Contra el humanismo
¿Qué quiere decir ser humanista en nuestras condiciones? En el momento en que se reconoce la potencia humana para alterar el planeta se asume su impotencia para actuar al respecto. Contra el humanismo de los límites la respuesta debe ser recuperar la agencia para operar una transformación fundamental de aquellas cosas que, todavía, nos definen como seres humanos, aunque eso nos lleve más allá de la humanidad.
por Dante Sabatto
Hagamos un ejercicio. Supongamos que en algún momento de este siglo la humanidad se extingue y, un tiempo más tarde, un grupo de alienígenas desciende sobre el planeta Tierra. ¿Qué pensarán de la especie humana? ¿Valorarán nuestros descubrimientos científicos y nuestras obras de arte? ¿O advertirán sólo las huellas humanas de la destrucción del planeta? ¿Qué habrá sido la humanidad?
Es difícil, quizás imposible, situarse en un punto de vista alienígena, pensar a la especie a la que pertenecemos “desde afuera”. Toda noción sobre lo humano, precisamente en la medida en que es un pensamiento, existe también desde lo humano, desde una perspectiva propia. Pero, al mismo tiempo, tiene que excederla, porque no es una mera conciencia pasiva de nuestra existencia sino una elaboración activa sobre ella.
Esta reflexividad es una característica constitutiva de eso que llamamos Modernidad. En términos ampliamente resumidos, podemos pensar los últimos cinco siglos como atravesados por una tensión fundamental. Por un lado, una valoración sustantiva del ser humano como “medida de todas las cosas”, ente capaz de un raciocinio absoluto que le permite un conocimiento privilegiado del mundo. Por el otro, un progresivo descentramiento de esa subjetividad humana, a través de las llamadas “revoluciones copernicanas”: la Tierra no es el centro del universo, la especie humana no tiene un lugar privilegiado en la evolución de la vida, etcétera.
Esta tradición tensionada y contradictoria, en permanente negociación consigo misma, es la tradición humanista. En estas líneas quiero ensayar una crítica, no de los fundamentos de una filosofía, sino del estado actual del humanismo. Quiero decir: ¿qué quiere decir ser humanista en nuestras condiciones?
El culto a los límites
El momento histórico que dio a luz al humanismo estuvo marcado por una inmensa fe en el poder de la razón, una potencia que es a la vez epistémica y técnica. Es decir que el ser humano era visto como capaz de conocer y de transformar el mundo. No se trataba de una consideración unívoca ni exenta de adversarios, tanto desde el poder religioso que veía menguar su influencia política como desde cosmovisiones más pesimistas que subsistieron. Pero, en un sentido general, el humanismo nació como una filosofía optimista sobre las capacidades de la especie.
En el presente, las cosas no podrían ser más distintas. Los discursos que ponen en valor lo humano lo hacen destacando, sobre todo, nuestros límites. La despotenciación del humanismo es, está claro, una herida autoinflingida: la ciencia moderna que ayudó a fundamentar descubrió, una a una, las incapacidades de la especie.
Esta reivindicación de lo limitado de la experiencia humana surge de dos fuentes. Por un lado, de la comprobación empírica de ciertas fronteras infranqueables: la persistencia de la enfermedad y de la muerte, la dificultad para dar respuesta a muchas de las principales preguntas de las ciencias naturales. Por el otro, de una comparación con lo que aparece como una agencia ilimitada del capitalismo: contra una maquinaria impersonal que lo puede todo, lo humano persiste como algo que, en su impotencia, no puede ser capturado.
