Contra la trampa del progreso
Un retrato confesional y filosófico en nombre de una generación que perdió la promesa de la felicidad mientras ganaba poder y tecnología. Un ensayo que denuncia cómo el progreso nos condujo desde el ideal emancipador a un mundo enfermo, donde los hipermodernos deambulan sin misión entre la ansiedad, el vacío y el consumo compulsivo.
Para acabar de una vez por todas con la cultura
Desde los albores de la humanidad, el homo sapiens ha estado impulsado por una fuerza transformadora de su entorno. El anhelo de progreso y su consiguiente desarrollo tecnológico –en forma de martillo de piedra, telescopio refractor o robot Optimus– es el resultado de pulsiones internas que nos movilizan a través de la experiencia de la existencia autoconsciente: creamos cosas en busca de respuestas, para facilitarnos la vida, y guiados siempre por una omnipresente voluntad de poder.
Explica Lacan que los seres humanos no sólo desean objetos concretos, sino que su deseo surge de algo ausente en su ser, una carencia, algo simbólico que no viene dado. Lo humano nace marcado por la falta (manque), y esa falta produce un un hueco ontológico imposible de colmar. Nos constituimos como sujetos simbólicos a partir de un vacío. De allí proviene el deseo, que no busca solo alimento, refugio o reproducción, sino significados, ficciones, narrativas capaces de suturar, aunque sea momentáneamente, esa ausencia estructural. Este deseo nunca se satisface del todo, y se vuelve un movimiento ansioso. El movimiento empuja hacia el progreso técnico, que acaba por ser progreso del dominio —sobre el entorno, sobre otros, sobre nosotros mismos–. Una especie en acción que encuentra en el sometimiento una anestesia.
El sapiens, entonces, no es simplemente un animal que progresa o que se adapta: es un animal que “significa” el mundo porque está atravesado por este vacío que lo impulsa a producir (objetos, símbolos, relatos, sentidos).
En efecto, cada salto tecnológico amplía nuestra fuerza, pero resulta una trampa que profundiza la imposibilidad de plenitud. La explicación es concreta: no somos una especie en busca de la felicidad, somos una especie que necesita hacer, construir, crear sentido, y dominar. Damos significado realizando, realizamos tras dar significado. El costo es dependencia, alienación, frustración y nuevos malestares.
La creación de herramientas, la domesticación del fuego, o la conquista de los metales trajeron consigo tanto poder como pérdida: liberaron en parte al cuerpo, pero también lo ataron a la tierra, al trabajo o a la guerra. La revolución agrícola, en su intento de maximizar probabilidades de mantenernos con vida, nos brindó previsibilidad alimentaria a cambio de trabajo esclavo autoimpuesto, inaugurando el primer “sé tu propio jefe” ponzi de la historia.
“Lo que llamamos civilización es en gran parte responsable de nuestra miseria; seríamos mucho más felices si la abandonáramos y volviéramos a condiciones primitivas”, escribió Freud.
La técnica define nuestra existencia, la forma en la que nos relacionamos con el mundo. Con ella, el pensamiento se convierte en cálculo, en lógica de eficiencia, de optimización, y extingue otros modos de vivir, menos utilitarios. Cada mejora en la calidad de vida, cada ampliación de la longevidad, cada solución a nuestras demandas, ha traído consigo nuevas formas de desconexión con lo animal. Pero la bestia aún anida dentro nuestro. Más seguros frente a la naturaleza, más dependientes de nuestras creaciones, y mayor represión de los instintos. Es el "olvido del Ser" de Heidegger, que empobrece nuestra relación con la realidad. Un modo de existir cada vez más superficial que va diluyendo el sentido.
La idea de progreso es distintiva de la cultura occidental. Su desarrollo como proyecto encuentra sus primeros antecedentes en las tradiciones griegas y judías, las cuales dieron luego origen a la síntesis cristiana, sobre la que se asienta el edificio cultural occidental. En nuestra civilización existe explícitamente la idea de que toda la historia puede concebirse como el avance de la humanidad en su lucha por perfeccionarse, paso a paso, a través de fuerzas inmanentes, hasta alcanzar en un futuro remoto una condición cercana a la perfección para todos los hombres.
Con la irrupción de la modernidad, esta idea se tornó mantra y base de sustentación para la concepción antropocéntrica, atea y optimista de nuestro cuento. Nació así el relato del hombre sin límites en su progreso y creador de su propia historia –ideología que acapararía al capitalismo, al servicio del crecimiento económico crónico–.
