Contra estar en contra

En un tiempo en que todo se dice contra algo, este texto se atreve a pensar lo contrario: qué queda cuando la oposición se vuelve reflejo y el desacuerdo, obediencia. Contra de estar en contra es una crítica a la moral del enojo y al confort de la disidencia automática. El autor desmonta el espejismo contemporáneo de la denuncia como identidad y del sarcasmo como salvación. Pensar —parece decir— no es tomar posición, sino arriesgar creencia en un mundo donde ya nadie se anima a creer.

por Marco Marcelo Mizzi

“Para lograr que el adversario admita una tesis debemos presentarle su opuesta y darle a elegir una de las dos, pero teniendo la desfachatez de proclamar el contraste de forma estridente, de modo que, para no ser paradójico, tenga que decidirse por nuestra tesis que parecerá muy probable en comparación con la otra”.

Arthur Schopenhauer

El mundo de las ideas se divide entre los que acusan y los que se defienden. El matiz fue exiliado del discurso público. 

Se piensa en contra. El sistema, el patriarcado, el cambio climático, Netanyahu, el populismo, los aceites vegetales, el Ayatola, los otros, nosotros mismos.

Ser oposición no implica riesgo ni sacrificio: es una forma higiénica de pertenecer. El imperativo de la hora. Pero como el héroe moderno de la sospecha no construye, tiene que contentarse con administrar su propio escepticismo. Es una burocracia de la nada. Hay algo a qué oponerse para cada soledad.  Cada cual milita su pequeño absolutismo, convencido de que su causa absurda lo salva del absurdo general. 

La política, el arte y el pensamiento se deslizan por la pendiente del mismo gesto: la denuncia. 

Solo se cree en la distancia, y la distancia no abriga. No hay salvación en la furia. Mucho menos en el cinismo. Apenas un poco de luz azul en la pantalla y la ilusión de haber dicho algo. Es la única expectativa que tenemos de existir.

El mundo de las ideas se divide entre los que acusan y los que se defienden. El matiz fue exiliado del discurso público. 

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Vivimos en un régimen de enfrentamientos simbólicos. Es una economía intelectual que consume más de lo que produce: el monopolio de la opinión. Todo debe decirse y todo lo que se dice tiene el mismo valor.

El ágora de internet produjo un cambio en la circulación de puntos de vista. Una verdadera revolución de flujos, que alteró los stocks.

Ni siquiera hablemos de las grandes ligas del pensamiento. Hablemos del mundo chiquito, el nuestro: la construcción peripatética de la clase proletaria argentina. Hasta hace unos años, no muchos, para hablar en una mesa de café y que lo que dijeras tuviese valor -sin importar el tema: caballos, literatura, finanzas- tenías que ser varón, mayor de cuarenta años y tener trabajo conocido. 

Esa lista de requisitos se flexibilizó. Y al ampliarse los emisores válidos, el catálogo se expandió. Una buena noticia, en principio. Pero el aumento de circulante produjo un estallido inflacionario. Que transformó a las ideas en opiniones.

Y una opinión ya es una idea: es su residuo, su sombra impaciente. La idea necesita tiempo, compromiso, contradicción. Incluso: algún grado de pudor. Una opinión, en cambio, solo necesita el aire que tarda en formularse.

Oscilando alternadamente entre denuncia y defensa, las opiniones nos llegan como proyectiles. Es la épica epocal: utilería. Golpes de efecto contra fantasmas. Donde hay una pregunta, surge una consigna.

Lo peor es que funciona bien. En tiempos donde la estructura no ofrece ya resguardo, la opinión es un refugio para los individuos que buscan un sentido. El problema es que es como una escalera que sube bajando. Una falsa salida.

Si cada afirmación se enuncia desde una trinchera, cada trinchera exige su enemigo. Imaginario por cierto, al igual que la guerra a la que se juega. El bait se muestra así como una estrategia de supervivencia. En el final de cada picanteada, hay una pulsión infantil:

—Papá, ¿no ves? Yo digo esto. Yo. ¿Ves? Yo. Yo.

Todo ateo añora en secreto un Dios que pudiera refutarlo. El descreído contemporáneo se imagina libre, pero en el fondo está atado a su propia desconfianza. 

Cada siglo encuentra su modo de traficar moralidad. El nuestro lo hace desde una ética del enojo. La gente bien disiente. Se opone, por pudor.

Darle la razón a alguien es un gesto obsceno. El equivalente a ir en cuero y zapatillas a un restorán. Produce desconfianza. Cabezas que se voltean para mirar. Rechazo inmediato y, debajo, algo de fascinación.

El estar en contra contemporáneo es un gesto obediente. Oponerse ya no es una ruptura. Es una forma de que todo continúe circulando. Como el sexo entre los presos, es un ejercicio profiláctico que permite que la cosa siga funcionando. 

La furia se recicla. Es una energía que da sentido a los días y relevancia a los nombres. Todo en este mundo necesita su verdugo, y cada vez son más los voluntarios. Lo cursi -delito estético contemporáneo- se castiga con sarcasmo. 

El estar en contra contemporáneo es un gesto obediente. Oponerse ya no es una ruptura. Es una forma de que todo continúe circulando.

 ¿Alguien entiende realmente de qué se habla hoy en día?

Promesas, toreos, comunicados, disculpas: todo suena igual. El arte denuncia al mercado, el mercado financia la denuncia, la política administra la confusión y todos se aplauden entre sí.

Todo ateo añora en secreto un Dios que pudiera refutarlo. El descreído contemporáneo se imagina libre, pero en el fondo está atado a su propia desconfianza. 

La distancia paródica -llevada a su cúspide en esa forma del onanismo llamada consumo irónico- protege del dolor, pero también de la revelación.

Creer es un acto indecente. Exige desnudez. Es un exceso. Un creyente comete el error de tomarse en serio lo que ama. Incluso sin entender demasiado por qué lo hace. Incluso si eso le hace daño. 

Nuestra época no perdona esa cursilería. El problema es que sin heridas es imposible asomarse a la verdad.