Barcelona, paradigma y ocaso de la ciudad global

Todas las grandes ciudades nos enferman. Son círculos de ansiedad perpetua y desconexión de todo aquello que hizo alguna vez la experiencia de la vida humana algo deseable. Y Barcelona es una máquina de producir nihilismo. Un eterno aquí y ahora sin profundidad temporal, una pincelada de trazo grueso en el gran cuadro del fracaso europeo

por Tomás Di Pietro Paolo

«¡O tempora, o mores!».

Cicerón.

Llegué a Barcelona en abril del 2006 con 24 años y con un hambre voraz por experimentar el mundo, entender la época más allá de las fronteras argentinas y vivir mi propio período europeo. Jamás me fui. “Carcelona”, era la broma que repetían todos. La capital catalana se proyectaba como un lugar idealizado para un joven en busca de un destino creativo, de anécdotas, de calidad de vida, de cosmopolitismo. 

Conseguir trabajo en esa época era extremadamente sencillo: bastaba con alquilar una computadora con internet en un locutorio, ingresar a Loquo.com –la extinta web que centralizaba toda la actividad de anuncios clasificados de la ciudad–, y llamar por teléfono a alguno de los múltiples anunciantes. Inmediatamente tenías un trabajo para esa misma noche –como camarero, cocinero–, y pocas horas más tarde, 50 euros crocantes en el bolsillo, disponibles para una nueva velada de caprichos. La promesa de la globalización parecía vigente; el futuro había llegado y todas las culturas eran bienvenidas a montarse a la vanguardia del progreso occidental.

Aquellos primeros trabajos eran precarizados, pero había una novedad para mí: abundaban, y por lo tanto, el empleador rogaba que te quedaras. Parecía que le estabas haciendo un favor. Era el trabajador quien tenía la sartén por el mango. Acostumbrado a la Argentina 2001, mi relación con los trabajos hasta entonces era de sumisión. Descubrí con extremo placer cómo era representar el eslabón fuerte de una relación laboral.  Ese 2006 España tuvo la tasa de desmpleo más baja desde 1979. Incluso para los “sin papeles” –que no era mi caso, pero sí el de muchos nuevos amigos–, el trabajo sobraba.

Compartir piso era el rito de iniciación; convivencia con gente llegada de los cinco continentes, costumbres variopintas, heladeras con productos de todas partes. La ciudad condal se había convertido en un collage, la nueva babel, una New York ibérica: paradigma multicultural, y nido de gentrificación. El centro de la ciudad ya pertenecía a los expats y turistas, aunque aquello era solo el comienzo. Mientras que las zonas por encima de la Avenida Diagonal hacia el Tibidabo atrincheraba a los catalanes en retirada –los “upper Diagonal”–, desde allí hasta el mar, era nuestro, Territorio Internacional. Nos celebrábamos en un oasis cosmopolita mientras nos llevábamos puesto todo vestigio local.​

La ciudad era perfecta para ser progre, posmoderno, anticapitalista de pose. El movimiento okupa aún era relevante: fiestas ilegales, drogas recreativas legalizadas de facto, encuentros subculturales nocturnos donde parecía que se podía cocinar algo nuevo, algo interesante.

En ese entonces se iniciaba la fiebre festivalera –que todavía perdura– en España, y que la posicionaría como uno de los países con más festivales de música del mundo, más de 800 al año. Recuerdo mi primer festival, el Summercase 2006: al regresar a casa tras el evento, sobre las 7 de la mañana, descubrí en el metro una bacanal hedonista que era al mismo tiempo una terrible afrenta para la ciudad que despertaba. Laburantes, niños y madrugadores se mezclaban con fiesteros metiéndose rayas y fumando dentro del vagón. Distinta realidad, mismo destino. Poco importa quién viaja en los vagones, la clave está en la locomotora. El euro recién llevaba cuatro años en España, el país todavía no era Europa en términos reales, pero hacia allí se dirigía. Y Europa todavía no era absoluta decadencia; al menos, los que salíamos de aquel festival no lo sabíamos.

Entre 2006 y 2010 Cataluña fue gobernada por el gobierno progresista conocido como el “tripartit”, conformado por el Partido Socialista Catalán (PSC), Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) e Iniciativa per Catalunya Verds (ICV). Se insertaba en la España de Zapatero. El alcalde de Barcelona era Jordi Hereu, del PSC.  Eran los años neoliberalprogresistas, el caldo de cultivo para la gran frustración que estaba por llegar.