Así, el progreso no es más que la tentativa incesante de llenar un hueco. Y sin embargo, el vacío persiste, evoluciona, se profundiza alimentando el deseo, empujando a la especie hacia nuevas invenciones, nuevas culturas, nuevos malestares. Paradójicamente, el confort, que tanto nos seduce, resulta inversamente proporcional a la bienaventuranza, nos deja atolondrados. Necesitamos algún grado de incomodidad. La conquista del ocio, la celebración del éxito, son apenas trampas del deseo, donde el vacío se torna idiota.
El progreso no es más que la tentativa incesante de llenar un hueco. Y sin embargo, el vacío persiste, evoluciona, se profundiza alimentando el deseo, empujando a la especie hacia nuevas invenciones, nuevas culturas, nuevos malestares.

Del inconveniente de haber nacido (en los 80) o el agravamiento posmoderno
Nací en la ciudad de Buenos Aires en 1982. Mis abuelos paternos eran muy católicos, e intentaron, sin que mis padres lo supieran, hacer de mí un creyente. En un principio lo consiguieron: durante mi primera infancia solía hablar a solas con Dios, daba por cierta su existencia. Aquello duró poco: a los doce conocí la muerte, cuando falleció mi abuela materna, y el castillo se derrumbó. La existencia me golpeó en la cara, implacable, cruda, finita, absurda.
Mis padres conformaron una típica pareja de la clase media porteña modelo último-cuarto-del-siglo-XX. Provenientes ambos de hogares de clase media-baja, tomaron el ascensor social de aquella Argentina y superaron a sus padres, tal como reza el mandato: primera generación universitaria —mataron a Dios–; trabajaron sin parar, se capitalizaron económicamente, y criaron dos hijos en un marco de amor, abundancia y estabilidad. “Un sociólogo peronista y una psicoanalista progre sueltos por Barrio Norte”, podría ser el título de mi película costumbrista.
Dicho de otro modo, tuve muy mala suerte con mi infancia: todo fue extremadamente fácil y jamás me faltó nada. Tampoco hubo bajada dura de línea ideológica sino que reinaba en mi casa un espíritu volteriano, se defendía la razón y la libertad de pensamiento. Esa era la ideología implícita: la celebración del espíritu analítico, racional, científico. Se rechazaba el fanatismo, y no había enemigos. Se defendía la pluralidad y la tolerancia.
Criado en ese ámbito durante los años ochenta y noventa, me nutrió culturalmente la globalización. Mi hermano fue mi faro y gracias a él yo accedí a toda la música y libros formativos occidentales. La mentira del rock, la superficialidad del pop, la idiotez de la fama y la TV, todo aquello se tornó constitutivo. Mis padres no traían rituales consigo, al romper con su pesada herencia habían quedado livianos. Prácticamente no celebraban sus cumpleaños, navidad, ni reyes magos. Podría decirse que las únicas dos tradiciones familiares eran ser del club de fútbol Independiente, y cenar pizza los domingos. Como buenos descendientes de italianos y españoles, cultivaban la vida social, las comidas abundantes con amigos, la sobremesa prolongada, regada con alcohol y sostenida con tabaco. Amistad, celebración, multiculturalismo, diversidad, desarraigo. Hijos más progresistas que sus padres. Eso que hizo el siglo XX con nosotros.
En la adolescencia cayó en mis manos el libro Hay que ser absolutamente moderno, de Arthur Rimbaud –se trataba de un extracto del poemario Una temporada en el infierno, publicado en España como un pequeño libro de bolsillo independiente– y me enamoré de la idea del progreso. Encontré allí una ideología a mi medida. El culto a lo nuevo, a lo joven, al mañana. No sólo se trataba de narrar la época, se trataba de ser la época, representarla. La juventud desafía a las tradiciones valiéndose de su intuición, pretendiendo reemplazar aquello que viene dado, por osadía, movilizados por un natural afán de protagonismo. Un proceso de raíces psicológicas, pero también biológicas. Toda generación cree descubrir la transgresión, las orgías, las drogas, la libertad. La posmodernidad hizo de lo joven una deidad. Puso la adolescencia en el centro. Lo que siguió fue narcisismo, individualismo extremo, hedonismo, sueños importados europeos…
En la adolescencia cayó en mis manos el libro Hay que ser absolutamente moderno, de Arthur Rimbaud, y me enamoré de la idea del progreso. Encontré allí una ideología a mi medida.
