Contra la falta de autocrítica progresista
La autocrítica puede ser una de las mejores herramientas para imaginar escenarios alternativos y evaluar caminos que todavía no se transitaron. Aunque el marketing electoral lo desaconseje y tener un contrincante político como Javier Milei aporta la satisfacción de poder expresar las diferencias en un plano moral, hoy el progresismo debe pensar hasta qué punto fue cómplice estructural de la actual «fobia al Estado».
por Gonzalo Aguilar
La exigencia de autocrítica, sobre todo cuando se pide que la haga otro, puede tener un sentido adverso: supone que el otro está equivocado y que está obligado a someterse al escrutinio ajeno. Como implica admitir un error o una debilidad en un terreno —el de la política— en el que eso no es recomendable, suele decirse que hay que hacerla puertas adentro y que los trapos sucios se lavan en casa. Pero en esos casos siempre será endeble o limitada, porque prescinde de la mirada ajena y del espacio público. En la película El aprendiz de Ali Abbasi, sobre los comienzos de Donald Trump en la vida pública, los consejos que le da su mentor Roy Cohn son: “atacar siempre, negarlo todo y vender cualquier resultado como una victoria”. Es como si el marketing electoral nos dijera que la autocrítica no es algo deseable ni recomendable. Sin embargo, la autocrítica puede ser una de las mejores herramientas para imaginar escenarios alternativos y evaluar caminos que todavía no se transitaron.
Si la inclinación a revisar posiciones no es algo tentador, la lógica que propone este gobierno, con sus medidas catastróficas y destructivas, produce una dinámica que lleva a posiciones defensivas y reactivas. El propio presidente, al autodefinirse como un Terminator, un topo en el Estado que viene a destruirlo, legitima esas reacciones defensivas, que, si bien no otorgan razón, al menos hacen las faltas menos graves. Hasta puede detectarse cierta satisfacción en que el contrincante sea Milei porque, al menos en el plano discursivo, facilita las cosas. En este contexto, la falta de autocrítica puede ser tanto un efecto de una manera dogmática de pensar el mundo como de una actitud defensiva e incluso de supervivencia. Pero ninguna de las dos cosas nos exime de la responsabilidad de imaginar el porvenir y en cómo será el día después.
Un buen ejemplo de la lógica que se desató en estos dos últimos años son las discusiones sobre las políticas de fomento del INCAA, motivo de furia por parte de los libertarios, que sostienen argumentos tan falsos y banales como que “se terminaron los años en los que se financiaban festivales de cine con el hambre de miles de chicos” (está en un comunicado oficial). Sin embargo, salvo algunos casos como el de Julio Raffo (redactor de la ley de cine), casi nadie habla de los subsidios adelantados que daba el Instituto aprovechando un recoveco de la ley, de las deficiencias del organismo o del uso que hizo Sergio Massa del Festival de Mar del Plata. A veces la sola mención de esos problemas puede llevar a pensar que quien los enuncia “le está haciendo el juego al enemigo” o directamente que ya está entre sus filas.
El efecto más nocivo de someterse a una defensa total de aquello que el gobierno de Milei ataca sale a relucir cuando se trata de analizar el fenómeno del surgimiento de la ultraderecha, que el progresismo tiende a ver como un fenómeno que no nos implica
El efecto más nocivo de someterse a una defensa total, en bloque y sin gradaciones de aquello que el gobierno de Milei ataca, sale a relucir cuando se trata de analizar el fenómeno del surgimiento de la ultraderecha. El progresismo tiende a ver la nueva hegemonía política y social de la ultraderecha como un fenómeno que no nos implica, con el que no tuvimos nada que ver, y eso resulta en una reafirmación de nuestras posiciones. Una suerte de narcisismo encubierto que a la vez que nos otorga un lugar de superioridad implica una dificultad para pensar al otro (muchas veces olvidamos que el otro también está en uno mismo). Hace poco escuchaba en la radio a una de las voces más reconocidas del campo intelectual argentino que definía a las ultraderechas como “anticolectivistas”. Ese era, según su interpretación, el rasgo central del gobierno, además de su “fascismo”. Más allá de que ambos atributos parecen contradictorios (hay pocos movimientos más colectivistas que el fascismo), lo que me interesa es el camino argumentativo que abre la caracterización de los actuales movimientos de ultraderecha como “anticolectivistas”. No tanto por lo que pueda decir sobre el objeto que se quiere definir —ya que es claro que apuestan por el individuo— sino por lo que dice sobre quien está juzgando. El analista queda del lado correcto, ya que todas las asociaciones con “lo colectivo” suponen categorías moralmente virtuosas (solidaridad, altruismo, cooperación, lucha) y, por lo tanto, quedan eximidas de la necesidad de una autocrítica. La historia sigue siendo la misma de siempre: ellos son los insensibles, individualistas, interesados y hasta crueles, y por lo tanto hay que hacer todo lo posible para detenerlos. En realidad, no es una crítica ideológica —la tradicional diferencia entre liberalismo y socialismo— sino una condena moral. Mi idea es que con estas categorías estáticas y maniqueas no solo no entendemos el fenómeno, sino que lo fortalecemos: sea porque no es una caracterización correcta, sea porque se alimenta de connotaciones morales que evitan cuestionar nuestro lugar de enunciación.