El ciclo alcanza su cenit en 2008, cuando se inicia la crisis global. La sensación de progreso se desvaneció de pronto, los efectos de la globalización revelaron sus límites, el empleo cayó, emergieron los dilemas identitarios. En paralelo, la ciudad se europeizó: se burocratizó y ordenó, la permisividad retrocedió. El mundo sin fronteras se fue revelando como una quimera.​ En 2011 nacía el 15M: indignación, desilusión; y luego, rebote de gato muerto para las esperanzas idealistas progresistas.

Aquellos eran también los años del auge de las aerolíneas low-cost. Cuando empezó esa fiebre de los vuelos baratos un amigo solía comprar unos ocho o diez billetes aéreos para todo el año –por dos, cinco o diez euros cada uno–, “por las dudas”. “Después veo si los puedo usar, pero mejor tenerlos”, explicaba. Viajar se tornó un imperativo. Si no viajabas, o no viajabas barato, eras un imbécil, un fracasado. Efectivamente, y de forma casi compulsiva, conocimos el mundo al tiempo que nos desconocíamos cada vez más a nosotros mismos. 

La ciudad era perfecta para ser progre, posmoderno, anticapitalista de pose.: el movimiento okupa aún era relevante, fiestas ilegales, drogas recreativas, encuentros subculturales nocturnos donde parecía que se podía cocinar algo nuevo, algo interesante.

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Hasta el 2011, el nudismo en la vía pública de Barcelona no estaba regulado o prohibido, por lo que era habitual encontrarse con algún tipo caminando en pelotas por la calle. Luego se limitó a zonas costeras y espacios públicos próximos a la playa.​ Esta oda a la libertad individual y al cuerpo exhibe el nivel de prioridades en las discusiones del parlamento municipal de aquel momento, su zeitgeist individualista. Por su lado, el topless, totalmente arraigado entre gran parte de las visitantes europeas, también obra como un tensor entre de convivencia, en este caso entre la cultura occidental y los 300.000 musulmanes que se estima habitan la ciudad. Cuando tu existencia es interpretada como una ofensa grave a las creencias de otros, la convivencia multicultural se vuelve un pelín compleja.

Hubo un tiempo en que irrumpió una insólita fiebre de sombreros mexicanos en todas las tiendas del centro de Barcelona, presumiblemente por algún tipo de accidente o error en el puerto y la necesidad de liquidar el contenido de algunos contenedores. Los guiris –palabra despreciativa para referirse a los turistas, especialmente nórdicos–, probablemente ajenos a las diferencias entre España y México, los compraban en masa, ilustrando embrionariamente la lógica memética y cultura random que se profundizaría en los siguientes lustros.

Por esos años Barcelona estaba sumida en el auge de la música indie y la dictadura cultural del hipster “gafapasta”—tribu de jóvenes autopercibidos sofisticados, enamorados de su propio esnobismo, para quienes la cultura era tanto refugio como marca de distinción. Era la última gran generación urbana del siglo XX, los millennials, celebrando su crepúsculo: una quinta que se creía moderna y vanguardista, pero que en realidad era autodestructiva, melancólica y decadente. No había ni sospechas de lo que estaba aconteciendo con el mundo conocido.

Inmersa en aquella microescena indie, la escasa cultura nocturna local que no está orientada al turismo cultivaba su propio ecosistema, alimentado más por la mirada hacia Londres que por cualquier apertura real hacia lo propio. Clubes y festivales estaban cooptados por bandas que sonaban –todas igual– a rock/pop alternativo de manual, diseñado para deprimir adolescentes. La crítica encontraba su razón de ser en separar el grano “auténtico” de la paja “popular”. Se habían convencido que existía alta sofistificación en canciones de melodías y movimientos armónicos largamente explorados durante los últimos 300 años, un sonido agotadísimo durante el siglo pasado y líricas narcisistas que representaban un lamento agónico de un modelo en extinción. Mientras tanto, por encima de los Pirineos, Europa continental experimentaba una mini revolución sonora que sería breve: el french electro—aquella fusión de electrónica y rock ultra distorsionada que Justice, su sello discográfico Ed Banger y la generación post-Daft Punk habían logrado imponer como lo más nuevo y fresco—resonaba en todos los clubs al norte de París.

El desprecio por lo latinoamericano en Barcelona era palpable: una cultura entendida como inferior, exótica en su mejor expresión, pero casi animal para el estándar del circuito cool local. Trabajando como DJ, lo comprobaba cada semana: bastaba poner unos sonidos de reggaetón, unos versos de Daddy Yankee o un mash-up de una cumbia de Amar Azul sobre una base de electrónica para que la pista se vaciara en segundos. Mientras que la escena under de Amsterdam o Berlín estallaba ante esta subcultura emergente, el filtro cultural catalán era implacable. 