De todo esto está hecha mi carne, como la de tantos otros nacidos en la clase media acomodada y ochentera de alguna gran ciudad occidental. Tal es el cóctel clásico de donde sale un posmoderno de manual, carente de identidad, sin grandes relatos que contengan, sin misión, sin proyecto histórico, entregado a la tragedia del disfrute.
A medida que la especie escala la pirámide de las necesidades, desde las de subsistencia hasta el lujo actual –que naturalmente todos anhelamos–, nuestro deseo se disgrega y se aleja de lo que es bueno para nosotros. Cuando vivís mejor que un rey europeo del Renacimiento, lo que deseas y lo que es bueno para vos tienden a ser cosas absolutamente opuestas entre sí. Hedonismo es vulgaridad. El placer se volvió barato. Algunos zafaron. Yo caí en la trampa. Desperdicié buena parte de mi juventud en una adolescencia prolongada e imbécil. Me convertí en adicto. Adicto al goce, al alcohol, al tabaco, a la comida, a la fiesta, a las drogas, a los amigos, al sexo, al exceso.
La paternidad me ofreció una oportunidad de redención. Criar hijos es un modo poético de habitar el mundo, y al mismo tiempo abre posibilidades de relación con lo real: no verlo todo como recurso, no estar atado al cálculo, postergar al “yo” como prioridad. Un proyecto de trascendencia, de comunidad, de responsabilidad, de orden y de jerarquía. Dejé entpnces de despreciar las costumbres y las tradiciones. Comencé a envidiar a los creyentes. (Dichoso aquel que puede creer. Creer no es una elección racional. Se cree o no se cree, no se puede elegir creer. Quien no pueda creer, que críe hijos. Quien no pueda criar, que encuentre pasión en algo más que sí mismo. Y a quien no pueda hacer nada de todo esto, le deseo suerte).
Sería falaz pasar por alto las singularidades biográficas que me llevaron a cometer mis errores. Pretendo centrarme en lo epidémico: vacío, no-sentido, ansiedad, hedonismo. El asunto no es de ahora, viene de origen, pero se está agravando. Ninguno de los grandes relatos del pasado —religión, ideología, mitología—,habían funcionado del todo realmente. Sostuvieron algo durante algún tiempo, pero también se resquebrajaron en dudas inconfesables que luego nos trajeron hasta acá. El problema no empezó con la posmodernidad, sino que el malestar está en nosotros. Pero los últimos 80 años han sido una auténtica caída libre. Lejos de clausurar el vacío, ahora nos devora.
No me volví un reaccionario, no abogo por volver al pasado, eso no existe. Simplemente ahora sé que la vida urbana es horrorosamente tóxica. Que no hay relación saludable con el alcohol, con la marihuana, con la cocaína, con el MDMA. Que se puede ser adicto a muchas otras cosas también: a la pornografía, a la timba, a los dulces, al teléfono, al Whatsapp, a las redes sociales, a las notificaciones. Que la ansiedad es contagiosa, como los bostezos, se absorbe. Que mucho de lo que nos autorrecetamos porque queremos hacernos creer que nos calma, en realidad nos intranquiliza. La cultura occidental contemporánea nos enloquece. Incentiva, por sobre todas las cosas, la satisfacción del placer inmediato. Adormeció y ordenó a la sociedad desordenando el espíritu. Dentro nuestro reina el caos. Disolvió las pocas jerarquías que aún quedaban, tambaleantes. Fuimos engañados por nuestros padres que, a su vez, engañados por los suyos, cometieron el gravísimo error de pretender hacernos la vida más fácil, arrojándonos a la fé en el progreso.
Desperdicié buena parte de mi juventud en una adolescencia prolongada e imbécil. Me convertí en adicto. Adicto al goce, al alcohol, al tabaco, a la comida, a la fiesta, a las drogas, a los amigos, al sexo, al exceso. La paternidad me ofreció una oportunidad de redención.
La hipermodernidad, la posmodernidad hiperacelerada, nos arrancó las últimas raíces, nos dejó sin memoria. Tiró por la ventana todo lo viejo, incluso la propia ventana. Nos dejó huérfanos, sin relatos, carentes de sentido. Y nos dejó exageradamente ansiosos. Quedamos enfermos. Biología de mono, tecnología futurista.
