Brasil y los sujetos sociales del siglo XXI

El Brasil del siglo XXI está atravesado por la emergencia de sujetos sociales que, históricamente marginados o instrumentalizados, ahora se instalan en el centro del debate cultural, político y estético; negros, evangélicos e indígenas. No sólo disputan espacios de visibilidad y poder, sino que reconfiguran la imagen de Brasil heredada del siglo XX.

por Gonzalo Aguilar

El siglo XXI comenzó en Brasil de manera auspiciosa: el 1º de enero de 2003, Lula asumía la presidencia de la mano del Partido dos Trabalhadores. Su llegada al poder señalaba un cambio profundo en la cultura política y social brasileña que se acentuó de modo dramático con el triunfo de Bolsonaro en 2019. En este nuevo escenario, tres actores sociales —negros, evangélicos e indígenas— reconfiguran la imagen heredada del siglo XX. Las luchas en torno a la reparación del racismo, el auge del evangelismo y la irrupción del pensamiento indígena en el campo artístico e intelectual son claves para entender el presente brasileño. No me propongo aquí realizar un análisis panorámico (tarea que excede mis posibilidades), sino reflexionar sobre estos procesos a partir de algunas escenas específicas: la polémica en torno a la novela Torto arado de Itamar Vieira Junior, la interpretación de “Deus cuida de mim” por Caetano Veloso y la obra de los artistas Jaider Esbell y Denilson Baniwa. ¿Cómo pensar estos sujetos y discursos que oscilan entre la afirmación identitaria y la apertura al pluralismo de las voces sociales? ¿Cómo entender sus formas de intervención, sus lenguajes, sus estrategias de negociación? ¿Cuáles son sus potencias, sus límites y los interrogantes que se presentan en relación con el devenir contemporáneo?

1. Torto arado y el lugar de fala

La novela Torto arado, de Itamar Vieira Junior, se convirtió en un best seller en muy poco tiempo, alcanzando cerca de un millón de ejemplares vendidos. No están del todo claras las razones de su éxito, pero sin duda resultaron fundamentales tanto la historia de dos hermanas en el sertão nordestino —que evoca las vidas de ancestros africanos e indígenas— como el papel de la crítica literaria expandida que ejercen influencers y tiktokers, quienes también impulsaron la circulación del libro.

Tal vez parte de su impacto se deba a que recicla de manera ingeniosa elementos del realismo mágico latinoamericano, actualizándolos a la luz de las disidencias contemporáneas, particularmente en torno a las cuestiones raciales. También puede haber contribuido el hecho de que, en los últimos años, el Nordeste volvió a ocupar un lugar central como reservorio simbólico y político del país —como se vio en las últimas elecciones—, del mismo modo en que lo fue durante los años 30 con el auge de la novela social de autores como Jorge Amado, José Lins do Rego, Rachel de Queiroz o Graciliano Ramos.

La novela Torto arado ha sido recibida con entusiasmo tanto por la crítica académica como por los medios de comunicación. Recientemente, una encuesta realizada por Folha de S. Paulo entre cien críticos e influencers, bajo el título “O melhor livro da literatura brasileira do século 21”, la ubicó en el segundo lugar, apenas detrás de Um defeito de cor, de Ana Maria Gonçalves. Esta última es una novela monumental que reconstruye la historia transatlántica de la esclavitud a través de una protagonista femenina. A pesar de su extensión —casi mil páginas—, Um defeito de cor también alcanzó cifras notables de ventas, aunque sin llegar al fenómeno editorial que representó Torto arado.

Las alabanzas a la novela de Itamar Vieira Junior fueron casi unánimes, y, a cinco años de su publicación, el libro sigue ocupando un lugar destacado en las mesas de las librerías brasileñas. Sin embargo, una voz disonante surgió desde la Universidad Federal de Minas Gerais. En su reseña “Espírito do tempo”, la profesora Lígia Diniz criticó lo que consideró un abordaje maniqueo de las relaciones sociales y raciales, así como una narrativa demasiado condescendiente con el lector, a quien la novela le facilita el posicionamiento moral. Según Diniz, “los negros e indígenas estarán del lado correcto y la élite blanca no solo del lado equivocado, sino del lado diabólico”.

