las tradiciones clásica y judeocristiana se crean nuevas fórmulas para comprender la otredad americana y, como efecto inevitable, redefinir la propia identidad. Lo “salvaje” será a partir de entonces el parámetro para pensar lo antiguo y también lo moderno.

De la virtud a la barbarie

Los algonquinos, pueblos originarios que entraron en contacto con los ingleses, fueron descriptos por estos en un amplio rango de significados, desde los virtuosos habitantes de Roanoke de la primera experiencia frustrada de tiempos isabelinos (1584-1590), inscriptos en los dispositivos de propaganda de Raleigh, a los salvajes y traidores de la confederación powhatan de la bahía de Chesapeake (1607-1624). La genealogía representacional de la virtud a la barbarie se apoya en la dinámica histórica de los orígenes de la expansión colonial inglesa, en la que la necesidad de promocionar la empresa ultramarina sublima la condición del indígena, y aquella de sobrevivir a costa de defenderse y negociar abona la mirada peyorativa e inferiorizante. Sin embargo, hay voces disonantes que ponen en tensión el relato hegemónico: los testigos y artífices de las matanzas en Roanoke que justifican sus métodos como respuesta a la barbarie local; los gobernantes de Jamestown que reconocen en Powhatan a un rival poderoso. Así, vemos de qué modo pendulan los discursos coloniales, de la virtud a la barbarie, según lo que Stuart B. Schwartz  “etnografías implícitas” siempre contrastadas por la experiencia sobre el terreno, es decir, reajustadas por la tensión dinámica del contacto.

Las ambiciones coloniales inglesas se gestaron en un contexto de amplia circulación de relatos de viajes, que catalizaron voluntades políticas, aportes financieros y el arrojo de los aventureros que terminaron por configurar un verdadero programa imperial inglés

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Los documentos visuales de la serie de John White y Théodore de Bry descollan por su fuerza simbólica, que no se reduce a los objetos/sujetos de la representación algonquina original, sino que trasciende por su capacidad de migrar a otras temporalidades y lugares en tanto ícono, contribuyendo a fijar estereotipos sobre el indígena americano. La exuberancia y la belleza que emanan de las acuarelas de White (c. 1586) se extreman con la intervención de de Bry para su publicación en grabado (1590), con claros fines propagandísticos. Una aproximación iconológica también permite identificar las pasiones configuradas que trascienden el devenir histórico de los personajes retratados. En la selección de recursos plásticos de White (motivos, poses), pero más aún en las intervenciones del grabador (perspectiva, blanqueamiento y estilización de los cuerpos) se proponen fórmulas afectivas que el público podía reconocer en términos de virtud cívica, sobriedad y espiritualidad. En una Europa fracturada por la Reforma y la reacción al imperialismo (continental y global) ibérico, estas imágenes evocaban a un Nuevo Mundo exento de la corrupción y privaciones del Viejo. La inserción de las cinco figuras de antiguos británicos y pictos en el volumen de de Bry planteaba una lectura de la historia de Inglaterra en la que esta se autoproclamaba como una nueva Roma.

En su intento por traducir a aquellos “otros”, los testigos recurrieron a juegos de comparaciones. Para acentuar las diferencias con “el mismo”, homologaron ciertos modos de vida y costumbres a culturas consideradas en un estadio inferior de civilización: son polígamos, despliegan un tapete ante sus werowances y danzan como los turcos; sus vestimentas y casas se asemejan a las de los irlandeses; organizan sus campañas de caza como hacen los tártaros. Para un letrado como William Strachey, la distancia con la barbarie de los contemporáneos americanos también podía marcarse a partir de su asimilación con los paganos de la Antigüedad: pintan sus cuerpos como los pictos de Britania; sus panes son como aquellos que los griegos ofrecían a sus dioses; ejercitan un deporte con pelota y bate que se parece al que describe Virgilio. Lo maravilloso no estaba exento en las descripciones, como el gigantismo de los susquehannas o el sacrificio de niños. Otras maravillas, derivadas de la fecundidad de la tierra o la supuesta cercanía del pasaje interoceánico, fueron evocaciones constantes del discurso colonial.

