Contra el fatalismo
En tiempos donde todo parece decidido —por el mercado, la historia o los algoritmos—, Fernando Rosso escribe contra la resignación. Contra el fatalismo es una defensa de la razón estratégica: la que abre el tiempo, detecta sus grietas y decide cuándo intervenir. Frente al “no hay alternativa”, Rosso recuerda que ninguna estructura es eterna y que la política, antes que administración de lo dado, es el arte de torcer el curso de lo necesario.
por Fernando Rosso
Hay palabras que se convierten en parte del paisaje de una lengua muerta: “inevitable”, “no hay alternativa”, “se cae solo”, “la historia ya decidió”, “no da la correlación de fuerzas”. En la sobremesa de la política profesional y en demasiada academia diletante, el futuro aparece como un trámite administrativo: un algoritmo de variables macro, una línea tendencial, un callejón sin salida. Si la promesa del siglo XX fue la de una ciencia de la historia con la locomotora a la cabeza, la del siglo XXI se presenta como la mera gestión de una incertidumbre opaca. Ahí anida el veneno del fatalismo: la renuncia a la intervención política en nombre de un mandato superior —el Mercado, el Progreso, la Gobernabilidad, la Geopolítica—.
Este texto propone un desvío: contra el fatalismo y a favor de la razón estratégica. Una razón capaz de leer los pliegues del tiempo, detectar sus escalones, cortes y aperturas, y abrir compuertas a los muchos posibles. No se trata de negar la necesidad, sino de disputar su sentido, porque incluso la coyuntura más férreamente determinada está atravesada por tiempos, ritmos y combates.
La primera función del fatalismo es política: convertir en destino lo que es un paralelogramo de fuerzas; bautizar “ley de hierro” a una relación circunstancial; llamar “madurez institucional” a un equilibrio precario. La segunda función es moral (y por lo tanto, nuevamente política): absolver a quienes gobiernan —“hicimos lo único que se podía”— y culpar a quienes resisten —“no entienden la realidad”—. El fatalismo no siempre agita; a veces susurra con culpa: esperen, ya vendrá, todo a su tiempo. Lo único que pide a cambio es obediencia ciega a la dictadura del presente.
Frente a esa clausura, la razón estratégica reemplaza la superstición teleológica. Ninguna victoria está garantizada; ninguna derrota es eterna. De allí su ética del combate: “impaciencias lentas” —paciencia para construir fuerza; impaciencia para ejercerla cuando el tiempo se abre—.
Daniel Bensaïd lo dijo sin anestesia: la historia no es un reloj que late automáticamente, sino una multiplicidad de tiempos en tensión —aceleraciones, retrasos, desvíos, oportunidades— en la que la política es el arte estratégico de la interrupción. Si la teleología hace del futuro una estación ya programada, la estrategia lo piensa como campo abierto de bifurcaciones: ritmos, alianzas, puntos de no retorno.
Si la teleología hace del futuro una estación ya programada, la estrategia lo piensa como campo abierto de bifurcaciones: ritmos, alianzas, puntos de no retorno.

Contra el automatismo de etapas y el realismo parlamentario, apostar significa decidir en coyunturas abiertas, sin garantías, bajo temporalidades desacompasadas. La apuesta melancólica —en el sentido bensaidiano— no es consuelo triste: es el realismo trágico de decidir cuándo “lo necesario” (lo justo) y “lo posible” (la correlación) no coinciden. Lejos de la resignación, es esperanza con método: cálculo de tiempos, mediaciones y riesgos.
En sus Tesis sobre la filosofía de la historia, Walter Benjamin dinamita la idea de un progreso automático. Su Ángel de la Historia mira hacia atrás y ve una sola catástrofe que acumula ruina sobre ruina, mientras el viento del progreso lo empuja hacia el futuro al que da la espalda. Contra ese panteísmo del avance, Benjamin propone la interrupción: “cepillar la historia a contrapelo”, hacer del ahora un tiempo-acto que rescate derrotas pasadas, arrancándolas a la melancolía o —más precisamente— a la nostalgia.