Es un truco de magia. La ponderación de ciertos aspectos que serían definitorios de nuestro ser (e irreplicables artificialmente) como la creatividad o la imaginación se basa en que poseen un doble carácter, a la vez más fuerte y más débil. Se dice que la creatividad es algo intrínsecamente humano, pero sólo bajo la condición de definirla como algo inefable, que sólo es valioso en un sentido tautológico. Este doble movimiento se ve con claridad en el caso de los desarrollos actuales de Inteligencia Artificial: la reivindicación de una supuesta cognición humana inconmensurable al devenir algorítmico es sólo un premio consuelo ante la comprobación originaria de que una IA puede hacer cosas que nos están completamente vedadas (como el reconocimiento de patrones en escala ínfima, de aplicación crucial, por ejemplo, en la detección del cáncer).
El culto a los límites aparece, entonces, enmarcado en la oposición de lo natural con lo artificial. El humanismo contemporáneo restituye esta antinomia y se ubica firmemente en el primer elemento del par. Lo humano representaría una condición dada y no constituida una dimensión originaria que persiste, una vida desnuda. Lo que pertenece a la naturaleza aparece como atado a límites más bien fijos, mientras que lo artificial se despega de su origen humano y cobra una existencia propia, marcada por una potencia más grande. Nuevamente, no se trata de una desaparición efectiva de características humanas celebradas por su capacidad, sino del hecho de que aparecen siempre enmarcadas en una relación dialéctica con otra cosa, que aparece como su opuesto precisamente debido a su carácter de ilimitado.
En el presente, los discursos que ponen en valor lo humano lo hacen destacando nuestros límites. La despotenciación del humanismo es una herida autoinflingida: la ciencia moderna que ayudó a fundamentar descubrió, una a una, las incapacidades de la especie.

En sus formas más radicales, el humanismo adquiere la forma de un llamado, una convocatoria a “volver atrás”. Esto no es algo novedoso: toda la historia de la Modernidad está cruzada por distintos movimientos conservadores o reaccionarios que han realizado propuestas semejantes. En términos generales, este discurso suele presentarse bajo la forma de una discusión en torno al “mundo de la vida”, una esfera cuasi anterior a lo social, que existe más allá de las instituciones técnico-políticas que gobiernan nuestras vidas. Esa esfera aparece en estricta relación con una experiencia primigenia, un acceso menor (dóxico y no epistémico) a la realidad exterior, que sería de alguna forma más verdadera. Esta cosmovisión no es patrimonio de la derecha política: el marxismo muchas veces juega con ella, en tanto concibe a la vida bajo el socialismo como definida por una relación inmediata del hombre con “sus condiciones de existencia”.
Pero quiero centrarme, en este texto, en la forma particular que adquiere esta forma de pensamiento en el presente. Sea desde las posiciones de derecha asociadas que emplean el prefijo “paleo-”, sea desde la izquierda decrecionista, una vez más este pensamiento aparece relacionado al concepto de los límites. De hecho, su origen puede ubicarse en el ya clásico documento de 1972 Los límites del crecimiento, elaborado por investigadores del MIT a pedido del Club de Roma. Más recientemente, el teórico francés Renaud García publicó El sentido de los límites, una crítica de “la abstracción capitalista” que replica y sintetiza muchos de los puntos fundamentales de este pensamiento.
Podríamos pensar al humanismo de los límites como el producto de un encuentro: el de la tradición humanista con el pensamiento cibernético. Otra forma de decir esto es que el humanismo se ha convertido en una política termodinámica. Es ya trillado decirlo, pero la confrontación con la noción de entropía, de la manera en que fue elaborada por la interpretación cibernética de la segunda Ley de la Termodinámica, ha tenido efectos inmensos sobre nuestra era. Hablando mal y pronto, de lo que se trata es de la consideración del universo como un sistema cerrado, en el que existe una cantidad finita de energía. La consecuencia de esta noción es que produce un orden temporal lineal en el cual la entropía sólo puede crecer: mirando hacia adelante, sólo puede haber una difusión crecientemente uniforme de la energía en el espacio, que conduce irremediablemente a un estado de quietud absoluta, la muerte térmica del universo.