¿Qué tal si en vez de caracterizar a esos movimientos como “anticolectivismos” los pensamos a partir de la noción de Michel Foucault de “fobia al Estado”? La ventaja de pensarlos desde este concepto es que nos permite comprender mejor las motivaciones que llevaron a más de 50% del electorado a elegir a Milei se explica en función de una fobia que, en varios momentos, también padecimos. Además, nos lleva a preguntarnos si el Estado que se construyó en las primeras décadas del siglo XXI en la Argentina no ofrece diversas razones para justificar esa fobia. Todavía no hubo —que yo sepa— una autocrítica integral de la convivencia de lemas altruistas como “el Estado te cuida” con la indefensión en la que vivieron muchos sectores de la población durante el anterior gobierno y de la crueldad ejercida sobre ellos. Mucho menos se abordaron las relaciones de complicidad —no voluntarias sino estructurales— entre la debacle del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner y la llegada de la ultraderecha al poder. Por supuesto que se trata de un fenómeno mundial, impulsado por una cantidad de variables internacionales, pero eso no debería llevarnos a obviar los acontecimientos y situaciones locales que colaboraron con el fenómeno. Obviamente hay ensayistas que avanzaron en esta dirección, pero me refiero más al clima que recorre las redes y a la institucionalización del sentido común progresista.
¿Qué tal si pensamos al mileísmo a partir de la noción de “fobia al Estado”? Todavía no hubo una autocrítica integral de la convivencia de lemas altruistas como “el Estado te cuida” con la indefensión en la que vivieron muchos sectores de la población durante el anterior gobierno
¿Por qué la fobia al Estado ha crecido tanto en la Argentina? ¿Por qué los ataques de los fóbicos son respondidos con posiciones de defensa irrestricta de lo estatal (que a menudo se confunde con lo público), como si no hubiera allí nada que objetar? Es verdad que la torpeza y crueldad de los argumentos oficialistas no deja mucho lugar a los matices, pero si deseamos que haya una alternativa real no hay como no trabajar en una doble dirección: crítica y autocrítica.
Conste que yo estoy en contra de la falta de autocrítica del progresismo pero no de los progresistas, posición con la que siento más afinidad, aunque últimamente constato que es “progresista” ser indiferente a los abusos de Insfrán o Capitanich, o incluso apoyar sin reservas a la dictadura de Maduro, algo que hace, sin tapujos, el principal candidato de la oposición, cuando se calcula que hay cerca de siete millones novecientos mil venezolanos en el exilio —en un país que tiene alrededor de 30 millones de habitantes—, muchos de ellos en la Argentina. Admito —aunque no comparta— que se pueda defender al gobierno venezolano, pero no concibo que no se ensaye aunque sea una explicación para uno de los desplazamientos forzados de personas más masivos del siglo XXI. Entiendo por progresista el ideario que tiene como objetivo la defensa de la igualdad, de los derechos individuales y colectivos, y el cuestionamiento de la propiedad (el gran tabú del presente) y de las estructuras de poder. Pero también el que reafirma la libertad. Por eso considero incompatible la defensa del gobierno de Venezuela con un pensamiento emancipatorio.
Mientras escribo este texto no puedo dejar de escuchar las sanciones más o menos silenciosas de los bienpensantes, o a mi superyó, que me advierte lo que van a decir: “¿justo en estos momentos un texto que, en vez de criticar al gobierno, se ocupa de la oposición?” Se acude a la coyuntura para sancionar la crítica y aparece el temido fantasma de “hacerle el juego a la derecha”. Me pregunto si no hacerle el juego a la derecha derivó en la paradoja de renunciar al libre pensamiento, una antigua consigna del progresismo a la que adhiero. Me pregunto si no hacerle el juego a la derecha nos volvió ininteligible un juego en el que la derecha pone las reglas. Son todas cavilaciones que me asaltan desde que Supernova me invitó a escribir contra algo o alguien. Soy bastante renuente a pensar “contra” porque creo que uno termina mordiendo el anzuelo y queda atrapado en una lógica ajena.
Se me ocurre que una objeción a mi postura podría ser que el crecimiento de la ultraderecha no está necesariamente relacionado con las decisiones que tome el pensamiento progresista. Eso es cierto, pero también lo es que las salidas al dominio de la ultraderecha dependen en buena parte de no caer en el narcisismo crítico y de las posiciones defensivas o reactivas. La postura reactiva de la resistencia puede ser buena para reafirmar posiciones, pero no es eficaz –como ya se demostró en los noventa con el menemismo– para detener el avance de las reformas que se quieren hacer desde el poder.
Me pregunto si no hacerle el juego a la derecha derivó en la paradoja de renunciar al libre pensamiento, una antigua consigna del progresismo a la que adhiero. Me pregunto si no hacerle el juego a la derecha nos volvió ininteligible un juego en el que la derecha pone las reglas
