Almas rusas: Limónov contra Dugin

El poeta Eduard Limónov (1943-2020) y el filósofo y geopolítico Aleksandr Dugin (1962-) son dos personajes fundamentales de la cultura rusa de las últimas décadas. Hombres que vivieron sus vidas a toda velocidad y en paralelo hasta que en un determinado momento se cruzaron. El siguiente texto explora ese choque de intensidades y su vínculo con el pasado, el presente y el futuro de Rusia.

por Tomás Borovinsky

“El que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón”, dicta la cita de Vladimir Putin con la que arranca el libro que Emmanuel Carrère escribió sobre la agitada vida política y cultural de quien fuera un exiliado poeta ruso, Eduard Limónov (1943-2020). En una sentencia corta, Carrère busca sintetizar, recordemos que es nada menos que hijo de la historiadora de Rusia Hélène Carrère d'Encausse, la extraña, para muchos al menos, contemporaneidad post-soviética en la que la ex-URSS elige un poder de hierro de un Putin luego del paso por el gobierno blando de un Boris Yelsin, tiempo después de la caída del imperio comunista. El Putin de la reconstrucción de la autoridad rusa y también el de la guerra en Ucrania.

Limónov fue un hombre tan vital como resentido, y hasta envidioso, que supo motorizar todas esas pasiones hacia adelante. Una negatividad sin empleo en busca de su objetivo. Y tuvo, para abusar de un concepto de la crítica cultural, muchas almas rusas gemelas. Literarias y políticas. Almas gemelas que, en cierto sentido, se caracterizan por haber triunfado en la busca del reconocimiento social y el prestigio y según el caso el poder. Alma literaria: Joseph Brodsky (1940-1996). Alma política: Vladimir Putin (1952-). Otra alma literaria: Aleksandr Solzhenitsyn (1918-2008). Otra alma política: Aleksandr Dugin (1962-).

Dugin y Limónov, en muchos sentidos, no podrían ser más diferentes desde el punto de vista vital. Y, sin embargo, por esas cosas de la contingencia y la política, en un determinado momento sus vidas paralelas se cruzaron.

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Dugin y Limónov, en muchos sentidos, no podrían ser más diferentes desde el punto de vista vital. Y, sin embargo, por esas cosas de la contingencia y la política, en un determinado momento sus vidas paralelas se cruzaron. El propio Carrère lo cuenta en su ya mencionado libro. Así relata el escritor francés el encuentro de estos dos rusos: “Dugin parece saberlo todo. Es filósofo, autor de media docena de libros, a pesar de que sólo tiene treinta y cinco años, y es un auténtico placer conversar con él. Limónov y él se entienden con medias palabras, cuando uno empieza una frase el otro podría terminarla”. Luego continúa: “Los días siguientes no se separan, hablan hasta quedarse sin aliento. Dugin, sin complejos, se declara fascista, pero es un fascista como Eduard nunca ha conocido […] “Lejos de oponer el fascismo y el comunismo, Dugin los venera por igual. Acoge en el revoltijo de su panteón a Lenin, a Mussolini, a Hitler, a Leni Riefenstahl, a Maiakovski, a Julius Evola, a Jung, a Mishima, a Groddeck, a Jünger, al maestro Eckhart, a Andreas Baader, a Wagner, a Lao-Tsé, a Che Guevara, a Sri Aurobindo, a Rosa Luxemburgo, a Georges Dumézil y a Guy Debord”. Quienes lo pudimos ver en vivo en alguna de sus visitas a la Argentina encontramos algo similar a lo que describe Carrère: iba y venía sobre la historia argentina y saltaba del mito gaucho al peronismo y la guerra de Malvinas, todo en un castellano perfecto. De Carlos Astrada a Juan Perón.

Dugin, por cierto, es quien convencerá a Limónov de organizar el Partido Nacional Bolchevique. Este sería el summum del cruce entre estas dos almas rusas. Venían por caminos separados, se cruzaron y siguieron caminos separados. Cosas que pasan en la política y en el amor. 

