Contra las redes sociales

Ante la creciente dispersión de la atención generada por los dispositivos, se multiplican los diagnósticos y las propuestas de desconexión centradas en el yo, que omiten que no somos audiencias pasivas, que vivimos en un medioambiente tecnológico en el que vamos delineando formas de percibir, prestar atención y construir relatos y que la atención no es una facultad universal que personan detentan o pierden sino una capacidad mutable.

por Ingrid Sarchman

Introducción para quien me lee desde la pantalla

¿Cuáles son las estrategias para que usted quiera leer esto? ¿De qué manera y mediante qué artilugios yo lograría captar su atención? Y lo pregunto porque mientras usted mira la pantalla de su teléfono celular o de su notebook (¡o, quién dice, de su computadora de escritorio!) esto que está leyendo ahora mismo compite con unos cuantos estímulos más. Y no hablo solo de las notificaciones que llegan al teléfono, tampoco de los otros artículos, notas y posteos que se le están desplegando en simultáneo, sino de algo más. Lo voy a preguntar sin rodeos: ¿acaso quiere seguir en la pantalla o prefiere apagarla y dirigir la mirada y la atención hacia otra dirección? ¿hay alguien más compartiendo el espacio ―físico o virtual― en este momento que demanda su atención?

Si ha decidido seguir leyendo, voy a hacerle otra pregunta. Porque lejos del cartel snob de algunos bares palermitanos que rezan “no tenemos wifi, hablen entre ustedes”, pero tampoco tan cerca de aquella tribu urbana que hace casi diez años se dio en llamar “desconectados”, la pregunta podría ser ¿hacia dónde y contra qué dirigimos nuestra atención? Si las pantallas envían estímulos constantes, ¿cómo hacemos para elegir contenidos? ¿usted cree que está eligiendo o lo hacen los algoritmos mientras sus ojos se distraen?

Una respuesta rápida sostendría que a pesar de la hiperestimulación constante resultado de una conexión ídem, nuestra subjetividad debería incorporar mecanismos de selección, enseñar a decir no y así generar una especie de conciencia soberana (al fin y al cabo, a fines del siglo pasado Néstor García Canclini decía que el consumo servía para pensar). Pero esta posición conservadora y anticuada parece no advertir dos cosas: que no somos audiencias pasivas que respondemos a estímulos externos más o menos atractivos (incluso para negarnos a consumirlos), y que, desde hace casi dos décadas, somos también responsables de generar contenidos que sean atractivos para nuestras propias microaudiencias.

Claro que usted podría decirme que el imperativo de narrarnos ante los demás ―de ser atractivos al prójimo― no apareció con las redes sociales, que a fines del siglo pasado ya existían los blogs y que antes de ellos, proliferaron los diarios íntimos, la publicación de intercambios epistolares privados y que incluso, el sexting (el envío de fotos sexuales) ya se hacía en el siglo XIX por otros medios, y que todos esos actos parecían ser el resultado de una decisión voluntaria. Desde esa perspectiva, podría argumentarse que las redes sociales solo facilitaron, aceleraron y exacerbaron modos de intercambio. Le voy a dar la razón, en parte y solo para que me siga leyendo. También porque en esta historia sobre la atención (y su falta) no podemos soslayar el trabajo que nos provoca llamar la atención del prójimo a través de las redes sociales como medio principal, la mayoría de las veces.

Breve historia del trabajo de crear contenidos

Con el establecimiento de las redes sociales, las personas aprendieron los trucos para construir un perfil refinado, atractivo a los ojos de los demás. Entendieron que la gracia ya no estaba solo en cumplir años, casarse, parir o acompañar el parto de los hijos, asistir a eventos o viajar. La verdadera experiencia se completaba cuando la misma se exponía ante los ojos ajenos, cuando esa vivencia era recibida por medio de likes, comentarios o emojis. En ese sentido no es de extrañar que muchas agencias de viajes promocionen sus destinos como instagrameables.

A lo mejor a usted el neologismo le parece una exageración, algo que refiere a un tipo de personalidad adicta a los dispositivos, esa etiqueta que tan cómoda le queda a esta época y que tan bien describió Jonathan Crary en su libro 24/7: Capitalismo tardío y el fin del sueño. Escrito en el 2013 advertía cómo el objetivo de las sociedades hiperconectadas era propiciar “soldados insomnes”, gente que estuviera en estado de alerta las 24 horas: 

los supermercados abiertos las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana y la infraestructura global montada para facilitar el trabajo y el consumo continuo han estado en vigencia durante algún tiempo, pero ahora es un sujeto humano el que está a punto de coincidir con ellos.  