La lectura humanista de esta hipótesis es, como no podía ser de otra manera, doble. Por un lado, una reivindicación de la vida (y, por sinécdoque, de nuestra especie) como mecanismo neguentrópico, capaz de contener parcialmente el devenir termodinámico; por el otro, un llamado a hacer precisamente lo único que la cibernética afirma que no se puede hacer: revertir la línea de tiempo, desarmar los enormes sistemas sociotécnicos y volver a formas de organización social menos costosa en términos energéticos. El costo para la humanidad de esta política sería incalculable: aún con un reparto más justo de los medios de subsistencia, desescalar una población de 8 mil millones es evidentemente insostenible. Casi toda la Historia se puede definir como el intento de escapar de la costosísima economía de subsistencia: volver atrás no es necesariamente imposible, colapso de por medio, pero es cualquier cosa menos deseable.
Lo que todo esto revela es que al humanismo corresponde una biopolítica. Pero para entenderla tenemos que pasar a pensar en una cuestión que, hasta ahora, hemos excluido conscientemente, la condición definitoria de nuestro tiempo: la crisis climática.
La condición Antropoceno
El humanismo, según argumenté, no es equivalente con el antropocentrismo sino congruente con su puesta en crisis. Pero la compleja situación climática en la que estamos inmersos (a su vez producto de la organización energética de la social que describimos más arriba), ¿no viene a reubicar al ser humano en el centro de la escena? El cambio climático es resultado de la acción humana: ¿cómo se sostiene esa visión limitada de lo humano en el contexto de la comprobación de nuestra inmensa potencia de daño?
La respuesta a estas preguntas requiere complejizar un poco algunas cosas. El Antropoceno no es un término que goce de un consenso científico pleno, sino más bien una hipótesis. El concepto fue popularizado, aunque no acuñado, por el químico neerlandés Paul Crutzen, que postuló la existencia de una nueva era geológica en la que la principal fuerza operando a nivel ambiental es la humanidad en su conjunto. Lo antrópico deviene entrópico.
El descubrimiento de la potencia de la especie humana para provocar el cambio climático se ve trocado, en el humanismo contemporáneo, por el descubrimiento de la impotencia de organizar la agencia humana para fines colectivamente consensuados
Pero, como analiza el filósofo William E. Connolly, se puede hacer una lectura distinta de esta hipótesis: una que, a la vez que acentúa la potencia transformadora de nuestra especie, también subraya la contradicción que implica la carencia de una agencia humana a nivel planetario. La humanidad se convierte en una fuerza capaz de cambiar drásticamente las condiciones climáticas del ambiente, pero no lo hace de una forma intencional y guiada, sino como una externalidad, un producto no buscado de la construcción de un imbricado sistema de relaciones impersonales. Es capaz de provocar una destrucción de enorme envergadura, pero no es igualmente libre de operar en una escala planetaria con el fin de mitigar o revertir los efectos del cambio climático.
En rigor, Connolly es menos pesimista. En su propuesta, el Antropoceno implica una era en la que el ser humano se encuentra actuando en el mismo nivel que otros sistemas impersonales, que no son sociales sino geológicos, biológicos o astronómicos. Esto le permite convocar a un “humanismo entrelazado”, sobre el que volveremos más adelante. Pero, para nuestros fines, el resultado es claro: el descubrimiento de la potencia de la especie humana para provocar el cambio climático se ve trocado, en el humanismo contemporáneo, por el descubrimiento de la impotencia de organizar la agencia humana para fines colectivamente consensuados.
El desafío imposible del Antropoceno cobra la forma de un chantaje: bajo la premisa indiscutida de que es imposible tomar acciones positivas que transformen el planeta en un sentido opuesto al producido por el cambio climático, la única alternativa parece ser radicalizar esta impotencia. Reducir la humanidad a su mínima expresión para mitigar nuestro efecto: auto-limitarnos lo más posible. Hay una contradicción evidente y no resuelta en esta biopolítica humanista: las decisiones que deberían ser tomadas para llevar a cabo un decrecimiento efectivo son de una envergadura tal que requieren de la misma potencia de la especie que el discurso de los límites rechaza. Si pudiéramos tomar esas medidas (y lo que resulta más dudoso, si pudiéramos tomarlas democráticamente), también seríamos capaces de avanzar en otros sentidos menos costosos.