En Mil mesetas, Gilles Deleuze y Félix Guattari despliegan una serie de conceptos que nos abren a condiderar a Limónov y Dugin tanto en su vínculo como en el lugar que ocupan en Rusia y su alma en disputa. Territorialización, desterritorialización y reterritorialización son conceptos, deleuziano-guattarianos, que nos permiten pensar dinámicas de la subjetividad, la política y el espacio a través de los conceptos. La territorialización remite a los procesos por los cuales se fijan identidades, códigos, estructuras y sentidos sobre un espacio o una forma de vida. La desterritorialización, en cambio, implica la fuga de esos códigos: una fuerza que desarma, desplaza, desborda los límites establecidos. Pero toda desterritorialización tiende a producir una nueva organización: una reterritorialización que captura esos flujos y los reinscribe en un nuevo orden. Son lógicas que van más allá de lo espacial o geográfico. En realidad, son más bien lógicas y dinámicas políticas, afectivas y existenciales. 

En Mil mesetas, Gilles Deleuze y Félix Guattari despliegan una serie de conceptos que nos abren a condiderar a Limónov y Dugin tanto en su vínculo como en el lugar que ocupan en Rusia y su alma en disputa. Territorialización, desterritorialización y reterritorialización.

En este teatro de operaciones llamado Rusia, Limónov sería la fuga rusa desterritorializada y Dugin la desterritorialización rusa de la mano del Estado ruso, todas idas y vueltas que se dan la sombra de la decadencia soviética y su crisis, seguida de los diferentes intentos de reorganización del campo simbólico ruso tras la caída de la Unión Soviética. 

Pero vamos por pasos: ¿quién es Dugin?

¿El filósofo de Putin?

Aleksandr Dugin era como una figura marginal dentro la vida intelectual y política rusa hasta hace no tanto tiempo. Como en paralelo pasó con los pensadores del zeitgeist tech como Nick Land, Curtis Yarvin o Peter Thiel, Aleksandr Dugin ascendió al corazón dela conversación pública global. De Moscú a X.com. De la marginalidad intelectual rusa a la influencia global. Tan vertiginoso ha sido su crecimiento que muchos lo consideran el filósofo detrás de las grandes decisiones del presidente ruso Vladimir Putin. ¿Encarna Dugin una de las tentativas más ambiciosas y controversiales por dotar al régimen de Putin de una filosofía política propia, capaz de otorgarle densidad histórica, espiritual y geopolítica? Suena exagerado, desde ya. David Von Drehle, señaló sobre al pensador ruso que “la influencia intelectual de Dugin sobre el líder ruso es bien conocida por los estudiosos cercanos del periodo postsoviético, entre los que a veces se refiere a Dugin, de 60 años, como el ‘cerebro de Putin’. Su trabajo también es familiar para la ‘nueva derecha’ europea, de la que Dugin ha sido una figura destacada durante casi tres décadas, y para la ‘alt-right’ estadounidense”.

Quizás algunas veces ha sido más que considerado en sus opiniones y muchas veces es más bien quien da marco teórico a lo que decide el Putin. Aunque su influencia directa sobre el Kremlin es objeto de debate, Dugin puede ser pensado como un intelectual orgánico del putinismo en su fase imperial: un productor de sentido que trabaja para traducir el poder fáctico del Estado ruso en un orden simbólico, civilizatorio, incluso escatológico. Su pensamiento aspira a redefinir la arquitectura misma del mundo posoccidental. En este sentido, no es un ideólogo en el sentido tradicional que dota al Estado ruso de una misión trascendente en un contexto de crisis del liberalismo global.

La teoría del mundo multipolar que propone Dugin se presenta como una visión radical de reordenamiento del sistema internacional, en abierta oposición a los principios universales de la modernidad ilustrada. A diferencia de la globalización liberal, que promueve una humanidad homogénea y tecnocrática, Dugin imagina un futuro fundado en la afirmación de la diferencia civilizatoria. Según esta visión, la humanidad alcanzará su máximo desarrollo no por medio de la homogeneización, sino mediante el florecimiento de sus múltiples culturas, etnias y tradiciones. Esta no es una defensa del aislamiento, sino una apuesta por una estructura multipolar del mundo, donde cada civilización -animada por lo que denomina una etnosis, una “alma colectiva”- pueda habitar un territorio simbólico propio. El sistema westfaliano de Estados-nación, en su diagnóstico, ha agotado su potencia histórica, y debe ser reemplazado por una organización geopolítica basada en grandes espacios continentales, articulados en torno a lo telúrico, lo ancestral y lo identitario.

