Del fin de la historia a la decadencia de Occidente
Occidente pasó de la euforia del fin de la historia a la melancolía de su propia decadencia. Lo que Fukuyama interpretó como culminación del progreso hoy aparece como síntoma de agotamiento: una civilización que confundió el triunfo con el cierre y el control con la libertad. Treinta años después, el mundo sigue siendo moderno, pero cada vez menos occidental. Quienes creyeron representar el futuro de todos empiezan a descubrir que quizás el precio del éxito es la propia mortalidad.
por Tomás Borovinsky
El año 1989 fue un punto de inflexión que pareció clausurar la modernidad. Mientras el Muro de Berlín se derrumbaba, Francis Fukuyama publicaba en The National Interest su ensayo “¿El fin de la historia?”, un texto que condensó el estado de ánimo triunfal del mundo atlántico. En la versión liberal del Apocalipsis, la humanidad había alcanzado la universalización de la democracia liberal occidental como forma final de gobierno. La historia, entendida como el proceso dialéctico de las ideas políticas, llegaba así a su cierre: la política se convertía en gestión, el conflicto en administración.
Fukuyama se apoyaba en la tradición hegeliana de la historia universal como despliegue de la Razón: una secuencia que va de Oriente a Occidente, desde la servidumbre hasta la libertad. La historia tenía una dirección, un sentido y un destino. Lo que Hegel había visto en 1806 —la victoria napoleónica en Jena— era, para Alexandre Kojève, el acontecimiento metafísico del mundo moderno, el momento en que la Idea se realiza en la forma del Estado racional. Marx retomó esa teleología pero le cambió el sujeto: no la Razón sino el Trabajo, no el Espíritu sino la Materia. En ambos casos, el final se mantuvo: una humanidad reconciliada consigo misma.
Esa confianza en la linealidad del tiempo —en el progreso, en la flecha del desarrollo— es un invento estrictamente occidental. El pensamiento teológico ya lo había prefigurado en su obsesión con el telos, con el cumplimiento de las profecías, con la abreviación de los tiempos que anuncia el fin de los días. Desde la Sibila Tiburtina hasta Walter Benjamin, la aceleración ha sido una categoría escatológica antes que técnica: una teología de la velocidad. El capitalismo moderno no hizo más que secularizar ese impulso. El vapor, el telégrafo, la electricidad, la computadora: cada nuevo medio de comunicación fue una forma de sincronizar el mundo, de hacer que los demás entraran en el tiempo de Occidente. El “fin de la historia” fue, en ese sentido, la expresión filosófica del instante en que Occidente creyó haber hecho coincidir el tiempo del mundo con su propio tiempo.
En la cúspide del proceso, el hombre se emancipa del trabajo, del peligro y del conflicto. Se vuelve consumidor, espectador, turista. Nietzsche había previsto ese desenlace en el Zaratustra: la figura del último hombre.

Administración, Reconocimiento y el Último Hombre
Para Fukuyama, la historia había llegado a su fin no porque cesaran los acontecimientos, sino porque ya no habría alternativas ideológicas reales. La democracia liberal era el horizonte definitivo. Kojève lo había dicho con ironía treinta años antes: después de Jena, lo que sigue es el “alineamiento de las provincias”. El resto del mundo debía volverse americano, o al menos moderno: “los soviéticos son estadounidenses pobres”, escribía. El fin de la historia era una cuestión de desarrollo desigual, no de destino distinto.
La política se reducía así a la gestión del consenso, a la administración del deseo. En la cúspide del proceso, el hombre se emancipa del trabajo, del peligro y del conflicto. Se vuelve consumidor, espectador, turista. Nietzsche había previsto ese desenlace en el Zaratustra: la figura del último hombre, satisfecha, prudente, sin pasiones ni riesgos, que ha domesticado la bestia interior y abolido la trascendencia. “Hemos inventado la felicidad”, dicen esos hombres que ya no saben morir por nada.
Heidegger completó la profecía: tanto el capitalismo como el socialismo, decía, son expresiones equivalentes del mismo nihilismo técnico. Ambos son variantes del proyecto moderno de dominación, donde el ser se reduce a recurso y el hombre a gestor. La diferencia entre Wall Street y Gosplan es menos ontológica que administrativa. Fukuyama no hacía más que asumir esa clausura como una buena noticia.
La victoria de la administración sobre la política, del cálculo sobre el conflicto, define el siglo que hereda 1989. La polis se disuelve en management: el destino común, en planilla de Excel.
Consenso Asfixiante
La caída del Muro no abrió un horizonte de libertad sino una nueva uniformidad. El mundo posterior a 1989 fue el mundo del consenso. La política se volvió una competencia entre gestores de la misma fórmula. La izquierda y la derecha se alternaban sin disputarse el modelo. Tony Judt habló en su momento de un “consenso asfixiante”: la ilusión de que la administración técnica de la economía podía reemplazar al conflicto ideológico.
El llamado neoliberalismo fue menos una doctrina que un clima. Reagan y Thatcher reescribieron el liberalismo en clave mística —el mercado como verdad del alma humana—, mientras que sus gemelos progresistas (con sus matices, claro), de Mitterrand a Clinton, gestionaron ese clima como una nueva normalidad. La diferencia ya no era entre Estado y mercado, sino entre estilos de gestión.