Aquí la novedad no estaba en denunciar una especie de explotación soft de los trabajadores, sino en el borramiento absoluto entre tiempo de ocio y tiempo de trabajo. Las sociedades 24/7 no negaban el intercambio de fuerzas productivas en el mercado, solo uniformaban los espacios y creaban una realidad lo suficientemente atractiva como para que nadie quisiera abandonarlos. Pero las cosas se volvieron más difusas cuando, a mediados de la segunda década de nuestro siglo, esta equivalencia avanzó hacia zonas más íntimas. A la indistinción entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio se le agregó el trabajo del diseño de sí. Una expresión desarrollada por Boris Groys en Volverse público que describe el modo en el cual el espectador de una obra de arte es, antes que nada, artista de sí mismo y, en consecuencia, es el primer y único responsable de su imagen ante el ágora virtual.

Las sociedades 24/7 no negaban el intercambio de fuerzas productivas en el mercado, solo uniformaban los espacios y creaban una realidad lo suficientemente atractiva como para que nadie quisiera abandonarlos pero las cosas se volvieron más difusas cuando esta equivalencia avanzó hacia zonas más íntimas.

Imagen editable

A su manera, Groys no solo advierte que ya no es posible establecer diferencias entre el ámbito del arte y otros (podría ser el del diseño, pero también el de la empresa o incluso el de la ciencia). sino que quien antes era espectador de imágenes ajenas, ahora es productor de sí mismo, y este trabajo es de su exclusiva responsabilidad estética. Una tarea de dimensiones ciclópeas que ha provocado y provoca reacciones adversas, discursos y manifiestos de resistencia. Claro que es una resistencia que pivotea entre el gesto snob y el colapso nervioso. En el medio, veremos.

El gesto snob: la resistencia de los desconectados

A principios del 2016, el diario español El Mundo publicó un artículo cuyo título parecía estar escrito para, justamente, llamar la atención: “Desconectados: la nueva tribu urbana que abandona internet para abrazar la vida real”. Rendidos al clickbait, la primera pantalla mostraba una foto ilustrativa de un grupo de amigos alrededor de una mesa de un bar y una bajada que rezaba: “Cuesta encontrarlos pero existen, han decidido huir de Facebook y Twitter por higiene mental. No renuncian a socializar pero sí a estar presentes en redes sociales”.

Como no vale la pena detenerse en los detalles y quisiera que leyera hasta el final, voy a hacer un breve resumen: esta tribu urbana se define por haberle puesto un freno a la vorágine de internet de manera voluntaria (las itálicas son mías). Además, ellos pueden diferenciar entre la vida real y la virtual (son muy afortunados), usan celulares viejos y se conectan a la web solo para cosas imprescindibles, de manera que tienen mejor control sobre sus datos y de qué se comparte, ¡y lo mejor es que la batería les puede llegar a durar una semana! En algunos casos advierten que el exceso de conexión estaba afectando sus relaciones familiares y en otros impactaba directamente sobre su salud mental. 

De todo lo planteado hay un aspecto a tener en cuenta: se le llama “tribu urbana” a un grupo que no se define por sus afinidades, sino por sus adicciones. No importa cuánto defiendan las conversaciones cara a cara o el encuentro en bares sin wifi, porque lo que aparece en primer plano es que es un tema relacionado con el consumo problemático. Así, mientras construyen un imaginario relacionado con la promesa de una vida más saludable, más “higiénica” enmascaran que el problema es de adicción y que debería tratarse como tal. Por eso mismo, la exposición del caso recuerda mucho más al funcionamiento de un grupo de ayuda para ex adictos, que bien podría llamarse IA (internautas anónimos) que a una tribu urbana. Negar esa condición es suponer que alejada la sustancia tóxica ―y el entorno con quien se consume― se elimina la adicción. Cualquiera que haya experimentado el caso sabe que eso es mentira. Y sabe también que cualquier descuido podría hacer recaer al adicto. Después de todo, ¿cómo hacemos para resistir el stalkeo?