Aleksandr Dugin mantiene en su obra una fidelidad explícita al pensamiento de Carl Schmitt, aunque lo reinterpreta desde la perspectiva rusa y al servicio de la geopolítica del Kremlin.

Aleksandr Dugin mantiene en su obra una fidelidad explícita al pensamiento de Carl Schmitt, aunque lo reinterpreta desde la perspectiva rusa y al servicio de la geopolítica del Kremlin. En su Cuarta Teoría Política, retoma el concepto de Großraum (“gran espacio”) como alternativa al modelo liberal-universalista. El continentalismo opera aquí como principio estructurante: una fuerza que busca devolverle al mundo un orden fundado en la diferencia ontológica de los pueblos, más que en las abstracciones normativas del derecho internacional. A su modo, Dugin se presenta como un teórico contrarrevolucionario: adversario tanto del Partido Demócrata estadounidense -vehículo clásico de la hegemonía globalista- como de la filosofía aceleracionista, a la que caracteriza como satánica. Su crítica no distingue entre estructura y agencia: la familia Clinton, Bill Gates o George Soros aparecen como emblemas de una maquinaria que disolverían las raíces históricas de los pueblos. Frente a ello, su apuesta es una alianza eurasiática entre Rusia y China como pilares de la multipolaridad.

Desde una lectura deleuziana, Dugin puede pensarse como un operador central de la reterritorialización rusa tras el colapso soviético. Mientras figuras como Eduard Limónov expresan líneas de fuga subjetiva y política -trayectorias nómadas que intensifican el caos sin proponer un nuevo anclaje estructural-, Dugin encarna el momento molar del orden: la captura de esos flujos disgregados y su reintegración en una forma imperial. Su discurso no sólo busca anclar los restos del naufragio soviético, sino construir un nuevo centro civilizatorio que resista el código global del capitalismo tardío. En términos de Deleuze y Guattari, su pensamiento es una máquina que codifica lo múltiple en un plano trascendental de identidad sobre el que se inscriben los pueblos, las tierras y los destinos. Así, la teoría del mundo multipolar funciona como un proyecto de reorganización total del espacio político mundial, no por vía del contrato ni del consenso, sino a través de la reterritorialización metafísica de lo político.

¿Un Che Guevara ruso?

Limónov tuvo una producción por momentos casi vertiginosa, pero tiene una serie de trabajos que destacan y que sirven para exponer su vida pública y sus ideas. Su primer libro Soy yo, Édichka (1979), el paradigmático Diario de un perdedor (1982) y el tardío El libro de las aguas (2002) dan cuenta de su obra. Diario de un perdedor de Limónov fue escrito en 1977, durante su estancia en Nueva York. Fue publicado por primera vez en Estados Unidos en 1982, vinculado a su período de exilio, y luego apareció en Rusia en 1991 con una edición de 50 000 ejemplares. Soy yo, Édichka relata parte de sus experiencias en el exilio de Nueva York y El libro de las aguas reúne algunos cientos de textos cortos de carácter autobiográficos que, con la excusa del contacto con el agua, (del Mediterraneo al Mar Negro pasando por el Atlántico y río Dniester) sirven para relatar su vida y su obra.

Es imposible no pensar en Limónov sin tener como referencia permanente el Limónov (2011) de Carrère (de hecho la tapa de la edición española de Soy yo, Édichka viene nada menos que con una cita de Carrère vendiéndonos al personaje en cuestión).

Es imposible no pensar en Limónov sin tener como referencia permanente el Limónov (2011) de Carrère (de hecho la tapa de la edición española de Soy yo, Édichka viene nada menos que con una cita de Carrère vendiéndonos al personaje en cuestión). Porque en este premiado éxito de ventas de Carrère, sobre un relativamente olvidado escritor ruso devenido en político fracasado, se traza el recorrido biográfico de Limónov desde su nacimiento hasta el presente. Desde sus inicios como criminal juvenil hasta sus actividades político-civiles por los derechos humanos bajo la Rusia de Putin, previo paso por el Partido Nacional Bolchevique que cruza su vida como dijimos con la de Dugin. Una vida que inicia con la poesía de la vida cultural underground soviética y que avanza camino a la lucha partisana en la década del 90 del lado serbio. Vida en New York y posterior paso por Paris. Cárcel rusa y desierto asiático. Infancia industrial soviética y tapa en la Rolling Stone.