El fin de la historia se tradujo en un tiempo postpolítico, en el que el disenso se volvió sospechoso y la imaginación se delegó a los algoritmos. Lo político se convirtió en una tarea de compliance. “Negarse a participar era condenarse a la marginalidad”, dijo Jorge Castañeda en SUPERNOVA. La política se había vuelto una cuestión de mantener la música sonando aunque nadie bailara.
Agotamiento del Optimismo
Ese orden se sostuvo sobre una fe en el futuro. La promesa del progreso técnico y del consumo infinito funcionó durante un par de décadas como religión civil. Pero el siglo XXI empezó a desmentirla. Fredric Jameson resumió el cambio de época en una frase: “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Mark Fisher lo llevó más lejos: esa imposibilidad de imaginar otra cosa es el inconsciente real del neoliberalismo, su forma más estable de dominación. Mientras Fukuyama había cerrado la historia desde la euforia, Fisher la reabrió desde la depresión.
Los acontecimientos se encargaron de confirmar la sospecha. El 11 de septiembre de 2001 fue la primera grieta del nuevo orden: el regreso de la historia por la vía del terror. Paul Virilio lo interpretó como el reverso inevitable del progreso: cada innovación genera su catástrofe específica. “Inventar el barco es inventar el naufragio”. La crisis financiera de 2008 terminó de colapsar la fe en el mercado como dios invisible, y 2016 —Brexit, Trump, etc— consagró el retorno de los nacionalismos como forma tardía de la política.
La era del optimismo tecnocrático terminó con la entrada de los tecnopesimistas en la escena del poder. Silicon Valley, que había prometido emancipación digital, se volvió un aparato de vigilancia y desinformación. Barack Obama quiso fundirse con el espíritu californiano, pero su sucesor fue el empresario que mejor lo entendió: Peter Thiel. “No creo que la libertad y la democracia sean compatibles”, dijo el filósofo-inversor que financiaba tanto a Trump como a los proyectos de inmortalidad y los bunkers contra el fin del mundo. La discusión había pasado de Fukuyama a Fukushima, del fin de la historia al riesgo de extinción.
¿Decadencia de Occidente?
El siglo XX comenzó bajo el signo del progreso y terminó bajo el signo de la decadencia. Cuando Oswald Spengler publicó La decadencia de Occidente en 1918, Europa aún creía que podía sobrevivir a sí misma. Su tesis era tan herética como profética: las civilizaciones no evolucionan, envejecen. Nacen, florecen, decaen. Occidente —decía Spengler— había entrado en su fase crepuscular: el momento en que la cultura viva se convierte en civilización, el espíritu en técnica, el arte en cálculo.
Un siglo después, su diagnóstico suena menos apocalíptico que descriptivo. La decadencia ya no es un escándalo, es el modo normal de la vida occidental. Su potencia creadora se ha transformado en administración planetaria. La promesa de libertad devino control, la abundancia en fatiga. El mundo sigue funcionando, pero ha perdido su relato.
Occidente ya no domina por convicción sino por inercia. Europa envejece, Estados Unidos se fragmenta, y el resto del planeta se moderniza sin necesitar a Occidente. La civilización mundial que Fukuyama soñó ya existe, pero sin el aura ni la centralidad del Viejo Mundo (Europa) ni de su sucesor (Estados Unidos).
Si 1989 implicaba también el supuesto que para liberar las fuerzas productivas se necesitaba ser un país democrático, 2025, desde hace ya varios años, pone ese supuesto al menos en duda con “el desarrollo con características chinas”. Vivimos actualmente el 1989 de los que ganaron en 1989. Estados Unidos se repliega del mundo como si hubiera perdido una guerra, mientras Trump encarna la puesta en suspenso del escenario construido en 1945. Más que un Reagan con esteroides que venía a cerrar una idea, un über Nixon que venía a fragmentarla.
La decadencia no es solo un diagnóstico: es un punto de vista. Mirar desde la decadencia implica aceptar la mortalidad de las formas. Significa renunciar al mito del progreso infinito y reconocer que la historia avanza hasta que se rompe. Nietzsche había intuido esa rotación: cada civilización inventa su propia eternidad, hasta que otra le impone su tiempo.
Hoy el mundo “menos occidental” se vuelve más moderno que nunca mientras que el mundo es cada vez menos occidental. La decadencia puede entonces leerse menos como derrumbe y más como descentralización del mito de Occidente, como redistribución del sentido histórico. La historia no terminó sino que solo cambió de dueño. Se democratizó la historia. Y el mundo no se detuvo: simplemente dejó de girar alrededor de una Europa convertida en parque temático para turistas chinos, mientras deliberan cómo lidiar con la caída de la natalidad y el rechazo al inmigrante.
Quizás eso sea lo que realmente quiere decir “decadencia de Occidente”: no el fin de la civilización, sino una mutación del centro de gravedad. En ese desplazamiento, el desafío no es restaurar un pasado imposible, sino inventar nuevas formas de lo común. Si el “fin de la historia” prometía la paz perpetua y el “fin del mundo” amenaza con la extinción, la decadencia de Occidente abre un tercer espacio: el de una civilización que, por fin, aprende a pensarse mortal.
Si el “fin de la historia” prometía la paz perpetua y el “fin del mundo” amenaza con la extinción, la decadencia de Occidente abre un tercer espacio: el de una civilización que, por fin, aprende a pensarse mortal.