La respuesta del autor no se hizo esperar. En un texto publicado en la misma Folha de S. Paulo, Vieira Junior fue categórico:

El pacto de blanquitud es implacable. Incluso cuando no lo vemos, está ahí. Un editor blanco elige a una crítica blanca para reseñar una novela atravesada por la cuestión racial. Necesitan recordarnos que en la literatura brasileña no hay espacio para nosotros. Que un libro conquiste muchos lectores, como ocurrió con Quarto de despejo de Carolina Maria de Jesus o con Torto arado, puede suceder, pero dos ya es demasiado.

Más allá de su intolerancia ante la crítica, lo interesante aquí son los fundamentos de su defensa. El problema, según Vieira Junior, no radica en la solidez de los argumentos de la crítica, sino en la identidad racial de quien los formula. Un planteo que puede parecer excesivo o incluso excluyente, pero que en el contexto brasileño resulta verosímil y se hace con frecuencia (de hecho, Diniz tuvo que cerrar su cuenta de Twitter por las agresiones que recibió).

Hay al menos dos aspectos que permiten contextualizar esta defensa. En primer lugar, Vieira Junior se apoya en un cambio profundo en el modo de abordar la cuestión racial en Brasil. Durante buena parte del siglo XX, predominó la idea de que Brasil era una “democracia racial”, un país en el que, si bien existía racismo, este era menos grave que en otras sociedades, particularmente en comparación con Estados Unidos. Esa imagen comenzó a resquebrajarse a partir del activismo negro, que ha visibilizado los mecanismos estructurales de discriminación y ha insistido en que la esclavitud —abolida formalmente en 1888— dejó cicatrices aún abiertas.

Durante el siglo XX predominó la idea de que Brasil era una “democracia racial”,  si bien existía racismo, este era menos grave que en otras sociedades, particularmente Estados Unidos. Esa imagen comenzó a resquebrajarse.

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En los últimos años, el paisaje cultural brasileño se ha transformado gracias a una vigorosa agenda de reparación y revisión crítica: investigaciones en archivos, lecturas a contrapelo del canon, exposiciones y obras de arte, trabajos en el campo del patrimonio cultural e intervenciones públicas que han dado nueva forma a la memoria histórica del país. Este proceso ha traído consigo una serie de preguntas urgentes: ¿en qué ámbitos sigue operando la discriminación racial y mediante qué mecanismos? ¿Deben cerrarse las heridas o, por el contrario, mantenerse abiertas como testimonio del sufrimiento aún con el riesgo, como dice Judith Butler, de “inscribir la herida dentro de la identidad y transformarla en un presupuesto de auto-representación política”? ¿Qué lugar les corresponde a los blancos —e incluso a los mestizos— en estas reivindicaciones cuando se quiere subsumir a los mestizos o “pardos” –como se los denomina en el censo– a la categoría de negros tout court?

Estas preguntas, a su vez, abren otras: el mestizaje, la mezcla, la hibridez, categorías centrales para pensar la identidad latinoamericana durante décadas desde Mariátegui a Ángel Rama y Beatriz Sarlo, ¿siguen siendo válidas? ¿Han colapsado como paradigma? ¿Hasta qué punto se han impuesto, como advertían Bourdieu y Wacquant en su crítica a las “argucias de la razón imperialista”, categorías importadas del contexto estadounidense, como la “one-drop rule” o el principio de hipodescendencia?

Aunque dentro del campo de las reivindicaciones raciales existen posturas más negociadoras, Itamar Vieira Junior adopta, con su argumento, una posición claramente radical. En su respuesta a la crítica, parece reivindicar lo que Djamila Ribeiro conceptualiza como “el lugar del habla” (lugar de fala), título de uno de sus libros más conocidos. Si bien este concepto representa una contribución importante a las luchas contra la discriminación racial —al visibilizar que todo discurso está situado y que la enunciación depende de las condiciones raciales, de género y sociales del sujeto que habla—, también conlleva el riesgo de una fijación identitaria. En particular, tiende a diluir la distancia entre la persona y el discurso, o entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación.