Pero Soy yo, Édichka es Limónov en estado puro, sin las mediaciones de Carrère con sus fugas que corren el foco de lo importante (la vida de Limónov) a lo secundario y casi aburrido (la vida de Carrère). Porque en este libro escrito en ruso Limónov empieza a encontrar su destino y comienza a ser quien será al poner en papel su vida y acariciar el éxito, como tantos otros, paradójicamente, relatando su encadenamiento de fracasos. 

En esas memorias noveladas, Limónov cuenta sus experiencias de vida, sus abusos con el alcohol, y relata experiencias homosexuales con hombres de la calle. Además, retrata casi etológicamente las conductas de los miembros de las distintas comunidades inmigratorias con las que se cruza mientras vaga y trabaja por la ciudad: rusos, judíos, hispanos, franceses, etc.

Limónov cartografía las obsesiones que lo perseguirán el resto de su vida y relata su derrotero neoyorkino. Ama una revolución que no fue y declara múltiples veces que nunca volverá a Rusia mientras odia la América en la que vive. Limónov pasa de ser un poeta clandestino semi criminal soviético, a ser un infeliz camarero en el Hilton Hotel. Aborrece la que considera aburrida vida americana, porque si esta tiene como objetivo de progreso general la democratización del confort, él busca la aventura política en causas perdidas por momentos ridículas. Es un militante sin partido motivado por la provocación y el evangelio de una violencia revolucionaria que nunca termina de explotar. Desprecia el pasado en nombre del presente mientras vive en un hotel de mala muerte rodeado de rusos pobres con un cuadro de Mao en su habitación. 

Otro aspecto interesante y polémico de Limónov que también explica su porvenir es, como adelantamos antes, que no tiene las típicas posturas tajantes en relación a la vida soviética y americana. Un poco como el Reynaldo Arenas que supo decir que “si Cuba es el infierno Miami es el purgatorio”, Eduard Limónov critica por igual ambas sociedades aunque por momentos llega a reivindicar a la Unión Soviética de la que huyó frente a sus interlocutores en suelo estadounidense. Dice que al menos en su país natal ser poeta es peligroso para el Estado, mientras que en Estados Unidos no es nadie. 

Si Michel Houellebecq dijo alguna vez que los modernos estamos atravesados por dos jerarquías en las que hay ganadores y perdedores, la económica y la sexual, entonces Limónov es, transitoriamente en su momento neoyorquino, un perdedor en ambas esferas sociales. Y ese es el motor de la historia personal de Limónov en la que esas dos jerarquías se cruzan. Porque Limónov pierde a su amada Helena (¡Helena!) en las garras de ricos hombres de negocios que lo terminan empujando a la homosexualidad callejera y a todo tipo de humillaciones cotidianas. Es decir, al tradicional resentimiento marxista el poeta ruso suma ahora resentimiento sexual y ambos se cruzan en odio visceral a todo lo que lo rodea. Esto sumado a la falta de atención propia del american way of life hacia escritores como él, en una escalada de desprecio que Limónov termina descargando en estas memorias que serán su primer hit al ser editadas por primera vez en Paris.

Limónov escribe desde una New York que no existe más. La de los setenta, la ciudad de Taxi Driver en la que se respira crimen y marginalidad. La metrópolis anterior a la gran transformación que implicó la llegada de Bill Clinton en lo nacional y Rudy Giuliani en lo local que, en mayor o menor medida, parió la New York que conocemos hoy (y que quizás esté muriendo). Pero Limónov circula por las noches de esa ciudad enterrada por el desarrollo, el tiempo y la gentrificación no como un antropólogo que visita un pueblo bárbaro, sino más bien jugando su papel de buen salvaje en tierra en trance. 