Ese gesto no es religioso: es una metodología política. El freno de emergencia —imagen ya icónica— nombra la decisión de parar la locomotora que “por su propia inercia” nos lleva al desastre. El freno no es quietud; es apertura: cuando el orden convierte su devenir en “necesidad natural”, interrumpir es reinstalar la contingencia y la responsabilidad en el centro del tiempo histórico.
La Escuela de Frankfurt abrió el expediente del desencanto: la razón instrumental puede volverse mito; la Ilustración tiene su sombra. El diagnóstico no es capitulación, sino advertencia. En esa constelación, Ernst Bloch levanta una contrafigura: el Principio Esperanza. No como sentimiento abstracto que decanta en espera pasiva, sino como ontología de lo que aún-no-es, pero que habita en lo real. No hay garantía, pero hay indicios, residuos, promesas que pueden activarse si encuentran canal y organización. Frente a la utopía evasiva, Bloch propone la utopía concreta: imágenes anticipatorias que orientan la praxis y se verifican en instituciones, técnicas y formas de vida.
Su crítica al fatalismo opera en dos planos. Temporal: ninguna formación social es cien por cien contemporánea consigo misma; coexisten restos del pasado y anticipaciones del mañana. Político: sin horizonte, la experiencia se repliega en el puro presente. La esperanza, para Bloch, es un método: detectar señales débiles de lo emergente, organizarlas y probarlas en el mundo. Frente a quienes dicen “así son las cosas”, responde: así están, pero si observas con detenimiento vas a encontrar elementos que muestran lo que puede llegar a ser.
En esta clave, la teoría del desarrollo desigual y combinado de León Trotsky y el cambio de paradigma revolucionario a comienzos del siglo XX ganan relieve: mueren las etapas estrictas, los procesos avanzan a saltos, combinando asincronías que, bajo ciertas condiciones políticas, aceleran lo posible.
Una escuela del materialismo no vulgar recuerda que las estructuras existen porque en algún momento se encontraron. Persisten si —y solo si— logran reproducir ese encuentro. No había destino en su origen: hay contingencia sedimentada. Las estructuras se estabilizan, sí, pero pueden desestabilizarse. Lo que el encuentro reunió, la lucha de clases y la política pueden desequilibrar. No se trata de negar un principio elemental: la estructura determina la superestructura; se trata de tomar nota de que la estructura también cambia.
Hablar de acontecimiento no es invocar milagros; es reconocer puntos de bifurcación donde el régimen normal de reproducción vacila y aparecen posibilidades antes fuera de escena. La clave no es romantizar el momento, sino prepararlo y reconocerlo: la estrategia como arte de sincronizar tiempos económicos, sociales y políticos dispares, construir alianzas a la altura del quiebre y preparar el cambio.
Bajo toda teoría política late Maquiavelo: fortuna (lo accidental, lo incontrolable) y virtud (capacidad de actuar en ese terreno). No hay virtud sin fortuna: sin apertura del tiempo, el coraje es voluntarismo. No hay fortuna sin virtud: sin organización y decisión, la oportunidad se diluye. Gramsci lo tradujo a la política moderna: “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. El antídoto más sobrio contra el fatalismo es ver la gravedad de las coordenadas sin anestesia y, precisamente por eso, construir voluntad colectiva.
El fatalismo adopta modas. Una de ellas es el presentismo que declara obsoletas todas las experiencias pasadas: “eso ya fracasó”, “no vuelvan con esas teorías antiguas”, “¡maduren!”. La memoria queda reducida a un desfile de efemérides sin potencia de ruptura. Enzo Traverso habló del giro memorial: desde fines del siglo XX, la memoria pública deriva de una memoria político-militante de luchas (antifascismo, socialismo, descolonización) hacia una memoria humanitaria centrada en las víctimas. Clima epocal: ya no hay vencidos sino víctimas sacralizadas, mientras se olvida —o se demoniza— a héroes y resistencias.