Y, lo que es más importante, esta alternativa ignora que esos sistemas impersonales que explican los efectos climáticos son una creación humana: la maquinaria capitalista es, sigue siendo, una forma de regular nuestro consumo energético. Que entendamos su carácter impersonal, que atendamos la dificultad que encontramos para moldearla políticamente, no puede implicar que perdamos de vista ese carácter humano. El humanismo de los límites naturaliza el capitalismo al incorporar la volatilidad política del presente como una condición inherente a la humanidad.
En estos discursos, el cambio climático aparece bajo la forma de una exterioridad que debe ser combatida. Parece factible, en este marco, atender a la clásica advertencia de Carl Schmitt sobre el efecto despolitizante del concepto de “humanidad”. Pero la situación contiene una nueva veta: la crisis climática no es meramente algo que puede unir a la humanidad contra ella, sino que es, al mismo tiempo, el resultado de una unificación tal. El filósofo chino Yuk Hui viene desarrollando una extensa obra destinada a pensar este problema, que él describe como originado en una “globalización unidireccional” en términos tecnológicos. En síntesis, se trata de una crisis que tiene su punto de partida en la hegemonía occidental, que exporta al resto del planeta una cosmovisión técnica que resulta destructiva.
La respuesta que postula Yuk, sin embargo, sigue siendo profundamente humanista: propone "fragmentar el futuro", promover una diversidad tecnológica que revierta la globalización y restituya una pluralidad perdida, tanto en el nivel de la biodiversidad como en lo “cultural y espiritual”. Un diagnóstico acertado se desperdicia cuando la respuesta contiene los mismos problemas de aquello a lo que se dirige. A fin de cuentas, la “tecnodiversidad” de Yuk no es más que una versión menos tecnófoba de los planes humanistas de retorno a una realidad humana anterior. Además, es patentemente insuficiente para el desafío que busca enfrentar: una crisis climática de orden global, que requiere una solución igualmente global.
La pregunta es: ¿cómo podría ser esta respuesta en nuestras condiciones, las del Antropoceno? Si las respuestas que se elaboran en nombre de la humanidad terminan siempre en el culto a los límites, ¿qué clase de política ambiciosa se podría establecer? Y, sobre todo, ¿en nombre de qué?
El Antropoceno corresponde un doble gesto, por el que la humanidad retorna a un lugar privilegiado, pero sólo bajo la condición de inmediatamente descentrarse respecto de sí misma: la potencia se ve trastocada en impotencia
En la definición de Antropoceno que ensayé previamente, el reconocimiento de la humanidad como fuerza geológica es consistente con un descentramiento de la humanidad que se puede escindir en mitades: un descentramiento objetivo y uno subjetivo. El primero se vincula al equiparamiento del estatuto de la humanidad con el de otras existencias naturales, que operan de forma solapada y recursiva sobre el ambiente. El segundo, al hecho de que la maquinaria capitalista construye una lógica de satisfacción de los deseos a nivel individual que sólo es compatible con la organización de un mercado global, en una sutil ingeniería que obtura sistémicamente las oportunidades de transformación social. Así, al Antropoceno corresponde un doble gesto, por el que la humanidad retorna a un lugar privilegiado, pero sólo bajo la condición de inmediatamente descentrarse respecto de sí misma: la potencia se ve trastocada en impotencia. Para salir de esta encerrona del humanismo de los límites, quizás haya que responder con un doble gesto análogo.