Sustituyó las jerarquías externas por la autoexplotación. Deseamos libertad, más tiempo libre –cuanto menos se trabaja menos se quiere trabajar–, pero ¿para hacer qué? No sabemos qué desear, deseamos mal. La “libertad” sin estructuras condujo al colapso del sujeto, requiriendo nuevas formas de autoridad simbólica. Ahora andamos mendigando autoridad. La idea de libertad se ofrece como la ilusión de ser feliz mediante el consumo y la hiperactividad. El malestar actual peca de “exceso de positividad” (Byung-Chul Han). La cultura nos impone el proyecto de ser felices pero fracasa en su mayor parte; no estamos hechos para soportar esto. Se espera que cada uno sea su propio proyecto, su propio optimizador: “si está todo dado para que te vaya bien, dale nene, ¿cómo es que no tenés más éxito?”, parece decirnos. “Todos progresan menos vos”.
La ciencia no resulta suficiente para saciar la sed de respuestas inmediatas y simplistas de una generación impaciente. Brotan legiones de coaches de Instagram, tarados, conspiranoicos, astrológicos y delirantes terraplanistas, que, ante la búsqueda desesperada de sentido, recurren a lo que sea. Cada vez más gente habla de sus asuntos personales con ChatGPT, asignando veracidad a los halagos que le ofrece el algoritmo –ese novedoso anzuelo adictivo–. La agonía individual por encajar es tan aguda que cualquier creencia parece preferible a lo vano.
La mercantilización total del capitalismo tardío tiñe la época: todo debe enganchar. Si no es adictivo no sirve. La compulsión como forma de ser y como destino. El consumo capitalista no solo agota recursos naturales, sino que también transforma a los individuos en agentes de su propia degradación, mediante hábitos insostenibles, empujándolos al colapso. En busca de gratificación inmediata, nos consumimos.
Mark Fisher diagnostica la "hedonia depresiva": nadie desea nada fuera del placer porque no hay otro horizonte. Abandonamos toda ambición de proyecto colectivo para replegarnos sobre nosotros mismos, incapaces de encontrar un sentido en la Historia. La voluntad de sentido no desaparece sino que queda al desamparo, sin narrativa. Es lo que Peterson llama “el colapso del significado”. No hay razones para hacer nada. Todo es nihilismo, todo es igual. La Ilustración oscura de Nick Land y Curtis Yarvin describe al siglo XX como una gran máquina de conformismo que fagocitó relatos y dejó indiferencia. Quizás lo más duro de ésta época es que no se nos ocurre cómo contárnosla. Cada uno construye su propia ficción –un castillo de arena que se desmorona ante la primera ola de crisis–, deseando estar solo y, simultáneamente, no soportándose a sí mismo. Somos islas hiperconectadas e incomunicadas.
Crecimos creyendo que éramos libres y “que lo demás no importa nada”, pero la idea de libertad sin brújula nos dejó a la deriva, expuestos a la tormenta de una incertidumbre sin refugio. La promesa occidental de un mundo sin límites se convirtió en una condena: ahora, sin ataduras, vagamos sin rumbo, sin saber siquiera qué buscar. Contando likes, observando el lento fluctuar de gráficos dinámicos bursátiles, jugando al bitcoin. No hay ancla espiritual, no hay marco ético.
Somos libres de elegir, pero elegimos todos lo mismo: modas inútiles, trends de redes sociales. Somos libres de rompernos la cabeza con drogas y alcohol cada fin de semana para tolerar una existencia insignificante; libres de compromisos, libres para mantener relaciones superficiales, libres para caer en la trampa de la timba y perder toda la guita, libres para poder cultivar todo tipo de vidas autodestructivas, libres para no tener hijos y estirar la adolescencia hasta la muerte, libres de toda moral. Los posmodernos arrastramos los pies en un deambular por la historia. Somos un barco a la deriva, flotando en el océano de la eternidad. No hay misión trascendente. El falso refugio es la exaltación de su subjetividad –”y de cada individuo, nacerá un podcast”–. La cultura del individualismo nos ha convencido de que la única meta válida es la satisfacción personal.
Los existencialistas del siglo XX fueron la avanzadilla: ya se habían enfrentado a la disolución de los valores tradicionales tras las guerras mundiales, a la pérdida de fe en la razón y el progreso. Sin embargo, aún conservaban la ilusión de la rebeldía, de la creación de un sentido moral en un mundo absurdo. Sartre abrazaba el compromiso político, Camus se revelaba contra la injusticia, Sábato exploraba los abismos de la psique humana. Se proponían crear sentido en un mundo sin Dios ni progreso. Nosotros ni siquiera creemos en la categoría de "sentido".