A través del espejo retórico herodotiano de semejanzas, al decir del historiador François Hartog, los ingleses ubicaron a la alteridad algonquina en un estadio inferior de civilización, que como efecto necesario daba un lugar prominente a su nación en la tarea de conquista. Una vez más, se apeló a la semejanza de Inglaterra con la antigua Roma, sin cuya conquista los ingleses no habrían podido superar la barbarie de los sátiros, toscos e ignorantes vagabundos de los bosques, sacrificadores, proxenetas y caníbales de sus propios hijos.

El discurso colonial de Thomas Hariot y la lengua algonquina

El discurso colonial también adoptó formulaciones complejas como las de Thomas Hariot, que merece un capítulo aparte por su complejidad y trascendencia. Su Brief and True Report (1588) es un aparato de propaganda fenomenal, en el que las promesas de una lucrativa explotación comercial de la tierra se combinan con los anhelos de una colonización pacífica. Esto último se sustentaba en la presunción de que los indígenas aceptarían voluntariamente el dominio inglés al reconocer su superioridad técnica y su más efectiva deidad, que era capaz de castigar cualquier conato de resistencia “disparando balas invisibles” en los cuerpos infectados por las desconocidas enfermedades europeas. Sobre estas especulaciones, Hariot elaboró una suerte de historia natural de Virginia, en la que combinó sus delicadas observaciones proto etnográficas, sensibles a la diferencia cultural, con el más pragmático programa de dominio colonial.

Su alfabeto algonquino (1585), en el que despliega una imaginería simbólica sin precedentes para expresar fonemas desconocidos, fue pensado como dispositivo de traducción, pero también como paradigma para la construcción de un lenguaje universal. Aunque este último no llegó a tomar forma, Hariot se inspiró en la lengua algonquina para desarrollar sus revolucionarios cálculos algebraicos, en los que adaptó el sistema simbólico de su original alfabeto. Así, la experiencia de contacto americana y las concomitantes expectativas de dominio, sintetizadas por una mente brillante como la de Thomas Hariot, conformaron una capa en la arqueología del saber de la modernidad en un grado mucho más profundo que el de la incorporación de objetos y conocimientos con miras coloniales.

Si el viaje ultramarino fue una circunstancia excepcional para transformar trayectorias e identidades, ello se expresa con toda riqueza en La tempestad, de William Shakespeare (1611). Esta obra se inspira en los relatos verídicos sobre la experiencia del naufragio en las Islas Bermudas de la nave capitana que transportaba a las autoridades que llevarían adelante la restauración del orden de la colonia. El manuscrito del secretario, William Strachey, que recorre los desafíos al orden en aquellas tierras de abundancia, tan contrastante con las penosas condiciones de los colonos en Virginia, se filtra en la obra teatral, donde se replican la crisis de autoridad y el discurso del dominio colonial. La ambigüedad que atraviesa toda la obra permite el despliegue de argumentos a favor y en contra de la ocupación territorial y la imposición del poder sobre sus poblaciones originarias. La arenga de Calibán, con su denuncia a la usurpación y tiranía de Próspero, invita a una reflexión sobre la legitimidad de la “empresa civilizadora”. Calibán rechaza el lenguaje de Próspero, del cual dice que solo aprendió a maldecir, señalando así los efectos degenerativos de la imposición cultural. Si la naturaleza de Calibán es tan bárbara e incorregible como para esclavizarlo, ello se pone en crisis cuando, al final de la obra, Próspero le devuelve la isla a aquella criatura que reconoce como suya: “a este ser de tinieblas / Lo reconozco mío” (La Tempestad, Acto V, trad. Pablo Ingberg).

La tempestad, de William Shakespeare se inspira en los relatos verídicos sobre un naufragio en las Islas Bermudas, e interpela los sueños emancipatorios de los hombres que en el real escenario colonial desafiaron la autoridad amotinándose o huyendo de los asentamientos para habitar en la naturaleza o entre los indígenas, tal como ocurrió en Virginia

La tempestad también interpela los sueños emancipatorios de los hombres de “común condición”, afectados por las dislocaciones socioeconómicas de sus comunidades de origen, que en el real escenario colonial desafiaron la autoridad amotinándose, robando o huyendo de los asentamientos para habitar libremente en la naturaleza o entre los indígenas, tal como ocurrió en Bermudas y en Virginia, respectivamente. Shakespeare supo prefigurar, en palabras de Rogelio C. Paredes, “el extrañamiento del hombre frente a un mundo cotidiano que ha dejado de ser esa instancia consabida de repetición y rutina, que asume el perfil peligroso de una espada que pende sobre el destino individual y social, y se vuelve una repetida invitación a sufrir y a crecer, a frustrarse y ambicionar”.

