Contra la política
Política es de esas palabras que usamos todo el tiempo, pero que, si nos preguntan qué significa, ya no sabemos responder. Decimos que hay que politizar, pero ¿significa desnaturalizar algo que se asume como natural? ¿Someterlo a discusión pública? ¿Evidenciar su carácter conflictivo? Para izquierda y derecha, la política parece el horizonte irrebasable de nuestro tiempo pero esta totalización tiene una función despolitizadora.
por Emmanuel Biset
En un libro dedicado a pensar el presente, titulado El capitalismo ha muerto, McKenzie Wark sostiene que ya no vivimos en un régimen capitalista, sino en algo peor llamado “vectorialismo”, donde la disputa se da entre la clase vectorialista y la clase hacker. Para Wark, el caudal informacional sin precedentes de nuestro tiempo produce una lucha permanente por la captura de nuestra atención. En esta lucha, una clase controla los vectores de la información y la otra produce información nueva que es apropiada. Al fin y al cabo, la confrontación constitutiva del mundo actual es aquella que se da por almacenar, procesar y distribuir esa cosa difusa llamada información.
Sin embargo, aquí me quiero detener en otra cosa. Wark, al escribir el libro, va desarrollando un modo de comprender la intervención teórica: al mismo tiempo que escribe sobre el mundo contemporáneo, va pensando qué estrategias teóricas son adecuadas para ello. Recuperando el situacionismo de Guy Debord, va a sostener que tiene cierto gusto por las tácticas de escritura modernas, donde lo moderno se entiende como el agente crítico dentro de y contra el presente. Esta escritura debe producir un détournement, esto es, un tipo de escritura experimental que produzca un lenguaje diferente del que hemos recibido. La tarea del pensamiento es por esto mismo provocar, generar algo en el otro, remover certezas, cuando la crítica o el marxismo no son sino formas de la industria cultural que entran en el mercado de las ideas. La provocación de Wark pasa por sostener que a derecha e izquierda, para atribuirle todas nuestras bienaventuranzas o todos nuestros males, se acepta que el capitalismo define el presente. De hecho, la mayor creatividad que se puede esperar pasa por adjetivarlo: capitalismo de plataformas, capitalismo cognitivo, capitalismo fósil, etc. De allí que en tono zizekiano señale que el capitalismo es el sublime lenguaje de nuestro siglo. Quiero retomar la propuesta de Wark, pero llevarla para otro lado. Recuperar su idea según la cual pensar es provocar desplazando el lenguaje heredado. Pero esta vez para indagar otra cosa: ¿no es la política el sublime lenguaje de nuestro siglo?
2.
La hipótesis especulativa que quisiera arrojar se articula en dos movimientos. El primero sostiene que la política parece constituir el horizonte irrebasable de nuestro tiempo. El segundo sostiene que, paradójicamente, esta totalización tiene una función despolitizadora. Precisemos el sentido del primero. Si el siglo XX terminaba con la derrota radical de los proyectos políticos emancipadores, la crisis de la izquierda posterior a la caída del muro de Berlín, decretada no sólo por el diagnóstico del fin de los grandes relatos, sino por la confirmación del fin de la historia, esto se confirmaba en ese extraordinario librito de Silvia Schwarzböck titulado Los espantos, donde señalaba que la derrota después de la derrota consagraba un régimen donde triunfó un modo de vida de derecha como única vida posible. Mark Fisher unos años antes había escrito que hoy vivimos en un realismo capitalista donde es posible imaginar el fin del mundo, pero no el del capitalismo. Esta sensibilidad pesimista se expandía al mismo tiempo que en América Latina surgían movimientos progresistas donde la política volvía a tener sentido. Frente al desencantamiento político del mundo, por más de una década una región parecía ir a contramano produciendo transformaciones concretas y, sobre todo, construyendo sentidos donde la política ocupaba un lugar central.
Hoy esto parece ser el recuerdo de un mundo perimido del que solo quedan ruinas. La pandemia hizo lo suyo estableciendo una división del tiempo que se borra a sí mismo, una cesura evanescente. Sea para denunciar la imposibilidad de transformación radical, sea para restaurar una tradición política progresista, en la izquierda la palabra política convoca un sentido afirmativo. Política es el nombre de la posibilidad de transformar el mundo. De allí su asociación con otras palabras como emancipación, justicia, liberación, equidad. En sus momentos de efervescencia, esta definición afirmativa funciona como mantra: la tarea es politizar cualquier aspecto del mundo que parezca no político. Politizar el género, la raza, la salud mental, la producción de saber, y así al infinito. Politizar, en conjunto con esa otra palabrita mágica, “desnaturalizar”, parece indicar que algo es contingente y habilitar su transformación. De ese lado llamado izquierda, definido por una espacialidad corporal o la estructura de una asamblea francesa, siempre se trata de más política. La política no es un campo delimitado o un aspecto de la realidad, es la forma misma del mundo. La izquierda se tatúa en la piel: todo es político.