Pero además, en este afán de exhibir una vida distinta, más libre, más “sana” e “higiénica”, desconocen que existe un tipo de trabajadores para quienes el teléfono celular es una herramienta de trabajo fundamental y que sin ella no tendrían acceso a, por ejemplo, las aplicaciones que los habilitan a hacer entregas o manejar autos de traslado. 

Desde este lugar, entonces, la desconexión, más que un gesto de soberanía, podría ser considerado un lujo que solo algunas personas podrían darse. Esta posición se hace más evidente cuando algunas empresas de servicios empiezan a ofrecer la desconexión como un extra. Ya existen hoteles que ofrecen el servicio de “no tener wifi” como valor, de la misma manera que podrían ofrecerse como “pet friendly” o “child free”. 

Eso me recuerda al exclusivo balneario uruguayo cuyo diferencial es carecer de luz eléctrica (ponen de excusa que así se ven mejor las estrellas). Eso hace que los alquileres sean mucho más caros que sus localidades vecinas. Hay una sola posada y su costo por día es el equivalente a un hotel cinco estrellas. Solo se accede caminando desde la playa vecina o en incómodos camiones 4x4 ¡Curiosa época donde la carencia y la incomodidad se ofrecen como servicios extra!

La última cuestión que aparece mencionada casi como al pasar es la oda a una nostalgia sospechosamente impostada. La estética de lo vintage se encuentra de parabienes toda vez que se ofrecen celulares viejos a precios actuales. Bajo la excusa de que “lo viejo funciona” en muchos casos, el diseño enmascara la obsolencia que sigue igual de programada que sus versiones más jóvenes. En este caso, la batería solo dura más porque se usa menos. De todas formas, en este caso, el fenómeno es anterior y excede a la telefonía celular. Basta con recordar el auge de los mercados de pulgas de los últimos años y las maneras en las que reciclan muebles viejos y los ofrecen como piezas únicas y en el mejor de los casos, incunables. Lo menciono solo porque venía al caso, no se vaya, ya vuelvo al tema del artículo. 

La desconexión más que un gesto de soberanía, podría ser considerado un lujo que solo algunas personas podrían darse

El colapso nervioso: la resistencia de los quemados

Soy docente y cuando mis estudiantes se distraen recurro a contar alguna anécdota personal. La mía, en este caso tiene que ver con la primera vez que escuché la palabra nomofobia. Tenía que escribir una nota sobre la ansiedad que producen los dispositivos contemporáneos, especialmente los celulares. Estaba bastante justa con los tiempos y con un serio problema de concentración. 

Una amiga me había recomendado el sistema Pomodoro, una técnica de trabajo que consiste en establecer períodos de 25 minutos de actividad intercalados con 5 de descanso. Puse el celular en modo avión y el cronómetro en cuenta regresiva. El aparato quedó en algún lugar del escritorio tapado por libros y papeles. No lo encontraba y como estaba sin conexión no lo podía hacer sonar. Me puse nerviosa, pero al principio me consolé pensando que estaba cerca, que a lo mejor esta situación era una señal para que pudiera escribir sin interrupciones. No hubo caso, no pude concentrarme, gasté los veinticinco minutos de actividad buscándolo. 

Según la consultora británica YouGov, el término NOMOFOBIA, acuñado en el 2008, es un acrónimo del inglés "no-mobile-phone-phobia" y describe, como es obvio, un tipo de fobia a perder el teléfono celular. Produce efectos concretos en el cuerpo como taquicardia, palpitaciones e hipertensión. A nivel psíquico puede exacerbar el aislamiento social e impactar en la autoestima. Si cada posteo es un pedido de validación y reconocimiento, es lógico que la desaparición del dispositivo genere estos efectos (Mc Luhan sonríe desde el más allá cada vez que se comprueba que efectivamente el medio es el mensaje).

Pero la nomofobia es la punta del iceberg de algo mucho más complejo. No se trata solamente del temor a perder la sustancia, como sucedía con los desconectados, y por eso no se resuelve con un tratamiento desintoxicador. La nomofobia pone en evidencia aspectos más relacionados con la creación de un medioambiente sostenido en la necesidad de narración constante. Un elemento que recuerda las hipótesis de Boris Groys relacionadas con el imperativo y la responsabilidad del diseño de sí ante el ágora virtual.