El infierno colonial

Virginia fue, en la praxis, un verdadero infierno colonial, con la escasez y la guerra interétnica como los factores más ardientes. En Roanoke la resistencia indígena supuso, más que el abandono, la derrota del primer experimento de instalación colonial. El despliegue de violencia contra las comunidades locales, contracara del hambre y la desesperación que no tardó en llegar, hizo que los indígenas evitaran todo contacto con los ingleses, como defensa ante los posibles ataques, pero mucho más como un medio para exterminarlos por inanición. La premeditada masacre de Wingina/ Pemisapan y sus dignatarios más próximos, al grito de “Cristo, nuestra victoria”, acentuó la resistencia local, imposibilitando los intentos posteriores por recuperar el asentamiento. John White, el artista devenido en gobernador de la frustrada campaña de 1587, aplicó el rigor de las armas sobre las mismas poblaciones a las que había representado como virtuosas poco tiempo antes.

Dos décadas más tarde, en la más propicia bahía de Chesapeake, el proyecto colonial también se vio amenazado por la resistencia indígena. Los algonquinos confederados bajo la autoridad de Wahunsenacah, más conocido como Powhatan, reaccionaron a la ocupación territorial mediante ataques al fuerte y enfrentamientos con aquellos grupos que se aventuraban a las tierras interiores para reconocer el terreno y obtener alimento, sea por la pesca y la caza, sea entregando objetos metálicos a cambio de grano. Powhatan también intentó someter políticamente a los ingleses mediante una ceremonia de la que solo perduró una leyenda romántica, pero que para los contemporáneos supuso un breve e inestable período de intercambios pacíficos. El aprovisionamiento de grano y algo de carne de venado llevó, ciertamente, alivio al fuerte. Pero para Powhatan representó un aumento de su capital político a partir de la obtención de bienes metálicos de prestigio, y también una relación de fuerzas favorable frente a los habitantes del fuerte, debilitados por la pérdida de herramientas y, sobre todo, de armas de fuego. 

Una lectura a contrapelo de los documentos, que gravitan en torno a la autopromoción personal y la propaganda del proyecto colonial, revela la agencia indígena, por un lado, y la impotencia de los ingleses, por otro. Incluso aquellas voces no controladas de los textos, en las que el “otro” indígena hace su aparición, exponen la fragilidad del dominio. Aunque Smith incorporase la arenga de Powhatan como dispositivo retórico para realzar su liderazgo frente a quien consideró como un digno rival, esa voz exterior al texto, tal como propone Carlo Ginzburg, expresa una fuga, la emergencia de nuevos sentidos. Por ejemplo, cuando la voz del algonquino irrumpe en la narrativa de Smith “cuestionándonos en esta manera: por qué íbamos armados así, viendo que él era nuestro amigo y no portaba ni arcos ni flechas”. O cuando Pocahontas se dispuso a hablar después de un par de horas de mantenerse en silencio durante una entrevista con John Smith en Inglaterra, solo para reprocharle “haber traicionado la confianza de su gente y haberlos asustado”. Más allá de las esperables mediaciones de los textos, estos exponen la reacción algonquina a la violencia destructiva de los ingleses, en general, y ponen en tensión la idea de “intercambios pacíficos” ocurridos durante la presidencia de Smith, en particular.

Desde el otoño de 1609 la guerra fue total. Los ataques y enfrentamientos produjeron la muerte de casi una cuarta parte de los colonos en los primeros siete años del asentamiento. Powhatan prohibió el comercio y mudó su residencia de Werowocomoco a zonas más alejadas (Orapack primero, Matchut después), de forma análoga a la reacción defensiva de Wingina/Pemisapan en Roanoke dos décadas antes. Pero la evidencia muestra que además hubo un reagrupamiento poblacional en las inmediaciones del fuerte para sitiarlo. Así, se explica mejor la situación de emergencia experimentada por los colonos, asediados por el hambre y las enfermedades. Durante el “tiempo de la hambruna”, especialmente durante el invierno de 1609-1610, el fuerte tuvo su mayor tasa de mortalidad, y la anomia social se propagó tan eficazmente como las infecciones. El comercio ilícito con indígenas para hacerse de algo para comer propició robos y sabotajes. También se reportó un caso de canibalismo. Muchos escaparon de aquel infierno para vivir entre los nativos.