El antídoto más sobrio contra el fatalismo es ver la gravedad de las coordenadas sin anestesia y, precisamente por eso, construir voluntad colectiva.
Nuestra democracia de la derrota conoce esa operación ideológico-política, cincelada sobre el cuerpo social por el genocidio de la dictadura. Cuando Elsa Drucaroff (en un anexo al libro Las dictaduras argentinas de Alejandro Horowicz) analiza el Prólogo de Ernesto Sábato al Nunca Más, desarma la operación narrativa que se instaló tras el terror: la angelización de las víctimas como modo de sostener la demonización de quienes no fueron “inocentes”. En el prólogo —señala Drucaroff— se licúa un movimiento social organizado, se separan las luchas por derechos concretos (cloacas en las villas, boleto estudiantil) de aquello con lo que estaban inextricablemente unidas: la voluntad revolucionaria. El paso de una Argentina de clases a una Argentina de ciudadanos fue la consecuencia lógica del cambio en el discursivo dominante.
Organizar el pesimismo no es otra cosa que devolver a la memoria su potencia de choque. La conmemoración sin conflicto es pasividad. La memoria como archivo vivo —que interpela, lacera, demanda— es insumo del acontecimiento.
Los derrotistas son fatalistas por antonomasia: confunden derrota con destino. Pero si no son “solo memoria”, las derrotas tienen gramáticas y dejan restos fértiles. La derrota como laboratorio no es culto al fracaso: es técnica, teoría y práctica de la persistencia. Saber cuándo retroceder, cómo recomponer fuerzas, dónde refugiarse, qué alianzas reponer y cuáles desechar. La política no es una serie infinita de “ahoras” indiferenciados: administra ciclos. Un movimiento que no sabe esperar pierde; un movimiento que solo espera se diluye.
Los derrotistas y los fatalistas son fanáticos del hecho consumado. Es una forma elegante de blindar la realidad ante el juicio. Nietzsche detestaba esa maniobra. Su blanco no eran “los hechos” en sí, sino la idolatría del hecho que produce una ética de la resignación: lo ocurrido se vuelve autoridad, y la autoridad, norma rígida. Una inflación del pasado que paraliza el presente: la historia transformada en museo —o en tribunal— donde el “así fue” pretende regimentar el “así debe ser”.
La consecuencia es política: cuando los vencedores hacen pasar su triunfo por necesidad histórica, el hecho consumado deviene dogma y el “nunca más” una orden para todos y todas. Nietzsche propone otra gramática: lo ocurrido condiciona, pero no legisla sobre el porvenir. Gravita, pero su peso puede revaluarse. Su crítica al “fetichismo de lo factual” no niega la materialidad, sino su usurpación de sentido. De ahí su insistencia en la interpretación (y en la lucha de interpretaciones): campo de batalla donde se decide el valor de los hechos. Los hechos cuentan, pero no mandan. La tarea es arrancarle a lo sucedido su pretensión de inexorable, interrumpir el chantaje del pasado sobre el presente y abrir otros usos del tiempo. Lo contrario del hecho consumado no es la fantasía: es la decisión que interrumpe su chantaje.
Una coartada contemporánea del fatalismo viene unida al fetichismo tecnológico: el dato manda. Modelos predictivos, aprendizaje automático, big data convertidos en oráculos del futuro social. La crítica no es retrotecnológica: las herramientas importan, en su justa medida y armoniosamente. Pero los modelos presuponen continuidad y el acontecimiento está, por definición, fuera de la muestra. Por eso ningún modelo “predijo” un Cordobazo, un 2001 o, incluso, un diciembre de 2017 (movilizaciones que marcaron el comienzo del fin del gobierno de Mauricio Macri). El neoliberalismo tardío incorporó a la gestión algorítmica una ontología del mundo: lo real como optimización. La política, en cambio, trabaja con inconmensurables: valores, tradiciones, irrupción callejera, huelgas, revueltas, ¡revoluciones! Donde el modelo ve ruido, la organización reconoce sujetos.