Huelga decir que durante la última década este asunto se dio vuelta como una media: el indie murió, lo latinoamericano dejó de ser ajeno para transformarse en tendencia. Rosalía, Bad Gyal, Luna Ki… todos fenómenos catalanes que exploran el mestizaje, reivindican lo popular, mezclan raíces y —paradójicamente— representan tardíamente la apertura multicultural y el final de los viejos prejuicios. La metamorfosis fue coincidente con el amesetamiento en la cantidad de extranjeros tras un aumento exagerado –del 2% de la población total al 25% en Barcelona–. El tabú de la latinidad quedó disuelto. Lo que era motivo de vergüenza migrante ahora es el nuevo mainstream.

La inmigración se convirtió, sin que apenas lo advirtiéramos en aquel entonces, pobres ingenuos progres posmodernos, en el centro de gravedad del debate político y social de Barcelona y de toda Europa Occidental. El brutal cambio demográfico era minimizado por nosotros como si solo se tratará de una nota de color en la postal urbana, una campaña publicitaria de Benetton –las mil y un culturas convivientes–, más cerca del eslogan que de la realidad. Paulatinamente, comenzaron a volverse visibles transformaciones que ya no podían ocultarse. Menos del 25% de la población de Barcelona y su área metropolitana utiliza habitualmente el catalán. En barrios como el Raval, epicentro barcelonés de esa mutación social, el cuadro es elocuente: si sos capaz de vivir allí, y de tener hijos en ese contexto, ellos asistirán a una escuela pública en la que, previsiblemente, serán los únicos que hablen castellano, inglés o algún otro idioma conocido. El resto de los niños pertenecerá a una ruleta de culturas y orígenes locos, y sus familias enfrentarán profundos problemas económicos y sociales que la administración local apenas puede gestionar. Muchos de esos niños son nacidos en Barcelona, pero no consiguen pertenecer a la cultura. Aun teniendo como refugio la nacionalidad de origen de sus padres, habitan una especie de no-lugar, condenados a la indefinición identitaria, tan propia de segundas y terceras generaciones de países europeos, de culturas tan ancestrales como cerradas. Entonces, es allí donde puede verse el momento exacto en el que el progresismo multicultural recula en chancletas: basta que un hijo propio la pase mal en la escuela porque su cultura es minoritaria y marginal, para que todo progre cuelgue sus banderas y exija orden.

El desprecio por lo latinoamericano en Barcelona era palpable: una cultura entendida como inferior, exótica pero casi animal para el estándar del circuito cool local; durante la última década este asunto se dio vuelta como una media: el indie murió, lo latinoamericano dejó de ser ajeno para transformarse en tendencia.

La ciudad global, presentada como panacea en los años del auge de la globalización, fracasó en su intento por integrar culturas y cohesionar la vida urbana. El resultado fue un ambiente de diferencias acentuadas, localismo arrasado, guetificación, marginalidad y tensa convivencia. Cocinó frustración y resentimiento. Barcelona es laboratorio visible de esa derrota, donde la fantasía de un mundo sin fronteras se ha revelado incapaz de generar pertenencia, comunidad, o de articular una identidad común. Las promesas de la multiculturalidad chocaron con la realidad de la vida cotidiana –no basta con compartir el espacio: pertenecer y ser parte de una ciudad y una época donde la fragmentación es el patrón, se tornó misión imposible.

El separatismo catalán, telón de fondo tácito—y a veces estridente—de la vida en Barcelona durante todos estos años, fue subiendo el volumen hasta acapararlo todo en 2017. Aunque la Zona Internacional parecía a primera vista inmune a un asunto tan ajeno para un cosmopolita, el conflicto comenzó a latir en el trasfondo colectivo de cada gesto cívico y en cada relación circunstancial cotidiana. La burbuja de indiferencia política de los forasteros hacia la pulsión nacionalista catalana no pudo evitar contagiarse por el resentimiento que se cultivaba entre los locales, seguros de sí, autoreivindicativos y cada vez más impermeables al mestizaje. El procés no sólo dividió familias y amistades locales: durante algunos años redefinió el espacio público y la manera de habitar la ciudad. La vida se volvió un juego de códigos no escritos, de silencios y guiños, de territorios simbólicos delimitados por los dos idiomas y las dos banderas en guerra. Para quienes llegábamos desde afuera, el nacionalismo catalán y su antagonista, el nacionalismo español, eran a la vez fascinantes e impenetrables: fuerzas históricas que enseñaban, a su manera, cuán frágil y provisional puede ser la idea de pertenencia en el siglo XXI.