La novedad, en este caso, se aloja de manera mucho más intrínseca en el cuerpo porque opera como un sentido más. A la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato se le agrega el del enmarcamiento, una especie de tic nervioso de la mirada que analiza las escenas bajo la lógica de la foto a publicar. Así, exhibir lo que se come, se bebe o se habita es ofrecer una experiencia en 3D ante espectadores igualmente compelidos a mostrar lo suyo. 

Cada contenido ofrecido se interpreta como una provocación que recuerda, en parte, la ceremonia del Potlach descripta por Georges Bataille en La noción de gasto. Y aunque no me vaya a detener en las especificades del caso y su posible relación con las lógicas de nuestras sociedades, los efectos sobre quienes se ejercen podrían ser similares. Quien se exhibe (y entonces provoca a los demás a exhibirse) logra ese efecto porque se apodera del deseo ajeno al convocar su mirada sobre algo que esos otros no tienen, pero que ahora necesitan conseguir y exhibir ante otros (incluidos nosotros).

Sin embargo, en algún momento, este mecanismo de exhibición y consumo podría llegar a colapsar. Algunos gurúes de dudosa formación en salud mental lo llaman “burn out de las redes” y lo caracterizan como un síndrome similar al que se produce en el ámbito laboral. El término remite a la idea de “estar quemado” y describe un estado de agotamiento emocional y físico causado por el estrés crónico en el trabajo. Debería escribirle a Groys y preguntarle si cree que este fenómeno podría trasladarse al estrés causado por el trabajo del diseño de sí. Yo creo que me diría que sí.

Otra cuestión que no pasa desapercibida es que el colapso se dé en forma de incendio. Así como la obsolencia programada puede ilustrarse con un motor fundido, el burn out simboliza en su expresión, el modo en el que nuestra existencia queda fuera de juego. Después de todo, cuando el fuego toca una superficie solo queda sacarla y reemplazarla por otra. Mientras tanto, ¿qué hacemos con las cenizas?

Me imagino que a esta altura ya está un poco impaciente, a lo mejor le molesta que compare el delicado equilibrio psíquico con un motor fundido, pero no es una idea mía, no se me ocurrió a mí, sino a la tradición del materialismo mecanicista, surgida allá por el siglo XVIII. Una tradición que se complementó con la premisa de ser tan regular como un reloj y que tanto aportó al ideal burgués de los siglos siguientes. Pero mientras estas ideas propiciaban (y siguen propiciando) el modelo maquínico no saben qué hacer con los deshechos. En este caso, las cenizas que quedan después del burn out podrían caracterizarse de dos maneras: con la exacerbación del cinismo o el silencio absoluto que se evidencia cuando alguien “deja de postear”. Ambos sostenidos por un aburrimiento estructural.

A la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato se le agrega el sentido del enmarcamiento, una especie de tic nervioso de la mirada que analiza las escenas bajo la lógica de la foto a publicar

La portada de Yo me lo merezco. De la vieja hipocresía a los nuevos cinismos de Paula Sibilia es una tarjeta de crédito que en lugar de números, repite la palabra “YO”. El libro publicado en el 2024 hace hincapié en una idea sencilla: si en el pasado, el merecimiento estaba relacionado con acciones externas, ahora, y gracias al florecimiento de los discursos autorreferenciales (que provienen de la autoayuda pero los exceden) nos merecemos las cosas por el solo hecho de existir. El modo de compartir de las redes propicia esa idea de que cualquier cosa que se postee tiene el derecho de ser reconocida. Cuando esto no sucede o sucede de maneras imprevistas, el cinismo aflora como arma defensiva. 

Bajo la premisa “esto es así porque es lo que yo pienso y tenés que respetar mi opinión” se justifica la negación del prójimo o su total aniquilamiento. El silencio puede ser pensado como la otra cara de la misma moneda: así la compulsión a decir lo que se piensa sin registrar el mundo exterior y el silencio absoluto son igual de compulsivos y dañinos al lazo social. El voyeurismo, la contemplación silenciosa de la vida ajena puede provocar sufrimiento y frustración (por aquello de ver en los demás la vida que no se anhela pero no se tiene). En ambos casos, la anomia avanza sobre la psiquis produciendo aislamiento y en el peor de los casos, patologías más severas.  

En el medio, veremos

Si está pensando que dejar el medio para el final está mal, déjeme decirle que fue una estrategia para seguir teniendo su atención, un truquito tonto para siguiera leyendo, aunque solo fuera por la intriga de saber hacia dónde iba todo esto. También, una especie de consecuencia no deseada de un texto que no pretendía tener una estructura lineal. Y no la tenía así como no la tiene nuestra manera de ocupar los espacios virtuales ni los contenidos que producimos, los que consumimos y contra los que nos manifestamos.