Desde el otoño de 1609 la guerra fue total: los ataques y enfrentamientos produjeron la muerte de casi una cuarta parte de los colonos en los primeros siete años del asentamiento, muchos escaparon de aquel infierno para vivir entre los nativos

La imposición de una ley marcial en 1610 no resolvió el problema del abastecimiento, que dependía de los refuerzos enviados por la Compañía de Virginia, pero creó una disciplina social de tipo castrense que dio cierta idea de estabilidad para atraer a nuevos contingentes de colonos, necesarios para contrarrestar los altos índices de muertes, mayormente provocadas por la ingesta de agua salobre y/o contaminada. El autoritarismo se montó sobre el drama del hambre y la enfermedad, imponiendo cuotas de trabajo obligatorio y asistencia (dos veces al día) al servicio religioso. Los castigos prescriptos por la nueva legislación incluían torturas, mutilaciones y la pena de muerte, que como admitió un funcionario colonial, excedían en crueldad a los que se aplicaban en Inglaterra. De ese modo se ahogaron los sueños de una América redentora, donde por el contrario se replicaron, en exceso, los rigores del Viejo Mundo.

Pocahontas entre dos mundos

La historia de vida de Pocahontas, por lo que se conoce de los testimonios escritos y de la historia oral mattaponi, complementa el análisis de la colonización durante la primera década. El presunto rescate de John Smith cuando era apenas una niña evidencia el desentendimiento entre culturas. Lo que muy probablemente simbolizaría la admisión de los ingleses como una suerte de súbditos de Powhatan fue interpretado en términos de liderazgo personal de Smith y, posteriormente a su publicación de 1624, como expresión romántica del “encuentro” colonial. Las embajadas presididas por Pocahontas, por las que los indígenas intercambiaban pacíficamente productos en el fuerte, eran coherentes con la necesidad de los primeros de abastecerse de objetos metálicos para las faenas agrícolas y, más especialmente, para reforzar el poder político local frente a los invasores.

El rapto de Pocahontas años después, en 1613, fue parte de un operativo para forzar a Powhatan a entregar rehenes y armas de fuego. A pesar de las atrocidades cometidas, como el asesinato del esposo de Pocahontas, Kocoum, con quien tenía un bebé que no volvió a ver, y el asedio a un poblado cercano a Matchut al que un grupo de soldados se dirigió para negociar el rescate, Powhatan no cedió a las pretensiones inglesas. Pocahontas fue incorporada forzosamente a la vida colonial, bautizada como Rebecca, casada con un inglés y enviada a Inglaterra como embajadora de la Compañía de Virginia. El retrato en grabado elaborado por Simon van de Passe, en Londres en 1616, testifica el intento de la Compañía de Virginia por promocionar la colonización y el del artista por traducir a la figura en una princesa indiana según las convenciones metropolitanas. Mientras tanto, el sacerdote y consejero de Powhatan, Uttamatomakin, investigaba si, como se creía, los ingleses “fueron a su país para suplir sus carencias”.

El golpe de 1622 de Opechancanough produjo en una madrugada una proporción de muertos modesta (más de una cuarta parte) si se la compara con el promedio de víctimas fatales desde la instalación colonial. Pero su impacto fue decisivo para la formulación de una dinámica de exterminio que se convertiría en el patrón de conquista dominante, no solo en Virginia sino en todo el mundo colonial angloamericano, junto con una más perdurable imagen del salvaje. La ilusión del mestizaje, encarnado en Pocahontas, quedaría tan arrasada como la de aquellos hombres y mujeres de “común condición” que emprenderían el viaje a Virginia para alcanzar una vida mejor.

La dinámica de exterminio se convertiría en el patrón de conquista dominante, no solo en Virginia sino en todo el mundo colonial angloamericano, la ilusión del mestizaje, encarnado en Pocahontas, quedaría tan arrasada como la de aquellos hombres y mujeres que emprenderían el viaje a Virginia para alcanzar una vida mejor

 * Este es un fragmento de López Palmero, M. (2023). Del paraíso ultramarino al infierno colonial: Virginia (siglos XVI-XVII). Publicacions de la Universitat de València