En la izquierda la palabra política es el nombre de la posibilidad de transformar el mundo, funciona como mantra: la tarea es politizar cualquier aspecto del mundo que parezca no político, politizar el género, la raza, la salud mental, la producción de saber, y así al infinito

La derecha, históricamente, convocaba un sentido opuesto. Los conservadores defendían un orden tradicional a preservar, ya sea en derechos de propiedad, jerarquías sociales, fundamentos morales o formatos familiares. La vieja y buena tradición es algo que debía permanecer externo a la política. Los liberales, por su parte, sostenían la existencia de un régimen de verdad llamado mercado, cuyas inexorables leyes no forman parte de los designios humanos, algo que se autorregula distribuyendo de modo eficiente las cargas y los beneficios a nivel social. El neutral mercado es algo que no solo debía permanecer ajeno a la política, sino regularla en sus fibras más íntimas: desde constituir un Estado mínimo a configurar cada vida particular como empresarios de sí mismos. Como la memética contemporánea difunde, nada más de derecha que decir “soy neutral” o “la política no me interesa”. Sin embargo, la derecha ya no es lo que era: la habita el malestar de una herencia imposible. Una herencia imposible que afirma con radicalidad que el mercado es una institución absoluta, capaz de todo, frente a una casta política convertida en el signo de todos los males. Pero esta afirmación se realiza mediante una impronta que convierte cada aspecto del mundo en una batalla. De hecho, lo que articula a la derecha global no es un decálogo económico —aquí son libre mercado, allá proteccionistas—, sino la afirmación de una guerra cultural contra un fantasma llamado “woke”. Aquella vieja enseñanza de la izquierda del siglo XX, de Gramsci a Althusser, que decía que siempre hay disputa por la hegemonía o lucha ideológica, parece hoy ser el lema de la derecha. Hace veinte años, leer “batalla cultural” remitía a un texto de la izquierda culturalista; hoy remite a jóvenes furiosos peleando enemigos imaginarios. La derecha, al definirse por una guerra permanente, asume la totalidad de lo que existe como objeto de disputa. La derecha convierte en lucha política hasta la evidencia científica.
A fin de cuentas, a izquierda y derecha la totalidad del horizonte parece ser político. Y esto sucede cuando, en la disputa por la atención, hay tanto meme y tanto reel circulando que tenemos que frenar en alguno: política y espectáculo se identificaron. Debord ya escribía hace décadas que la sociedad se volvió espectáculo, no solo la política. Lo que interesa es mostrar el movimiento inverso: el espectáculo se volvió política. Ya no solo la esfera pública, que tenía en noticieros su lugar privilegiado, parece estar dedicada a la política: cualquier otro aspecto debe remitirse a ella. Si se consulta a un matemático o un actor, debe pronunciarse sobre la situación actual, la aprobación de una ley o su posición política. La política funciona como una esfera de sentido que sobredetermina el resto de la realidad.
3.
El bueno de Jean-Luc Nancy tiene un pequeño texto escrito allá lejos y hace tiempo titulado ¿Todo es político? En ese texto dice dos cosas a las que hay que prestarles atención. De un lado, que si todo es político, ya no queda nada por politizar. Por paradójico que resulte, afirmar que todo es político comporta una cierta inacción: es un punto de partida que ya no requiere el trabajo de politizar aquello que parecía no político hasta antes de ayer. De otro lado, que hay que tener cuidado con el vínculo entre política y totalidad; desde el momento en que la totalidad del mundo se define por una sola lógica —nada se puede sustraer a ello—, no existe parte del mundo que no pueda ser sometido a la impugnación política. Cualquier posición subjetiva o aspecto de la realidad que presuma no poder decir algo sobre la política, expresar su posición, manifestar su compromiso, es impugnado como evidencia de un lugar político que no se quiere mostrar o de una posición que no se quiere revelar. Se frunce el ceño y se dice: tu indiferencia es un modo de hacer política, quien calla le hace el juego a la derecha, y así. O incluso de modo afirmativo: esa obra de teatro, sin hacerlo explícito, realiza una deconstrucción del homo œconomicus; ese cuadro de un paisaje natural es la construcción política de un punto de vista, etc. Se dijo primero “existe una construcción social de la realidad”, se dijo después “esa construcción social tiene una politicidad inherente”, y en el preciso momento en que ciertos pensadores de la Ilustración Oscura denunciaban ese constructivismo como el núcleo de la catedral progresista, la derecha erigió sus cruzadas en una guerra religiosa: la batalla cultural.