La propia Ribeiro advierte sobre este riesgo cuando señala la necesidad de “prestar atención a las heterogeneidades que circundan esta categoría, para no pensarla de modo fijo y estable”. Es decir, si se absolutiza la identidad como condición de legitimidad del discurso, se pierde de vista la complejidad de las posiciones subjetivas y se corre el riesgo de clausurar el diálogo en lugar de abrirlo.

Frente a esta perspectiva, me resulta más productiva la noción de toma de palabra, en tanto introduce una dimensión performativa, política y situada, sin congelar identidades. A diferencia del lugar de fala, que puede volverse estático, la “toma de palabra” implica un gesto, una intervención en un espacio discursivo que no está garantizado de antemano. Si hacemos colapsar la diferencia entre el sujeto que enuncia y lo enunciado, entre discurso y persona, la identidad se convierte en un criterio absoluto de legitimidad. Ribeiro se topa con este mismo problema al tener que enfrentar, por ejemplo, el hecho incómodo de que muchos hombres y mujeres negros votaron por Bolsonaro.

Desde esta lógica identitaria se han producido objeciones que encuentro absurdas, como la crítica al hecho de que el Quarto de despejo de Carolina Maria de Jesus fuera corregido por un editor, blanco en este caso, algo que es habitual en la industria editorial y que ha llevado a la reedición reciente de los textos de Carolina en su versión ‘original’. Más allá de estas controversias, lo cierto es que las luchas del movimiento negro han logrado colocar el racismo como un tema central en los debates culturales contemporáneos y han funcionado como un potente revelador de conductas discriminatorias, discursos hegemónicos y memorias históricas truncadas.

2. El retorno de Dios

En los recitales recientes que dio junto a su hermana Maria Bethânia, Caetano Veloso interpretó Deus cuida de mim, canción que había grabado en 2022 junto a su autor, el pastor evangélico y cantante Kleber Lucas. En su cuenta de Instagram, Caetano comentó:

Es la única canción que no recibe aplausos entusiastas. Y eso no me sorprende. Para la mayor parte del público que asiste al recital que hago con Bethânia, el interés por el tema de las iglesias evangélicas no es algo ni esperado ni deseado. Pero sé que mi interpretación puede abrir conversaciones que no suelen darse.

 El recital de Caetano y Bethânia fue también un ejemplo claro del retorno de la religiosidad en un contexto que la modernidad creyó haber secularizado. Además de Deus cuida de mim, hubo referencias a religiones afrobrasileñas —explícitas e implícitas— como las que aparecen en Vaca profana, donde Caetano invierte la célebre fórmula de Oswald de Andrade: en lugar de “cerca del mar, lejos de la cruz”, canta “lejos del mar, cerca de la cruz”. La inclusión de esta canción evangélica funciona como un gesto provocador frente a la imagen secularizada que el progresismo construyó de la cultura.

Como ya lo hizo durante el tropicalismo, Caetano vuelve a incomodar tanto a la izquierda como a la derecha. A diferencia de Gilberto Gil —más alineado con la militancia y con una trayectoria institucional que lo llevó a ser el primer ministro negro de Cultura durante el gobierno de Lula—, Caetano responde a un temperamento más errático e individualista, incluso provocador, cercano a lo que Roger Stéphane llamó un “aventurero”: alguien que, a diferencia del militante, no actúa en nombre de una razón constituida (partido, movimiento, causa), sino que se guía por impulsos más personales, indisciplinados e imprevisibles. Su acercamiento a las iglesias evangélicas está atravesado también por experiencias íntimas. Uno de sus hijos, Zeca, pertenece a la Igreja Universal, y Caetano ha contado en varias ocasiones que fue la mujer que cuidaba a sus hijos —la babá, figura tan común como significativa en familias brasileñas de clase media— quien le hacía ver al hijo los programas televisivos evangélicos mientras él estaba de gira. Es un ejemplo elocuente de cómo ciertas dinámicas domésticas reflejan estructuras más amplias de la sociedad brasileña.

Desde principios del siglo XX, con la fundación de la Congregação Cristã y la Assembleia de Deus, el evangelismo ha ido tejiendo redes que articulan fe, comunidad y vida cotidiana

La iglesia evangélica es hoy una de las fuerzas más potentes en la vida pública brasileña. Cuenta con una sólida representación en el Congreso y fue clave para la victoria de Jair Bolsonaro. Incluso el Partido dos Trabalhadores se vio obligado a negociar con sus líderes. Dilma Rousseff y Fernando Haddad asistieron a la inauguración del monumental Templo de Salomão en São Paulo, junto al influyente pastor Edir Macedo, sin que ello alterara el apoyo evangélico al bolsonarismo.