Esta posición intermedia -no tibia- puede leerse en el libro Atención trastornada; Formas de ver arte y performance hoy de Claire Bishop. Bishop, al igual que Groys pone el foco de interés en el ámbito artístico para desarrollar el tema de la percepción en general. Pero si para Groys, la clave estaba en la introyección del gesto artístico hacia uno mismo, Bishop toma la escena artística para concentrarse en la escena de contemplación, en las maneras en las que miramos las obras artísticas. Y lo primero que detecta es que la atención del público está radicalmente dispersa. Y aquí lo radical da cuenta de un marco de sentido muy específico. La obra de arte ya no se contempla sino que brinda un espacio para moverse y socializar, para reaccionar, chatear, compartir y archivar. Incluso advierte que mucha gente después de asistir al evento artístico entra a Instagram para comprobar si ella misma quedó registrada en algún video. Si en algún lugar quedó impreso el testimonio de “haber estado ahí”. 

Pero esta idea, que podría relacionarse con cierta conducta cínica ―algo que remitiría a la referencialidad yoíca― postula, en cambio, que la atención, lejos de ser una facultad universal que las personas detentan, ganan o pierden, es una capacidad mutable que cambia con la tecnología, la medicación y la presencia de otras personas

Sí, ya sé, puede ser que la palabra “medicación” desentone, pero Bishop lo hace a propósito. Y la usa para resaltar el modo en el que la medicina tradicional considera y trata los llamados “trastornos de la atención (TDAH)”. Para ella estos no son más que desajustes entre una idea perimida de atención centrada (en su libro le da el nombre de “atención normativa”) y la capacidad plástica de habitar distintos entornos y establecer conexiones diversas. La medicación, al centrarse en el cerebro individual, empeora la condición de anomia social. No solo porque identifica y estigmatiza al sujeto padeciente como anormal, sino porque en esta etiqueta lo condena a su espacio patológico (del goce que pueda producir esta actitud no me voy a ocupar en este artículo).

Este modelo no solo separa la salud de la enfermedad, o lo normal de lo anormal, sino que define a la atención como un foco que parte de un cerebro “sano” predispuesto a captar los estímulos del medioambiente exterior y que mediante determinados mecanismos se focaliza en un objeto externo. Al hacerlo logra captar sus cualidades y establecer algún tipo de conclusión al respecto. En el mejor de los casos, establecerá una conexión tan eficiente como duradera que le permita elaborar ideas dignas de ser transmitidas a todos objetos externos. Podrían ser audiencias, teclados o pantallas, para el caso, a la recepción no le interesan los detalles.

La atención no es una facultad universal que las personas detentan, ganan o pierden, es una capacidad mutable que cambia con la tecnología, la medicación y la presencia de otras persona

Por esa razón, Bishop revisa las categorías de salud, enfermedad y toda la jerga asociada a ella: higiene, desintoxicación y hasta la conducta cínica como mecanismo defensivo sin olvidar que, una vez más, la tecnología aparece como el elemento tóxico y externo que es necesario desterrar, medicar, o apagar. La clave acá está en la ilusión de exterioridad. 

Rediseñar la performance artística desde una perspectiva liminal podría funcionar como cualquier otro contenido ofrecido de manera real o virtual. De esta manera, la obra de arte (o la obra a secas) abandonaría el espacio sacro o aurático para volverse híbrida, con límites difusos, pero justamente, y por eso, mucho más creativa hacia quienes observan y son, a la vez, observados. Cuando los límites se borran son las mismas categorías las que exigen nuevas reglas de permanencia. 

Estar en contra o a favor de la virtualidad, afirmar que las redes narcotizan nuestros sentidos, nos enferman o nos aíslan es, en primera instancia, vernos en un espejo demasiado autorreferencial y centrado en un supuesto bienestar individual. Asumir, en cambio que vivimos en un medioambiente tecnológico en el que vamos delineando formas de percibir, prestar atención y construir relatos, podría ser el principio de una sociedad menos quejosa, más responsable y dispuesta a burlarse de los mismos discursos que nos aprisionan en verdades distópicas y pesimistas. 

Por su atención, muchas gracias.