Para una razón estratégica, la conversación con los datos es dialéctica: se usan para calcular, testear hipótesis, medir climas, ajustar tácticas; nunca para declinar de la tarea política de la decisión. La pregunta definitiva no es “¿qué dicen los datos?”, sino “qué hacemos con ellos cuando el tiempo se abre o se rompe”.
Un movimiento emancipatorio o revolucionario no se define solo por su programa; también por su régimen de temporalidad. Ni urgencia infinita (táctica sin estrategia) ni gradualismo sin horizonte (estrategia sin impulso). Bensaïd hablaba de “políticas de los tiempos”: una organización es —antes que nada— un artefacto temporal. Acumula experiencias, transmite saberes, balancea triunfos y derrotas, actualiza audacias.
La madurez de un movimiento no se mide por su moderación, sino por su capacidad de decidir en tiempos compuestos: distinguir acumulación de salto, preparación de ejecución, paciencia de conformismo. El criterio estratégico no es “lo que se puede” en abstracto, sino “qué hace posible lo que hoy parece imposible”. En la clásica definición de “la política como arte de lo posible”, demasiada gente puso el acento en “posible” y no tanto en “arte”.
En la clásica definición de “la política como arte de lo posible”, demasiada gente puso el acento en “posible” y no tanto en “arte”.
El fatalismo de moda anuda moderación con madurez. La historia dice otra cosa: ninguna conquista —sufragio, jornada de ocho horas, educación pública, derechos laborales— fue fruto “natural” de la “maduración”. Todas nacieron de conflictos y, sí, de lucha de clases. No es apología del combate por el combate: es una gramática probada. El consenso administra lo dado; el disenso inventa lo nuevo. Sin litigio de palabras, cuerpos, escenas y clases, no hay política. No decidir ya es una decisión. El fatalismo puede presentarse bajo la forma elegante del no decidir.
El fatalismo siempre encuentra pruebas: “¿no ves el poderío de las plataformas, los lobbies, la geopolítica?”. Sí, los vemos. No hay garantías —nunca las hubo—. Pero hay aperturas. Lo que parece sólido puede agrietarse por contradicciones internas de los bloques dominantes o por la obstinada persistencia organizada desde abajo. De eso algo sabe la Argentina contenciosa. La apuesta estratégica no es ceguera: mide recursos, elige prioridades, cuida fuerzas, aprende de errores. No hay pureza, pero puede haber coherencia estratégica: compatibilizar medios y fines, evitar “victorias” que reproduzcan el mundo y las estructuras contra las que se combate.
Jacques Rancière formula una tesis radicalmente antifatalista: la política comienza cuando se presupone la igualdad de cualquiera con cualquiera, no cuando se espera demostrarla al final del camino. Si la igualdad es premisa, ningún reparto “natural” de capacidades justifica el “no se puede”. Lo que se presenta como necesidad es, en verdad, un reparto de lo sensible que intenta naturalizar lo contingente: asignar a cada quien un lugar y un oficio. Como explica Juan Dal Maso (leyendo a Rancière), ese reparto se llama policía; la política es el acto de afirmación que desborda el lugar asignado. Cuando los obreros no se identifican por su oficio, sino que se definen como proletarios; cuando Blanqui se declara así ante el tribunal que le pide su profesión; cuando los estudiantes del ’68 gritan “somos todos judíos alemanes”, emerge la “parte de los sin parte”: no se asimila a ningún grupo previsto por el orden predominante; su constitución como sujeto se juega en el acto de enunciación y autoafirmación.
Ya nos lo recordaban lecturas tempranas del CBC —por caso, Vicent Marqués: “No es natural”. Hace falta volver sobre esa advertencia después de vivir un siglo: a veces es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.