Aunque el catolicismo sigue siendo la religión con más fieles, el evangelismo ha crecido de forma sostenida y agresiva: de representar apenas el 5% de la población en los años 70, hoy supera el 30%, y todo indica que pronto será mayoría. A pesar de la percepción general que asocia a los evangélicos con la derecha más conservadora, el panorama es más diverso. No todas las iglesias apoyaron a Bolsonaro, y para las elecciones de 2022, varios líderes evangélicos progresistas —entre ellos Kleber Lucas, el compositor de la canción que canta Caetano— se manifestaron públicamente a favor de Lula. Recuerdo que en una clase en São Paulo, al criticar a las iglesias evangélicas, una estudiante se acercó al final para decirme que pertenecía a una congregación que no era ni reaccionaria ni conservadora. Sus palabras me descolocaron. Siempre creí —y en parte aún lo creo— que el crecimiento evangélico ha empobrecido la vida cultural brasileña, pero también es cierto que lo mismo podría decirse de los medios de comunicación, las redes digitales, el mercado, o el avance de un individualismo promovido tanto por el capitalismo como por ciertas distorsiones del ideario liberal. Y también me provoca tristeza el crecimiento de las iglesias evangélicas, así como la centralidad del catolicismo, más cuando pienso que frente a la Universidad de Buenos Aires y en la zona que fue “la Manzana loca” de los sesenta y antes el Convento de Santa Catalina se está construyendo una enorme iglesia de los mormones. Más allá del malestar personal, creo que hay que pensar las razones de su crecimiento, sus heterogeneidades y el desafío que nos presentan (algo de eso hizo Lula cuando invitó a Lucas Kleber a cantar en su asunción como presidente).

Este fenómeno no es exclusivo de Brasil. El liberal Steven Pinker, en un ensayo sobre su experiencia docente en Harvard, señala que, en nombre de la corrección política, se ha llegado a conclusiones científicas sesgadas, como creer que los progresistas son menos prejuiciosos simplemente porque no discriminan a afroamericanos o musulmanes, pero sí lo hacen contra los evangélicos. Si la modernidad promovía la racionalización como antídoto contra el oscurantismo religioso, el peso actual de la religión —en la vida privada y en la política— desafía ese diagnóstico. A veces, la fe ofrece un consuelo o una pertenencia comunitaria que la política no puede brindar.

La canción de Kleber Lucas no busca evangelizar sino comprender un fenómeno en expansión. Desde principios del siglo XX, con la fundación de la Congregação Cristã y la Assembleia de Deus, el evangelismo ha ido tejiendo redes que articulan fe, comunidad y vida cotidiana. El antropólogo Juliano Spyer, en su libro Povo de Deus: quem são os evangélicos e por que eles importam (São Paulo: Geração Editorial, 2020), con prólogo del propio Caetano, señala que aunque los evangélicos suelen ser presentados como “fanáticos, conservadores o intolerantes”, las iglesias han tenido un impacto positivo en la vida de los sectores populares: ayudando a combatir el alcoholismo y la violencia doméstica, promoviendo la autoestima, la disciplina laboral y el cuidado con la salud y la educación, facilitando así el ascenso social. Se trata, sin duda, de una mirada demasiado optimista que deja de lado aspectos más preocupantes —como el avance del narcopentecostalismo en las favelas de Río de Janeiro—, pero que aporta un correctivo importante a las visiones estigmatizantes y unidimensionales.

Según Spyer, el evangelismo crece porque ofrece algo que el catolicismo tradicional no: la promesa de prosperidad. Mientras la teología católica asocia la pobreza con la dignidad, el evangelismo legitima —y estimula— el éxito económico. Además, cuestiona la imagen simplista de pastores manipuladores y fieles alienados. El crecimiento del cristianismo evangélico, señala Spyer, tiene menos que ver con el carisma de algunos líderes y más con el papel cotidiano que las iglesias juegan en la vida de los pobres.