El mito de Prometeo
En este punto crítico del texto, mi intención es escarbar en algunas de las alternativas que se han planteado al humanismo para recomponer una respuesta al desafío del Antropoceno que esté realmente a la altura de nuestras condiciones. En los apartados anteriores sostuve que el humanismo, al menos en su formación contemporánea, es constitutivamente incapaz de hacer frente a nuestro presente precisamente porque queda atrapado en una dialéctica que le exige celebrar los límites de lo humano en lugar de buscar trascenderlos. En consecuencia, la salida exigirá dar respuesta al doble gesto del Antropoceno afirmando otra cosa, algo distinto al ser humano.
Hagamos, nuevamente, un ejercicio especulativo. Si tuviéramos que afirmar algo distinto al ser humano, ¿por dónde podríamos empezar? La defensa del planeta podría tomar una perspectiva pan-biológica: la defensa de la vida, un antiespecismo radical que ponga a los seres humanos en estricta equivalencia con otros animales, plantas, hongos o protozoos. Yendo aún más lejos, ¿por qué ponderar la vida? Una respuesta efectivamente planetaria nos encontraría otorgando subjetividad a las rocas y el agua. A cierto nivel de zoom, estamos hechos de las mismas cosas. Y, sin embargo, como decíamos al comienzo, es difícil posicionarnos en esos puntos de vista radicalmente distintos. Hacerlo, en todo caso, requiere una revaluación de lo que significa ser humano, o más bien no serlo.
Si tuviéramos que pensar que no somos humanos (la apuesta es grande), encontraríamos probablemente tres formas de encararlo. Son los tres modos generales que adquiere el no-ser: lo que ya no es, lo que nunca fue, lo que todavía no es. Presente, pasado, futuro.
En su aplicación a lo humano, la última opción es la más conocida, la única todavía emparentada con el humanismo. Una buena parte del pensamiento socialista europeo se enfrentó, a mediados del siglo pasado, al debate entre estructura y voluntad, entre el antihumanismo althusseriano y el existencialismo sartreano. Del otro lado del Atlántico, mientras tanto, un asmático revolucionario argentino escribía en medio de la selva cubana sobre la construcción del “hombre nuevo”. El ser humano, para buena parte de las experiencias revolucionarias de ese período, residía en el futuro; como para dejar en evidencia el componente escatológico de este pensamiento Silvio Rodríguez cantará “somos los anales remotos del hombre, estos años son el pasado del cielo”. La humanidad como algo que puede ser construido.
La historia es conocida: la Revolución fracasó, no sólo en la toma efectiva del poder sino también en la construcción de una política capaz de moldear a la humanidad. En términos de Foucault, el socialismo no tuvo una razón de Estado, no logró dar con una gubernamentalidad propia. (Para pensar el caso de nuestro país, podríamos indicar que lo que permitió entre los 60 y los 70 la unión de grupos provenientes de la izquierda, el peronismo y el cristianismo fue que compartían una tradición humanista. Quizás allí resida una clave para pensar su fracaso: en la incapacidad que mostraron para dar cuenta del devenir crecientemente impersonal e inhumano del capitalismo). Sin embargo, años más tarde, podemos reencontrarnos con la fe en la posibilidad de construir a la humanidad como un proyecto futuro, bajo la forma del transhumanismo. La conexión con el ¿neohumanismo? marxista puede parecer difusa: el signo político se invierte, el transhumanismo es netamente una filosofía reaccionaria, y nada queda de la ética revolucionaria inspirada en la fenomenología del espíritu. Pero sí hay un afán común: el de trascender los sufrimientos del presente mediante una práctica que derribe los límites de lo dado (si se quiere buscar una fuente común, seguramente resida en el cosmismo ruso).