Limónov se reparte entre la pregunta sobre las posibilidades del amor después del amor y sobre las probabilidades de la revolución después de la revolución. La vida de Limónov en New York es un proyecto fragmentario y contradictorio. Un hombre que busca sobrevivir a la miseria de los subsidios para exiliados, mientras recupera y/o encuentra el amor e intenta convertirse en artista, en la misma ciudad en la que circulan personajes como Andy Warhol, Salvador Dalí y hasta un Allen Ginsberg que no responde sus cartas. Limónov es un punk estetizador de la política buscando una revolución social en el lugar equivocado.

El autor de Diario de un perdedor se debate desordenadamente entre la revolución social y el alcohol, el sexo con extraños, el llanto y la muerte. Estas memorias tienen algo del discurso maníaco que sin principio ni desenlace. Se van sucediendo los capítulos y al final del camino no hay un corte real. Es como una fiebre que nunca termina de bajar. Si decimos que el resentimiento social ocupa un lugar central en esta novela, es la columna vertebral del libro, es porque el autor está obsesionado con obtener el reconocimiento de los otros mientras fracasa en todos los frentes. 

Por todo esto las némesis que nombramos al principio son claves para entender el mundo de Limónov. Solzhenitsyn es el escritor ruso exitoso por antonomasia que triunfa a costa de relatar el horror del gulag. Y Putin será el oscuro ex-agente de la KGB que pasó de pensar en hacerse taxista, cuando consideró que podía perder su trabajo en los noventa, a ser el presidente indiscutido del país más grande del mundo. Limónov quiso ser un poco las dos cosas y terminó no llegando a ser ninguna. Ni premio Nobel ni presidente, pero escribió algunas novelas que tuvieron cierto éxito en los ochenta, e hizo ruido contestatario en los noventa y principios del dos mil con su ya extinto Partido Nacional Bolchevique. Pero la gran obra de Limónov es su vida, y parte de ella está retratada en sus libros de aventuras urbanas. 

Si el libro de Carrère jugaba a ser un relato de vidas paralelas para comprender la historia de Rusia de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, entonces libros como Soy yo, Édichka o Diario de un perdedor son ventanas al momento en que Limónov se encuentra más alejado que nunca de su tierra, y al mismo tiempo forja su primer éxito a fuerza de fracasos económicos, políticos y sexuales. Pero todo esto sin las mediaciones de Carrère y de paso, como si fuera poco, pintando una New York que ya no existe más. Son las memorias de un resentido social atrapado en la ciudad en la que, supuestamente, todos tus sueños se hacen realidad.

Tiempo después de la vida en Nueva York pero antes de unirse a Dugin, en 1992, Limónov es filmado en Bosnia disparando con un fusil automático junto a milicianos serbios bajo el mando de Radovan Karadžić. Una performance que condensaba la teatralidad bélica que Limónov buscaba encarnar: un extranjero que, en nombre del paneslavismo y la revuelta, se insertaba en una maniobra que se debatía entre la guerra civilizacional, la exaltación nacionalista y pulsión de caos.

Años después, en 2001, Limónov fue arrestado en Rusia por posesión ilegal de armas y acusado de planear la formación de una milicia para intervenir en el este de Kazajistán. Aunque los cargos de terrorismo no prosperaron, su paso por prisión reforzó su figura de disidente radical, ajeno a los marcos legales del Estado-nación. Lejos de limitarse al escenario ruso, Limónov expresó a lo largo de su vida una constante simpatía por causas armadas consideradas “heterodoxas”: serbios en los Balcanes, separatistas prorrusos en Transnistria y Abjasia, etc.

Más allá de las diferentes mutaciones y máscaras de Limónov, libros como El libro de las aguas dan cuenta de cierta coherencia a lo largo de la mutante vida del autor. Un hilo conductor metálico que atraviesa los diferentes mares, lagos y océanos por los que se bañó para mantener firme su promesa. Bajo sus idas y vueltas, y cambios de camisetas y de idioma y país, hay una lealtad con la intensidad.

Años después, en 2001, Limónov fue arrestado en Rusia por posesión ilegal de armas y acusado de planear la formación de una milicia para intervenir en el este de Kazajistán.