Para la derecha, la vieja y buena tradición es algo que debía permanecer externo a la política. Sin embargo, ya no es lo que era: la habita el malestar de una herencia imposible, una guerra cultural permanente que asume la totalidad de lo que existe como objeto de disputa, como política
Quizás el último gesto de una sensibilidad politizante es aquella que afirma que el gesto más radical en la actualidad es mostrar el carácter político de todo lo que está más allá de lo humano. O, como supo escribirse, preguntar qué le hacen los no humanos a la política. Latour escribió sobre políticas de la naturaleza, Bennett sobre políticas de la materia, Stengers sobre políticas del cosmos, Massumi sobre políticas de los animales, Bratton sobre políticas de las plataformas digitales, y así al infinito. Antropoceno parece ser el nombre de una época definida por la politización de eso que llamábamos naturaleza o de eso que llamábamos mundo tecnológico. Claro que cada una de estas afirmaciones comporta dos dificultades. Primero, se asume que algo no era político y ahora lo es: la naturaleza respondía a leyes físicas externas, pero la intervención humana planetaria la volvió inestable. Esto supone que existió una política precedente que excluyó a la naturaleza del campo político, hoy revertida. Segundo, está el problema de la atribución: ¿quién atribuye politicidad a qué cosa? Y, sobre todo, ¿qué puede significar política en cada caso? Si decimos que el Antropoceno politizó la naturaleza, ¿implica que la política humana se extendió a lo natural? Si hay política de los objetos técnicos, ¿proviene de su diseño humano o de sus modos de configurar el mundo?
Política es de esas palabras que usamos todo el tiempo, pero que, si nos preguntan qué significa, ya no sabemos responder. Porque es de uso extendido en la esfera pública, porque tiene un uso técnico en una tradición que va de Platón a Foucault, porque su sentido está sometido a las variaciones del tiempo. Decimos que hay que politizar, pero para que tenga sentido tenemos que presuponer un sentido de política: ¿significa desnaturalizar algo que se asume como natural? ¿Someter algo a discusión pública? ¿Evidenciar el carácter conflictivo de algo? ¿Mostrar la constitución de lo común? Cada una de estas preguntas remite a un nombre propio, a una tradición, a una dimensión de la realidad. Esta parece ser nuestra situación: no sabemos bien qué significa política, pero quizás esa misma ambigüedad funciona como modo de definir la totalidad de lo que existe. Cada cosa que hacemos parece estar sometida a su jurisdicción: la música que escuchamos, los vínculos de amistad, el modo en que tratamos la naturaleza, las formas tecnológicas que habitamos. Todo parece ser una decisión política que nunca tomamos. Sin embargo, la totalización del horizonte de lo posible bajo la jurisdicción de la política tiene un efecto de clausura. Es agobiante: es una forma de esa vida exhausta por la aceleración constante del ritmo de vida. Como si se pudiera decir, la contracara de la aceleración de nuestra forma de vida que se concentra —en expresiones como “no tengo tiempo”, “no doy más”, “no llego con todo lo que tengo”— fuera la politización de todo lo que existe. La pregunta es entonces simple: ¿cómo sustraer algo de la política sin hacer de la política un campo de la realidad con límites claros y distintos?
Una vieja enseñanza recuerda que cuando algo empieza a decir demasiado, ya no dice casi nada. Sheldon Wolin, en un libro que educó a generaciones en teoría política, advertía que si nos pensamos como ciudadanos del cosmos, quizás ciudadanía ya no diga mucho. La tarea —iba a decir política, pero se trata de evitar esa adjetivación— es volver a otorgarle consistencia a la política mediante una sustracción de esferas de sentido. El mundo es muchas cosas y no todo es político. Una nueva consistencia de la política solo puede surgir allí. Una vida o un mundo que sostenga una relación generosa con lo que existe va más allá de la política. Emmanuel Levinas, luego del sacudón que le produjeron las críticas de Derrida a Totalidad e infinito, escribió un libro titulado De otro modo que ser, o más allá de la esencia. En el ritmo de esa frase hay un hallazgo: de otro modo que algo. Pues bien, de esto se trata: de otro modo que política. No sé aún qué puede significar, pero quizá en esa incertidumbre se juegue la posibilidad de sustraerse a la clausura política del mundo.
Si todo es político, ya no queda nada por politizar, comporta cierta inacción. La tarea es volver a otorgarle consistencia a la política mediante una sustracción de esferas de sentido. El mundo es muchas cosas y no todo es político.