No parece, como advierte Claudio Leal, que las iglesias evangélicas y sobre todo las pentecostales estén tan dispuestas al diálogo comprensivo como la propuesta de Caetano supone. Basta con encender la televisión en cualquier hotel brasileño para enfrentarse a una avalancha de canales ocupados por pastores evangélicos que predican con una retórica monocorde, estética empobrecida y soluciones simplificadoras para el sufrimiento humano. Son discursos que, en muchos casos, producen más desolación que consuelo. Pero esto no es así para todos: muchos perciben un reconocimiento de su sufrimiento en el que conviene detenerse, para preguntarnos qué potencias —afectivas, sociales, políticas— se ponen en juego.

Mientras la teología católica asocia la pobreza con la dignidad, el evangelismo legitima —y estimula— el éxito económico

La canción Deus cuida de mim, interpretada por Caetano y Kleber Lucas, habla de una entidad superior que cuida de nosotros y nos ofrece consuelo. Es una invocación modesta pero poderosa, que resuena con un sentimiento persistente, aunque muchas veces nos resulte ajeno. Ese sentimiento ha sido captado —y capitalizado— por las iglesias evangélicas y pentecostales, que logran dar forma a una experiencia de acogida, comunidad y protección espiritual que no puede ser desestimada sin más.

Negarse a ver lo que opera en esos afectos —por más que nos resulten extraños o incluso rechazables— es perder de vista una transformación profunda de la vida contemporánea. Comprender cómo funcionan estas químicas afectivas es clave para entender el lugar que ocupan hoy estas formas religiosas en la cultura brasileña, así como el tipo de subjetividades que producen.

3. Las voces de la floresta

En una de las reuniones del comité académico del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), del que formo parte, se discutía la adquisición de nuevas obras. Adriano Pedrosa —director del Museo de Arte de São Paulo (MASP) y curador de la última Bienal de Venecia— planteó entonces una pregunta que evidenciaba un cambio de época. Se evaluaba una obra desafiante de Anna Bella Geiger, artista judeo-polaca nacida en Río de Janeiro, que yuxtaponía fotografías de indígenas con otras tomadas en el San Pablo moderno, replicando las mismas poses, y generando un efecto singular. Pedrosa entonces nos interpeló: ¿por qué seguimos comprando obras de artistas blancos sobre indígenas, en lugar de adquirir obras realizadas por los propios indígenas?

La tradición de representación del indígena en Brasil es extensa y profundamente vinculada al poder y a las élites. Se remonta a las políticas de Don Pedro II, quien gobernó entre 1831 y 1889 y convirtió al indígena en emblema del romanticismo nacional impulsado desde el Estado. Continúa en el giro vanguardista de los años veinte, cuando el modernismo criticó la figura del “buen salvaje” romántico y adoptó la imagen del indígena antropófago, salvaje e iconoclasta, como emblema de crítica cultural y llega hasta los años sesenta, con intervenciones de intelectuales de la talla de Darcy Ribeiro. Con su comentario, Pedrosa señalaba que un nuevo giro se había producido: ya no se trata de hablar por los indígenas, sino a reconocer sus prácticas y abrirse a lo que ellos mismos tienen para decir y mostrar.

Varias de las exposiciones que curó en el MASP, como Historias afro-atlánticas o Historias indígenas, además de su intervención en la última Bienal de Venecia —la primera curada por un latinoamericano—, reflejan esta sensibilidad identitaria, aunque con un desplazamiento fundamental: el nuevo eje ya no es únicamente político, sino también artístico e institucional. La pregunta ya no es sólo “¿quién habla?”, sino “¿en qué lenguajes, en qué marcos institucionales, con qué condiciones materiales?”.

Brasil lidera este giro en América Latina, pero el fenómeno se extiende a nivel continental con artistas como los peruanos Rember y Santiago Yahuarcani, la mapuche-chilena Seba Calfuqueo, la argentina Chola Poblete o el venezolano Sheroanawe Hakihiiwe, por mencionar sólo algunos. En el pabellón brasileño de la Bienal de Venecia, se presentó la obra de Glicéria Tupinambá, con fichas técnicas en italiano e inglés —idiomas oficiales de la Bienal—, y en tupí, omitiendo deliberadamente el portugués, pese a que nivel global es una lengua marginal que hoy carece de las marcas colonialistas de antaño. Esta decisión, además, aunque provocadora, genera cierta confusión sobre los destinatarios de una obra expuesta en una Bienal visitada básicamente por europeos.