Choque de intensidades

Como decíamos de la mano de los autores de Mil mesetas, Limónov encarna una línea de fuga desterritorializadora, un vector de desarraigo subjetivo y político que rompe con los códigos del Estado, del exilio y del liberalismo occidental. Su escritura y su vida nómada, su acción política y sus operaciones armadas, no buscan tanto construir un nuevo territorio estable, sino más bien intensificar los límites, experimentar el borde y vivir el exceso. Bajo su ideología difícil de clasificar parece haber menos un programa y más bien una performance. Más desborde que una doctrina fija. Limónov opera como un radical libre: su vitalismo impide su captura fácil. Es una figura nómada, una máquina de guerra sin Estado, una subjetividad en tránsito que expresa el caos postsoviético en su forma más cruda.

Dugin, en cambio, representa el movimiento opuesto: el de la reterritorialización estratégica, el intento por capturar el flujo disgregado de la identidad rusa y reanclarlo en una forma imperial y trascendente. Su Cuarta Teoría Política, su geopolítica euroasiática, su ontología del Dasein ruso son operaciones intelectuales orientadas a producir un nuevo centro: una máquina que organice la multiplicidad dispersa en torno a un eje espiritual, estatal y civilizatorio. Donde Limónov disuelve, Dugin codifica; donde Limónov descompone, Dugin reorganiza. Pero esta reorganización no es meramente racional: es también mágica y teológica. Dugin no propone una modernización, sino una reterritorialización arcaica, una restauración sagrada del Imperio que fija los flujos en una identidad esencial. Su pensamiento, por tanto, funciona como una captura de líneas de fuga: recoge elementos del caos (el nacionalismo radical, la crítica a Occidente, la pasión por la guerra) y los reinserta en una gramática del orden, de la Tradición y del Estado.

A medida que pasaba el tiempo, el abismo entre las dos fidelidades dentro del Partido Nacional Bolchevique se hacía cada vez más profundo. Como observa Carrère, los seguidores de Dugin miraban a los de Limónov "como brahmanes que mirarían de arriba abajo a unos parias": cultivaban una distancia altiva frente a la, continúa Carrère, "horda de proletarios reclutados por Limónov", jóvenes ruidosos, aficionados al rock y a la pelea callejera, para quienes la historia del fascismo carecía de todo interés y que, en algunos casos, incluso generaba incomodidad. Entre los más ideologizados del entorno de Dugin, las referencias a “tropas no regulares” y a las secciones de asalto resultaban no solo inapropiadas, sino ofensivas. Tampoco les parecía particularmente gracioso que Limónov se refiriera a Dugin con el apodo de “doctor Goebbels”. En ese contexto, el progresivo deterioro de la relación entre ambos fue recibido por muchos con un suspiro de alivio. Las diferencias finalmente se volvieron irreconciliables, y Dugin abandonó el partido para fundar su propio centro de estudios geoestratégicos, hoy próspero y sostenido con fondos del Kremlin. Luego de la ilegalización del Partido Nacional Bolchevique en 2007, Limónov fundaría un nuevo partido político llamado Otra Rusia, junto a gente como el ex campeón mundial de ajedrez y liberal opositor, Garry Kasparov, y el ex primer ministro, Mijaíl Kasyanov. 

Ambos autores son, en última instancia, productos de una misma crisis: la disolución del territorio soviético, la implosión de los códigos ideológicos heredados, el vacío estructural de la Rusia postsoviética. Pero mientras Limónov por momentos explora esa disolución hasta sus últimas consecuencias como experiencia vital, Dugin ofrece un camino de retorno, una restauración del sentido bajo formas nuevas y antiguas a la vez. Limónov es la fuga, Dugin la captura. Uno intensifica la crisis; el otro la codifica. Y en esa tensión entre lo molecular y lo molar, entre la máquina de guerra y el aparato de Estado, se juega buena parte de la subjetividad política rusa contemporánea. El porvenir dirá si la próspera Rusia  del futuro le deberá más a personas como Dugin o a hombres como Limónov.

El porvenir dirá si la próspera Rusia  del futuro le deberá más a personas como Dugin o a hombres como Limónov.