“Si la política ya no fuera capaz de generar un claro en el horizonte plomizo de su servidumbre cotidiana, habría que temer que las clases oprimidas se alejen efectivamente de ella por el lado malo, el de la demagogia despolitizada”, escribió Bensaïd. Apostar melancólicamente (en su sentido) no es consolarse: es decidir en bifurcaciones donde lo necesario y lo posible no coinciden; es orientar la acción en un juego de posibles actualizables —inventar un futuro sin guion predeterminado—, calibrando oportunidades (ni antes ni después del instante justo).
La razón estratégica —arte de la respuesta apropiada— se enraíza en la situación concreta, rehace reglas, mide riesgos. Se opone tanto al decisionismo vacío (gesto sin cálculo) como al gestionalismo fatalista (cálculo sin gesto). La primera virtud es nombrar lo que ocurre sin eufemismos; la segunda, delimitar los puntos palanca; la tercera, organizar la fuerza para actuar a tiempo.
El fatalismo se reproduce en el lenguaje: “ajuste”, “confianza”, “orden”, “gobernabilidad”, “responsabilidad”, “normalidad”, “reformas”. La razón estratégica no abandona esa disputa: nombra para abrir posibilidad.
En los últimos diez años, buena parte del debate público argentino quedó capturado por un fatalismo de mercado que traduce las restricciones macroeconómicas en una suerte de mandato técnico inapelable: nuestra traducción local y contemporánea de “no hay alternativa”. El ciclo abierto con el acuerdo stand-by récord de 2018 con el FMI cristalizó esta idea; la propia evaluación interna del Fondo reconoció luego que el programa fue “demasiado frágil” para los desafíos estructurales y el contexto político argentino. La renegociación de 2022 con el gobierno siguiente volvió a inscribirse en ese marco, reforzando la percepción de que la política solo administra márgenes que otros fijan. La traducción actual de ese determinismo es el “no hay plata” del libertarianismo en el Gobierno. El rumbo de austeridad quedó transformado en destino y desautoriza, por definición, cualquier alternativa que dispute medios y tiempos.
Ese fatalismo tecnocrático convivió con un fatalismo de la grieta que narra la vida política como un dualismo inexorable. La metáfora de la “grieta”—con circulación masiva desde 2013— no solo describe polarización; muchas veces la prescribe: postula que las identidades políticas están dadas de una vez y para siempre, que las mayorías se arman por espejado y que la innovación político-programática es secundaria frente a la pertenencia de bando. En ese marco, la competencia político-electoral tiende a reducirse a administrar sensibilidades de núcleo duro y a contar porotos en el Congreso más que a fabricar coaliciones pasajeras e inestables que cambian algo para que nada cambie.
Abrir es pelear por el tiempo, ensanchar márgenes, interrumpir la obediencia de lo dado. Hay condiciones materiales y determinaciones estructurales, pero no hay leyes que garanticen el futuro ni cronómetros que lo decidan de antemano: solo decisiones que lo fabrican. ¿Necesitamos la confirmación de los clásicos? “La historia no hace nada… no libra combates; los hombres reales, vivientes, son quienes hacen todo”, escribieron Marx y Engels en La sagrada familia.
La política no es el arte de esperar, sino el arte de preararse para reconocer el instante y arrancarle todas sus posibilidades. Decidir no es un acto aislado; es una pedagogía. Se aprende a leer el tiempo, a distinguir lo reversible de lo irreversible, a captar señales débiles y tocar a tiempo. Las organizaciones que cultivan esa sensibilidad —sin fetichizar la infalibilidad— multiplican su potencia. Lo contrario del fatalismo no es el optimismo ciego; es la decisión consciente que, aun sabiendo el peso del mundo, empuja igual.
Lo contrario del fatalismo no es el optimismo ciego; es la decisión consciente que, aun sabiendo el peso del mundo, empuja igual.