Glicéria Tupinambá es una artista indígena de Bahía que logró, tras una larga campaña, la restitución de un manto tupinambá que durante más de 300 años estuvo en posesión del Museo Nacional de Dinamarca. Su gesto —y su obra— simbolizan una reapropiación de la historia y del patrimonio, pero también una reconfiguración de los espacios del arte, en los que los pueblos originarios ya no son tema de representación, sino protagonistas de la enunciación.

Jaider Esbell, Sin título (2021), Malba

Una figura clave en la centralidad que adquirió el arte indígena en la escena artística brasileña reciente fue Jaider Esbell (1979–2021), miembro del pueblo makuxi, de quien justamente el Malba adquirió una obra en 2023. Esbell tuvo una participación destacada en la 34ª edición de la Bienal de São Paulo, en 2021, en el marco de la muestra colectiva Faz escuro mas eu canto. Madeline Murphy Turner, en un ensayo publicado en la revista digital Transas, señala:

Esbell mantuvo una práctica diversa que abarcó los roles de escritor, poeta, docente de arte, curador y activista. Comprometido con el arte como una forma de activismo pedagógico —o artivismo, como lo llamaba— unió la pintura, la escritura, el dibujo, las instalaciones y la performance para profundizar en los diálogos transversales con las cosmologías indígenas, las preocupaciones ambientales, los derechos sobre la tierra y las críticas a la cultura hegemónica. A través de su trabajo, promovió el Arte Indígena Contemporânea, explicitando la importancia de los artistas indígenas contemporáneos —en especial las mujeres— con el fin de contradecir de forma activa las estructuras institucionales occidentales, opresoras y violentas, que ubican al arte y la cultura indígena en el pasado.

En 2022 se celebró el centenario de la Semana de Arte Moderna, considerada un hito en la cultura brasileña por el surgimiento de las vanguardias, el modernismo y el movimiento antropofágico de 1928. Pero esta vez la conmemoración adoptó un tono distinto: por primera vez, las voces indígenas no fueron evocadas como objeto, sino que participaron activamente en la relectura del legado modernista. No se trató de una denuncia de la “apropiación cultural” —lo que habría resultado paradójico frente a un movimiento como el antropofágico, que impugnaba justamente la noción de propiedad (“solo me importa lo que no es mío”, afirma su manifiesto)—, sino de una intervención crítica y estratégica desde el punto de vista indígena. 

Fue el propio Jaider Esbell quien elaboró una relectura de Macunaíma, la novela de Mário de Andrade, proponiendo una reconfiguración del diálogo entre el modernismo y los saberes originarios. En Terreiro de Makunaima – mitos, lendas e estórias em vivências (2010), desplazó al personaje central de la parodia vanguardista al universo de creencias de su propia comunidad. Sostenía que Makunaíma había utilizado al escritor paulista como parte de su estrategia, y destacaba la astucia de su ancestro mítico para infiltrar la literatura nacional en defensa de la causa indígena. Con ello, Esbell proponía un cambio radical en el sujeto de conocimiento: la necesidad de leer no desde fuera, sino desde dentro de las cosmovisiones originarias. “Adentrarse por las puertas de las cosmovisiones de los pueblos originarios –escribió– significa intentar entender ese mundo en los términos en que él es entendido por los pueblos que lo habitan”.