Barcelona es una de las ciudades europeas con mayor consumo de drogas recreativas y es top 1 de España. Así fueron todos estos años. Sin embargo, algo podría estar cambiando. En 2025 España registra mínimos históricos en el consumo de tabaco y cannabis entre jóvenes de 14 a 18 años. Y su consumo de alcohol es el más bajo desde el año 2000. El dato sería alentador de no ser porque cada día hay menos jóvenes. En Barcelona ya hay el doble de jubilados que de menores de 15 años. 

Las urbes contemporáneas son espacios estructuralmente hostiles a la infancia, lo que revela su carácter fundamentalmente anti-humano. No existe peor lugar para criar niños que una ciudad. Quien lo está haciendo –porque no es capaz de imaginar una solución o una salida–, tampoco lo es de tolerar esta conversación. Las familias urbanas viven en un estado de urgencia y estrés permanente que torna imposible un proyecto de vida saludable.

Cada vez menos adultos están dispuestos a tener hijos en Barcelona, a resignar individualidad por un otro que no conocen, a bajarse de la adolescencia eterna, o a asumir gastos que verdaderamente no podrán pagar. La ciudad se encuentra ante su peor crisis de natalidad, con tasas en récord histórico –menos de 0,96 hijos por mujer–. Los bebés nacidos en Cataluña en 2025 tienen mayores probabilidades de tener al menos algún progenitor extranjero que dos progenitores catalanes. Así, la cultura catalana se extingue. La población se mantiene estable gracias a la alta natalidad de los foráneos. Es lo que se conoce como “el gran reemplazo​​” o “la gran sustitución​​”, teoría según la cual la población blanca cristiana europea estaría siendo sistemáticamente reemplazada con pueblos no europeos. No es conspiración, está ocurriendo. 

La pandemia demostró que gran parte de la supuesta necesidad de vivir en ciudades era, en realidad, inercia más que necesidad estructural. Durante los años más duros de Covid (2020-2021), un 4 % de la población de Barcelona se mudó a áreas adyacentes. Los pueblos cercanos a la capital se han ido poblando de familias que buscan un entorno más tranquilo, viviendas más grandes y más asequibles que las disponibles en la densidad de la capital autonómica.

El turismo de masas es una industria muy lucrativa pero también es arrasador.  Las grandes ciudades de Europa Occidental han quedado expuestas a su fuerza bruta. Mientras la industria del viejo continente se fue quedando vetusta gracias a la globalización, el turismo se ha consolidado como el principal motor de la economía. En España es la principal aportación al PIB, con un peso del 14%. 

Barcelona se convirtió este 2025 en la ciudad más visitada del mundo, superando a París. Pero aquí el peso que tiene turismo es mucho mayor: mientras la capital francesa tiene 17 millones de habitantes entre el centro urbano y su zona metropolitana, Barcelona suma entre las dos áreas apenas 3,5 millones. Así, los 15 millones de turistas que la visitan cada año se la apropian, la deforman, la destruyen, y se piran. La propuesta turística barcelonesa no consigue despegarse de la idea de un gran salón de fiestas a cielo abierto. La ciudad es la discoteca de Europa. Así, Barcelona, acorralada, no tiene escapatoria.

La ciudad global, presentada como panacea en los años del auge de la globalización, fracasó en su intento por integrar culturas y cohesionar la vida urbana y el resultado fue un ambiente de diferencias acentuadas, localismo arrasado, guetificación, marginalidad y tensa convivencia.

Todas las grandes ciudades nos enferman. Son círculos de ansiedad perpetua y desconexión de todo aquello que hizo alguna vez la experiencia de la vida humana algo deseable. El loquero urbano es un loop infinito de estimulación, gratificación y vacío. La ciudad no es reformable sino estructuralmente patológica. Su lógica interna –la concentración masiva de seres humanos en espacios artificiales orientados hacia la supuesta productividad económica– es incompatible con las condiciones básicas del bienestar. Pero como si fuera poco, ya ni siquiera puede cumplir con su promesa fundacional de ofrecer abundante trabajo que permita progresar. 

Si cualquier urbanita contemporáneo vive en perpetuo movimiento, rodeado de estímulos que prometen significado pero que entregan anestesia inoculada con veneno, en Barcelona la experiencia es paródica. La ciudad es una máquina de producir nihilismo. Un eterno aquí y ahora sin profundidad temporal que amplifica las fuentes de sufrimiento civilizacional. Una pincelada de trazo grueso en el gran cuadro del fracaso europeo. Si no hay trabajo digno, si la plata no alcanza, si no hay horizonte de progreso, si no puedo soñar con tener hijos… “¿qué carajo estoy haciendo acá?” debiera preguntarse cualquier jóven residente. Entonces, la noche le responderá: si no hay futuro, que haya presente.