Aquel momento, padre del actual, todavía ofrecía los últimos estertores de idealismo. El neoliberalismo progresista y globalizado produjo el vaciamiento definitivo, la hiperfragmentación, el fin de lo colectivo. Ya ni siquiera podemos sentir la náusea del Ser frente a objetos cotidianos, nos enfrentamos a una realidad desmaterializada. La pantalla sustituye lo tangible. Pasamos a ser espectadores. Cambiamos exceso de Ser, por su ausencia, en un mundo de signos autorreferenciales vacuos. Mientras que aquellos aún luchaban contra la opacidad del mundo; nosotros nos tragamos su transparencia obscena. No hay silencio cósmico porque ya no hay cosmos. Los posmodernos heredamos un mundo donde la deconstrucción ya ha sido completada. No queda nada por derribar, no hay enemigos concretos, sólo fragmentos dispersos, como un espejo roto, simulacros vacíos. La rebeldía se convirtió en un post sobre la indignación, el compromiso apenas aspira a ser un espectáculo. No hay marcas de balas. De la náusea a la anestesia. Lo psicológico venció a lo ideológico. Es un cuadro de depresión crónica. La náusea, además de angustia existencial, representaba un signo vital que advertía los quilombos en los que nos estábamos metiendo. La intemperie ya no advierte, es el día después, una enfermedad crónica y funcional.
Rousseau decía que el avance de las ciencias y las artes no había mejorado la moralidad ni la felicidad humana, sino que, por el contrario, había corrompido al hombre y empobrecido su vida. Nos prometieron plenitud y nos dejaron ansiosos. Nos prometieron un futuro brillante, y nos entregaron un presente idiota, de estímulos frugales, lleno de gadgets y carente de todo significado. Angustiados, adictos, sin razones para vivir más que la búsqueda compulsiva del goce, sin hijos, o peor aún, malcriando hijos, tratándolos como si fueran amigos, sin ofrecerles autoridad, sin guía, sin dificultades, creando malditos inútiles incapaces de lidiar con cualquier tipo de frustración.
No hay forma de volver atrás. El tiempo de las certezas ha pasado; debemos aprender a vivir en lo provisional y fugaz. Nos encontramos al descubierto, sin protección. El desamparo es total.
No hay forma de volver atrás. El tiempo de las certezas ha pasado; debemos aprender a vivir en lo provisional y fugaz. Nos encontramos al descubierto, sin protección. El desamparo es total.
Los nostálgicos proponen volver a Dios: ya quisiéramos. Los pragmáticos proponen recuperar la comunidad mediante nuevos ritos, convertir el caos en un orden habitable, generando una falsa seguridad. Suena increíble. No podemos. Hemos cruzado el Rubicón. Ya nada es participación, todo es espectáculo. El aburrimiento fue erradicado. Dios, revolución, enemigos, todo ha muerto. No hay axis mundi –eje del mundo–. La Ilustración y la ciencia relegaron lo sagrado al ámbito de la irracionalidad. El dato destruyó el misterio. Queríamos conocer el truco del mago, pero una vez lo aprendimos, la magia ya no ocurre. Tenemos nostalgia por lo sagrado, pero ya es tarde. Lo terrenal asesinó a lo divino. Por eso, todo aquello que aporte misterio, como la IA, la nanotecnología o la conquista espacial, es lo único que nos queda. No como optimismo, sino como religión inversa. La idea de Dios es una idea muy poderosa, no debemos desecharla. Al buscar respuestas, hemos parido criaturas, nos hemos convertido en dioses; pero no en la imagen perfecta que habíamos imaginado para nuestro creador. Somos dioses que no comprenden lo que crean, dioses imperfectos que dejan una huella espontánea. Dioses que hacen, porque no saben no hacer. Dioses con prótesis que, enfermos, se extinguen, dejando un legado el cual, quizás, algún día, se vuelva consciente y reflexione sobre nosotros, sus dioses, sus creadores, su Big Bang.
“Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias”: los metarrelatos, el cobijo del sentido, los ideales, una moral. La vida se nos planteó de un modo espantosamente hedónico y estamos al horno. Sabemos cada vez menos acerca de cómo ocho mil millones de humanos deberían compartir este planeta de alguna forma que funcione –y ni siquiera sabemos si eso es posible–. La humanidad se convirtió en el comienzo y el fin, en la pregunta y en la respuesta. El futuro es inexorablemente posthumano, un orbitar de máquinas y algoritmos. Apenas resta terminar la obra.
La hipermodernidad, la posmodernidad hiperacelerada, nos arrancó las últimas raíces, nos dejó sin memoria. Nos dejó huérfanos, sin relatos, carentes de sentido. Y nos dejó exageradamente ansiosos. Quedamos enfermos. Biología de mono, tecnología futurista.