Los transhumanismos requieren un análisis de la estructura sociotécnica del capitalismo que revele no sólo lo que todavía no es sino lo que ya no es, lo que hay de no-humano en el presente. Llamaré a este camino “antihumanismo”
El transhumanismo puede parecer una banalidad, un discurso financiado por tecnoempresarios billonarios (lo es). Aún así, no puedo dejar de considerar que hay algo de valor en el rechazo a aceptar los padecimientos del presente: las enfermedades, el dolor, eventualmente la muerte. Una versión de izquierda, y centrada en la cuestión de género (como punto nodal de toda biopolítica) la ofrece el Xenofeminismo, un movimiento cuyo lema es “si la naturaleza es injusta, cambiemos la naturaleza”. O, también con un énfasis en la maleabilidad de los cuerpos, las diferentes corrientes que se dan el nombre de posthumanismos (acá entra, por ejemplo, la propuesta de Connolly, así como las propuestas de Rosi Braidotti, Donna Haraway o Paul B. Preciado).
Lo que permanece bastante opaco en estas propuestas es la praxis, sobre todo en la medida en que plantean un problema tecnológico. Los transhumanismos requieren un análisis de la estructura sociotécnica del capitalismo que revele no sólo lo que todavía no es sino lo que ya no es, lo que hay de no-humano en el presente. Llamaré a este camino “antihumanismo”, con el propósito tramposo de conectar al marxismo estructuralista con el aceleracionismo landiano. Las diferencias son claras: el pensamiento de las estructuras impersonales de la realidad social es un pensamiento contra el humanismo, mientras que el de Nick Land es un pensamiento contra la humanidad; el primero condena el devenir inhumano del capital, el segundo lo celebra.
Sin embargo, hay un punto de conexión entre ambos que ha sido poco explorado. En uno y otro caso, se trata de tomarse en serio la posibilidad de un desenganche del capital respecto de su origen humano; a fin de cuentas, ambos rechazan lo “natural” en pos de una política de lo artificial, como la que presenta hoy Benjamin Bratton. Podríamos decir que la estructuración instituida de lo social en una serie de sistemas impersonales pasa por dos etapas: en primer lugar, cobra autonomía; en segundo lugar, adquiere directamente soberanía sobre la humanidad. Esto es algo que debe ser considerado, porque nos permite volver sobre la cuestión de la agencia y cómo es planteada por el humanismo de los límites. La diferencia radica en que los antihumanismos no buscan salvar nada de lo humano: a fin de cuentas, ambas son críticas aceleracionistas del presente. La salida estará en el futuro.
Pero ¿qué futuro? Mirando hacia adelante, la entropía avanza y la humanidad dejará de existir en algún momento. El pensamiento de la extinción, elaborado por autores como Ray Brassier, afirma que es necesario extraer conclusiones radicales de este hecho. En la medida en que somos capaces de pensar en nuestra propia extinción, y de considerarla como un hecho necesario, ese suceso futuro tiene efectos retroactivos sobre nosotros. La certeza de la extinción es, de alguna forma, la última herida de Narciso, el último movimiento que impide que recentremos a la humanidad y, a la vez, que nos refugiemos en sus límites. Una vez que atisbamos ese futuro, el humanismo simplemente no es posible; es más, nunca lo fue.
En un movimiento que puede parecer contradictorio, el pensamiento de la extinción dice: la humanidad no será, entonces ya no es, entonces nunca fue, entonces todavía puede ser. Contra el humanismo de los límites, la respuesta a nuestra condición extinta debe ser radicalmente ambiciosa: debe ser una recuperación de la agencia para operar una transformación fundamental de aquellas cosas que, todavía, nos definen como seres humanos. Esta crítica radical a los límites se conoce, generalmente, con el nombre de prometeísmo.
Y en esto radica el doble gesto inhumano con el que se debe responder al doble desafío de la biopolítica humanista en el Antropoceno: una despotenciación de lo humano, sí, pero como condición de un esfuerzo por trascenderlo. Del antihumanismo, tomar la lectura impersonal de la realidad capitalista; del transhumanismo, el rechazo a la necesidad del sufrimiento; de los transhumanismos y posthumanismos, la capacidad técnica de moldear el futuro.
En un movimiento que puede parecer contradictorio, el pensamiento de la extinción dice: la humanidad no será, entonces ya no es, entonces nunca fue, entonces todavía puede ser