Denilson Baniwa, otro artista y curador indígena fundamental en la escena brasileña contemporánea, también dialogó con la obra de Mário de Andrade en su pintura Re-Antropofagia (2018). Allí, le responde directamente al otro mentor de la vanguardia antropofágica de los años veinte, Oswald de Andrade: “Aquí yace el simulacro Macunaíma / yacen juntos la idea de Pueblo y la antropofagia condimentada / [...] que de esta lenta digestión / Renazca Makünaimî / y la antropofagia originaria / que pertenece a Nosotros / indígenas”. Su intervención propone una devolución crítica al canon modernista desde una voz indígena que se reapropia, interpreta y desplaza los fundamentos del proyecto cultural brasileño. En obras como en A brave new world / Yawira, Baniwa trae el espacio ancestral y vital de la cosmogonía Baniwa pero lo mezcla con la mirada occidental en las figuras de Baudelaire, una monja y la inscripción en francés “Ceci n’est pas Perí” que remite tanto a un personaje clave de la novela romántica brasileña del siglo XIX (Iracema) como a la obra de René Magritte. Baniwa trae lo ancestral pero después de haber pasado por el arte moderno, por dominar sus técnicas (el collage) y por entender su práctica como contraconquista, un nuevo mundo que trae la cosmovisión indígena.

La transformación profunda que está teniendo lugar en bienales, museos y galerías de Brasil —y que ya proyecta su influencia a escala internacional— está modificando de manera decisiva el paisaje del arte contemporáneo. Las cosmovisiones indígenas no solo cuestionan los lenguajes formales del arte, sino que también nos invitan a repensar de forma radical nuestra relación con la naturaleza y con los modos de conocer, representar y habitar el mundo.

La crítica decolonial y la disputa con la mirada occidental se producen, paradójicamente, en el interior de instituciones que operan bajo lógicas ‘occidentales’

Sin embargo, esta renovación no está exenta de tensiones. La pregunta planteada por Adriano Pedrosa —por qué seguir adquiriendo obras de artistas blancos sobre indígenas, en lugar de incorporar obras realizadas por los propios indígenas— abre un campo de interrogación que toca directamente las condiciones materiales del sistema del arte. La crítica decolonial y la disputa con la mirada occidental se producen, paradójicamente, en el interior de instituciones que operan bajo lógicas ‘occidentales’: formas de exhibición, categorías estéticas, estructuras de legitimación, circulación de capital simbólico y económico. El arte contemporáneo, como campo, está marcado por estas coordenadas, y los desafíos que plantea la presencia indígena en él son también desafíos para estas instituciones.

Uno de los fenómenos de las últimas décadas ha sido la creciente concentración del arte en dispositivos institucionales —bienales, ferias, museos, galerías— que, en muchos casos, se han convertido en los únicos espacios legítimos para su circulación. Esto plantea una pregunta también para el arte indígena: ¿conservar los formatos de exhibición existentes no limita el potencial crítico del arte? ¿hasta qué punto el protagonismo de las instituciones y del mercado en la valoración del arte indígena constituyen una amenaza y condicionan su significación? La intervención de Jaider Esbell y de tantos otros artistas indígenas brasileños nos interpela directamente: nos exige abandonar nuestras posiciones de comodidad y “adentrarnos en esas cosmovisiones”. En ese gesto, el arte contemporáneo podría encontrar nuevas modulaciones, nuevas preguntas y, tal vez, nuevas formas de existencia.

4. Coda

El Brasil del siglo XXI está atravesado por una mutación profunda: la emergencia de sujetos sociales que, históricamente marginados o instrumentalizados, ahora se instalan en el centro del debate cultural, político y estético. Negros, evangélicos e indígenas no sólo disputan espacios de visibilidad y poder, sino que modifican las coordenadas mismas desde las que Brasil se piensa y se representa.

Cada uno de estos grupos inscribe su presencia en la escena contemporánea con orientaciones diversas y a menudo opuestas o incompatibles entre sí. Mientras los movimientos de afirmación racial están más asociados a las políticas progresistas, el evangelismo está más asociado al surgimiento de las nuevas derechas. De todos modos, son todos colectivos que canalizan un malestar social. Frente a esta escena, la cultura brasileña ya no puede sostener su mito fundacional de unidad en la diversidad sin confrontarse con sus propios fantasmas coloniales, racistas, autoritarios y con una estructura social desigual, injusta, despiadada. Las voces que emergen no buscan ser integradas: quieren reescribir un guión en el que eran personajes secundarios. Está por verse si, en el futuro, las modulaciones de las identificaciones —por encima de la rigidez de las identidades— logran transformar una sociedad en la que la precariedad y las inequidades crecen día a día.

 Las voces que emergen no buscan ser integradas: quieren reescribir un guión en el que eran personajes secundarios.